17

Cinco días más tarde, Biel estaba a punto de cruzar el Ebro por Ribarroja con la nueva brigada a la que lo habían destinado. El plan era atacar a los nacionales en la orilla derecha del río.

Durante las horas anteriores había contemplado el cielo sin luna de aquella noche de San Jaime. En sus adentros, la rabia lo obligaba una vez más a transformarse en bestia para sobrevivir. Los ideales por los que había luchado en julio del treinta y seis, justo dos años atrás, ahora malvivían en su interior atascados en la tristeza del desencanto.

Se veía a sí mismo como la miserable ficha de un juego bélico, involuntario jugador de una partida amañada por los señores de la guerra.

Mientras parte de la tropa cruzaba al norte por Mequinenza y al sur por Amposta como cebo, el grueso de ambos cuerpos del ejército del Ebro, el V de Líster y el XV de Tagüeña, lo hacían por el tramo central del río.

Al rayar el alba, la barca que Biel compartía con nueve compañeros más se deslizaba por las aguas plácidas hasta la otra ribera.

El chirrido de las cigarras quebraba el silencio de aquel amanecer templado de verano mientras las barcas, cargadas de hombres, proseguían su incansable avance.

De repente se oyó el zumbido de un trimotor alemán por encima de sus cabezas.

En un acto instintivo que ya se había vuelto cotidiano, Biel se tiró al suelo y, boca abajo, escuchó los alaridos de aquellos pobres desgraciados que remaban enloquecidos para alejarse de allí.

Tras el aterrador silbido, las bombas empezaron a caer, y el agua se levantaba como un surtidor de espuma cargada de hombres despedazados. La intensidad del fuego impedía rescatar a los heridos, y el río se llenó de cuerpos mutilados que, como una ofrenda roja, se llevaba hacia el mar.

Aquella maniobra de distracción en el Ebro se había concebido únicamente para aliviar la presión de los nacionales sobre Levante, pero Franco no estaba dispuesto a jugarse su prestigio. El general golpista había decidido plantar cara allí donde lo retaran, cargando con todo su armamento.

Agotados todos por la larga marcha, dos días después Biel llegaba con su división a La Fatarella.

Apoyado en la pared de una casa de las afueras cerrada con llave, acechaba los campos. Aquellos parajes le recordaban dolorosamente el paso por Llonera unos meses atrás, y añoró a los antiguos compañeros.

«No pongas cara al enemigo —pensó rememorando los consejos de Vidal, al que ya imaginaba en el bando contrario—. Si lo haces..., eres hombre muerto.»

Encendió un cigarrillo y se esforzó por olvidarlo. Desde su deserción y la muerte de Emilio, se había jurado no tener otro propósito en aquella guerra que salir vivo al precio que fuese.

A dos pasos de donde estaba sentado, un grupo de adolescentes catalanes de reciente incorporación charlaban animadamente, haciéndose los valientes. Biel hizo señas de que se acercase a uno que superaba en estatura a los demás y parecía llevar la voz cantante.

—¿Conoces a uno de vuestra edad que se llama Arturo García?

El joven negó con la cabeza.

—Viene de Barcelona —insistió Biel.

—¡Como la mayoría de nosotros! Pero ya te he dicho que no lo conozco.

—Y tú... ¿cómo te llamas? —se interesó, al tiempo que le ofrecía tabaco.

—Damián. —El chico encendió el cigarrillo y, tras exhalar el humo, prosiguió—: No muy lejos de aquí hay voluntarios ingleses con otros de la quinta del biberón, pero tu amigo habrá tenido suerte si no estaba con ellos.

—¿Por qué lo dices?

—He oído que en el Puig de l’Àliga ha habido una buena pelea. Parece ser que en la cota ya ondea la bandera de los legionarios.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Sé aplicar el oído —dijo sonriente, haciéndose el interesante.

Al oscurecer, los adolescentes se espabilaron para ocupar los establos contiguos a la casa a fin de pasar la noche. Ahora estaban vacíos de ganado.

La tropa de veteranos no mostró ningún interés en entrar. Habían optado por dormir al raso.

—Puedes dormir con nosotros —se acercó a ofrecerle Damián—. Te haremos un hueco en el pajar.

Biel declinó el ofrecimiento con media sonrisa y extendió su manta junto a un muro.

