14
Biel contemplaba la fotografía donde Ágata sostenía a la pequeña Gloria. Su mujer se esforzaba en simular una sonrisa. Ambas posaban ante el retratista que él había contratado.
Habían sufrido el primer bombardeo de la ciudad en febrero del treinta y siete, y en marzo una «pava» italiana había dejado caer una bomba delante del Coliseum, en la Gran Vía.
En la primavera de ese año Biel había cumplido los veintiuno y una carta con matasellos oficial lo había convertido de pronto en recluta.
—¡Habla con Ramón, por favor! Él tiene contactos importantes —había suplicado Ágata—. Puede conseguirte un destino en retaguardia.
—¡Quítate esa idea de la cabeza! Ese hijo de puta solo se ayuda a sí mismo.
—Has estado al pie del cañón cada vez que te han llamado. Seguro que en el frente necesitan conductores para la intendencia.
—Estaré en las trincheras en cuestión de semanas, chata. Ahora ya formo parte de la caja de reclutamiento.
—¡No quiero que estés en primera línea, Biel! —Lo abrazó llorando—. Habla con Ramón. ¡Hazlo por la nena!
—Están reclutando a quintas mayores, Ágata. A los republicanos les falta tropa. Si algún día he de arrodillarme ante ese maldito perro, solo será para que ayude a mi padre o al tío Enrique.
—¿Por qué tendrían que ir a la guerra tu padre y tu tío? —preguntó sorprendida—. Ramón es cuatro años mayor que tú y no ha ido...
—Es un malnacido con suerte. A ese escuchimizado, que de pequeño sobrevivió al tifus, ahora lo salvará el asma. No puedo librarme, Ágata.
—Escóndete y no vayas, Biel. El corazón me dice que si te vas, no volveremos a vernos nunca. ¡Tengo mucho miedo!
Él la agarró con fuerza por los hombros y le tapó la boca con un beso. Aquel pensamiento de su mujer era el mismo que lo martirizaba día tras día desde que el Gobierno había militarizado a las milicias antifascistas.
También sabía que, cuando estuviera en el frente, el peligro no procedería únicamente del bando enemigo. Corría la voz de que los comunistas se cargaban a los libertarios. El conflicto entre anarquistas, partidarios de una revolución desde la base, y comunistas, que optaban por conquistar el poder político desde la cúspide, había culminado en Barcelona el 2 de mayo de aquel año con el asalto a la Telefónica, que estaba bajo control anarquista según el pacto de colectivizaciones.
A Biel, el alboroto lo había pillado cuando circulaba por delante del hotel Colón, en la plaza de Cataluña. Guardias de asalto de la Generalitat, afiliados del PSUC y extremistas del Estat Català se enfrentaban desde el exterior a los anarcosindicalistas, las Juventudes Libertarias y el POUM, que se encontraban dentro del edificio.
—¡Detente! —gritó Arturo, que iba con él en la camioneta—, nuestros camaradas nos necesitan.
En lugar de obedecer, Biel pisó el acelerador sin hacer caso de las maldiciones del chico.
—Si quieres hacerte el héroe, que sea cuando no vas conmigo, ¿está claro? —le soltó al detenerse en el cruce de Manso con ronda de San Pablo—. ¡Tienes quince años, joder, y no me perdonaría que te ocurriera algo!
—Eres un cobarde —le espetó el muchacho mientras se apeaba del vehículo y cerraba de un portazo.
Biel suspiró con paciencia y procedió a entrar a su vez en la sede libertaria.
Dentro de los Escolapios, todo el mundo estaba atento a la radio. El ministro cenetista García Oliver exhortaba a los afiliados:
«Camaradas, por la unidad antifascista, por la unidad proletaria, por los que han caído en la lucha, no hagáis caso de las provocaciones.»
—¡No entiendo tanta proclama conciliadora, cojones! —exclamó furioso y con rebeldía Arturo—. ¡Los malditos socios nos dan por saco y encima el comité nos pide calma!
—Mal que nos pese, camarada, los estalinistas son nuestros aliados —lo riñó Ramón, que escuchaba al ministro por el aparato en lugar privilegiado—. Y tú, niñato, aún tienes que tomar muchas sopas antes de hablar.
—Esos hijos de puta nos la están jugando, Ramón.
—¡Tenemos a treinta mil milicianos casi sin munición desperdigados por el frente de Aragón, joder! No me hagas perder la paciencia. Ahora lo que importa es que ganemos la guerra.
—Pues yo no entiendo que uno deba confiar la vida a un contrario —afirmó encarándose con él. En los últimos meses Arturo había dado un estirón y le sacaba dos cabezas al de la FAI—. Con tantas renuncias nos arrastraréis por el barro.