El pueblo se hallaba medio desierto. De un modo u otro, hacía dos años que aquella gente no era dueña de su casa. Desde el treinta y seis, los lugareños no habían dejado de sufrir la presencia de soldados. Al estallar la guerra, los de derechas se habían marchado por miedo a que los mataran los de izquierdas. Estos últimos también huyeron cuando entraron los de la FAI. A continuación, los que se habían hecho del sindicato anarquista escaparon cuando los comunistas de Líster entraron para acabar con las colectivizaciones. Los comunistas fueron expulsados a su vez por los nacionales, y ahora habían llegado ellos, los del ejército del Ebro.

Unas risas de la tropa hicieron incorporarse a Biel. Los jóvenes reclutas salían como alma que lleva el diablo de los establos, dándose manotazos en las piernas.

En medio de aquellos aspavientos, ningún veterano los dejaba extender la manta a su lado.

—¡No pienso largarme de aquí! —dijo Damián poniendo la suya junto a la de Biel.

—Pero antes sacúdete bien, soldadito. No quiero que me llenes de pulgas.

—Ahora entiendo que no tuvierais la menor prisa por ocupar el pajar —le reprochó—. Podías haberme avisado.

Biel siguió observando el cielo cuajado de estrellas que tanto lo enamoraba de aquellos parajes.

Antes de disponerse a dormir, dio un trago de la cantimplora y luego se la ofreció a Damián.

—Gracias, Biel, pero no bebo vino.

—¿Cómo sabes mi nombre? Que yo recuerde, no me lo has preguntado.

—Ya te he dicho que sé aplicar el oído. ¿Adónde nos enviarán mañana, camarada, lo sabes?

—Creía que te enterabas de todo —observó Biel en tono guasón.

—Solo sé que hay que arrebatar Gandesa a los fascistas.

Damián, enfurruñado, se volvió de espaldas.

Al salir el sol, la compañía avanzó hasta ocupar una posición protegida por un bosquecillo. Desde la colina se veía un cruce de carreteras.

Los días siguientes todos tenían los nervios a flor de piel por falta de intendencia y material. Los cabos vigilaban cual buitres y amenazaban como perros para prevenir deserciones. Biel sufría por si aquellos jóvenes reclutas, todavía no muy acostumbrados a obedecer, liaban alguna que les costara la vida. La imagen de Emilio muerto de un disparo por el comisario no se le iba de la cabeza.

En la oscuridad de la noche, las balas trazadoras iluminaban el camino a los morteros. Desde la distancia, los soldados parecían figuritas de un juego infantil.

Mientras que a las líneas fascistas entre Gandesa y Vilalba se habían sumado más de ochenta mil soldados nacionales, los camiones republicanos con ametralladoras y morteros esperaban al otro lado del río a que los ingenieros reparasen el puente de hierro de Flix para cruzar y proveer a los soldados.

Con el fin de cortar el paso al ejército republicano, Franco había ordenado abrir las compuertas de los pantanos, y las aguas, cargadas de troncos y explosivos, habían arrasado a su paso puentes, así como camiones cargados de intendencia, munición y material pesado.

Al cabo de unos días, finalmente zapadores con picos y palas llegaron a la cota y acabaron una línea de trinchera, con nidos de ametralladoras y puentes de tirador.

En su bautismo de fuego al lado de Biel, Damián no se separaba de él y lo imitaba en todo. Cubierto con la manta doblada a fin de protegerse de las piedras hechas añicos que herían como metralla, mordía un palo. La explosión de los obuses los ensordaba cual si introdujeran la cabeza en una campana en el momento de dar la hora.

Al tiempo que los campos que tenían delante se iban sembrando de cadáveres de ambos bandos, la ametralladora más cercana a ellos explotó por recalentamiento.

—¡No puedes salir de la trinchera, Damián! —le gritó Biel sujetándolo con fuerza—. ¡Morirás!

—¡En el nido reventado se encuentra uno de mis amigos! —gritó llorando—. ¡Habíamos hecho un pacto, cojones! Estamos obligados a ayudarnos cuando uno de nosotros cae herido.

—Tu amigo debe de estar muerto, chaval. Y los dos veteranos... también.

Sin hacer caso de sus advertencias, Damián saltó del parapeto. En cuestión de segundos, las ráfagas del fuego enemigo lo obligaron a volver atrás y empezó a disparar como un poseso.

Al día siguiente seguían sin darse el alto el fuego y los campos ya apestaban a descomposición por el hedor de los cadáveres que se hinchaban al sol.

Esa noche, una luna espléndida hacía brillar el suelo y velaba a los muertos.

Damián permanecía mudo, disparando sin cesar como una bestia enloquecida. Hasta que, al cuarto día, la lucha en el cielo de «chatos» y «moscas» republicanos contra los Fiat fascistas les permitió un descanso.

—Visto desde aquí abajo, todo parece una película —dijo el chico acuclillado en el suelo, rompiendo su silencio.

Biel sintió una oleada de ternura hacia aquel muchacho que apenas tenía diecisiete años y ya era un soldado fogueado.

A mediados de agosto, el frente estaba estancado. Ninguno de los dos bandos conseguía conquistar terreno y el paisaje, horadado por las explosiones, había empezado a cambiar de fisonomía. Docenas de aviones los habían ametrallado en cadena durante horas, mientras la infantería enemiga atacaba las líneas de defensa.

Ya no se oían las risas ni las palabras envalentonadas de los primeros días, cuando aquellos chiquillos todavía no eran conscientes de que los habían entregado miserablemente a una guerra de verdad.

En los últimos días falló de nuevo la llegada de suministros a la primera línea de fuego y tuvieron que repartirse lo poco que les quedaba. Los chicos no habían dudado en registrar los bolsillos de los muertos en busca de comida.

Biel se dio cuenta de que Damián era un superviviente, un corredor de fondo que saldría adelante, el día en que lo vio en la trinchera meando dentro de su cantimplora.

—¡No pienso morir de sed, me cago en la puta! —maldijo—. Me lo beberé cuando se enfríe.

Huérfano de madre desde los siete años, Damián no solo se había criado a sí mismo, sino que, ya de muy pequeño, se había ocupado del borracho de su padre.

Los que quedaban vivos de aquella carnicería, entristecidos por los compañeros muertos, caminaban hacia retaguardia entre los veteranos con los últimos vestigios de la infantería hechos trizas para siempre.

Unos y otros se arrastraban bajo un calor sofocante que quemaba incluso el aire de los pulmones.

Pese a la maldad de los hombres, los árboles proseguían su ciclo vital. En la Tierra Alta había empezado la temporada de la fruta y en las vides colgaban los negros racimos.

—¡Está madura, chicos! —gritó Damián a sus agotados compañeros.

Hambrientos, se lanzaron a devorar la fruta. La dieta de latas estaba dejando aquellos cuerpos en crecimiento sin vitaminas y malnutridos.

—¿Crees que ganarán ellos, Biel? —preguntó Damián agarrando un grano de uva tras otro—. No quiero que manden los fascistas.

—A estas alturas, amigo, yo lo único que deseo es que pongan punto final a esta matanza y nos dejen volver a casa.

—¡Pero fueron ellos quienes atacaron a la República!

—En los dos bandos hay gente inocente que mata y muere, Damián. Los del otro lado también vivían tranquilos con sus mujeres e hijos sin más lucha que trabajar para vivir. La mayoría no habían atacado nada ni a nadie.

—Pese a todo, no quiero que ganen los fascistas.

Biel asintió con la cabeza. Tampoco él lo deseaba.

Sin embargo, lo cierto era que, con la muerte mirándolo de hito en hito día tras día durante meses, había aprendido a valorar la vida.

Al contemplar a aquella leva de la quinta del biberón, le venía a la mente Arturo. Lo preocupaba imaginar que su amigo estaba luchando por alguno de aquellos parajes y que pudiera ser uno de los muertos que la luna velaba o bien un prisionero de los nacionales.

Sabía por supervivientes de la compañía que, unos kilómetros al norte del río Matarraña, habían muerto más de ochocientos hombres y casi un millar habían sido hechos prisioneros.

La ofensiva de Franco proseguía con toda su furia. En la sierra de Pàndols, defendida por los hombres de Líster, casi había sido exterminada toda la compañía. Antes de que los nuevos Stukas alemanes liberasen de sus vientres bombas de quinientos kilos para rematar la faena, obuses y granadas habían convertido aquellas cotas en un cementerio.

Desde la relativa calma de la retaguardia, donde el ruido de las bombas llegaba amortiguado, Biel rememoraba los días felices de su infancia a fin de no desfallecer. Se veía de nuevo a sí mismo jugando a pistoleros con Juan y Ágata.

Por entonces la muerte solo era un juego.