—La revolución social todavía está viva, Arturo —intervino Biel para aplacarlo. Temía que el otro tomase represalias contra su inexperto amigo—. Esa es la verdadera obra libertaria.
Ramón prorrumpió en sonoras carcajadas y después meneó la cabeza con gesto despectivo.
—No tienes remedio, camarada. Eres un ilustrado.
—Y tú, Ramón, deberías saber que sin la defensa de los ideales el fracaso está servido. Te lo he repetido más de una vez.
Al de la FAI se le mudó el semblante y con una mano agarró a Biel por la pechera de la camisa y tiró de él hacia sí.
—Aquí los pusilánimes y los predicadores estáis de más, compañero. Te lo avisé: cuidado con lo que dices.
—¿Lo estás amenazando? —lo retó Arturo.
En un arrebato de cólera, el de la FAI le apoyó la pistola en el vientre.
—Ándate con ojo, chaval. La próxima vez quizá me vea obligado a disparar.
—Salgamos de aquí, Arturo —ordenó Biel arrastrándolo del brazo.
El adolescente había palidecido. En un instante había percibido ante sí dos caras de la misma revolución. Hacía tan solo unos minutos, habría seguido con los ojos cerrados a cualquiera de aquellos dos hombres. Ahora se veía obligado a marcharse, abatido, muy consciente de pronto de que sus días de cachorro habían terminado.
Transcurridos cuatro días desde la ocupación del edificio de Portal del Ángel, el Gobierno de la Generalitat había dimitido y los jefes anarcosindicalistas proponían a sus afiliados el abandono de las barricadas.
La revolución republicana-estalinista había triunfado en el Parlamento catalán y en julio se daba la orden de reprimir a los anarquistas.
Biel empezó a temer por su vida el día en que en el cementerio de Cerdañola aparecieron, muertos y desfigurados, los doce libertarios desaparecidos en San Andrés. También detenían al líder del POUM, Andreu Nin, y se clausuraban casi todos los comités de defensa de los barrios. Las siglas CNT-FAI habían desaparecido de la puerta de los Escolapios.
Los comunistas empezaban a sujetar la vara de mando. Negrín sustituía a Largo Caballero al tiempo que la leva de Biel finalizaba su instrucción para ser enviada a las trincheras.
Mientras el tren entraba en el Tarragonés, Biel pensó en Juan García. Se alegraba de que hubieran hecho las paces.
Había sido precisamente el mismo día en que se tomó aquella fotografía. Biel acompañaba a Ágata y a la pequeña a casa cuando, en la puerta del mercado que daba a la calle Tamarit, el mismo patio donde los tres y Arturo habían compartido tantas tardes de infancia, lo vio apoyado en unas cajas apiladas.
—¿Quieres fumar, libertario? —ofreció el carnicero tendiéndole el cigarrillo cuando pasó por su lado.
Biel llevaba en brazos a la niña y se la pasó a Ágata.
—Esperadme en casa. Enseguida voy.
Ella dirigió una sonrisa a Juan García. Desde que había elegido a Biel, toda relación entre ellos se limitaba a un saludo rápido de mera cortesía.
—Los anarquistas no tenéis nada que hacer, Biel —sentenció Juan cuando se quedaron solos, mientras le daba fuego—. Estáis acabados. La gente sigue al más fuerte.
—Nosotros lo somos —afirmó él con contundencia—. Cataluña estaría en manos fascistas desde hace un año de no ser por los libertarios.
—Una victoria no hace ganar la guerra. Os arrancarán el pellejo vuestros propios socios.
—Nunca te ha preocupado la política, Juan. ¿Por qué me has hecho pararme? Si quieres hablar de tu hermano, que sepas que me tiene muy preocupado.
—Arturo es muy impulsivo, pero la guerra no durará tanto como para que lo llamen a filas. Entretanto, crecerá y tal vez siente la cabeza. —Jugueteó con la ceniza del cigarrillo antes de proseguir—: He recibido la carta conforme he de presentarme en la caja de reclutamiento en una semana. No quiero ir al frente, Biel.
—¿Y crees que sobornando a Ramón conseguirás algo? —Había observado cómo a diario el de la FAI se alejaba del puesto con un paquete bajo el brazo—. Desconfía de él, Juan.
—Todos pasamos apuros y sobrevivimos como podemos —replicó Juan, disimulando que la observación lo había ofendido—. Mi mostrador se parece más al de una tripería que a la carnicería de otros tiempos. Necesito un destino en retaguardia, Biel. Esta guerra no va conmigo. No quiero matar, ni morir.
—No eres el único que trata de alejarse de ella, amigo... Tengo tanto miedo como tú.
—Gracias por decirlo. Tus palabras me hacen sentir menos cobarde.
—Me voy al frente de Aragón pasado mañana, Juan.
—¡Lo sé! Tu suegra se lo ha dicho a mi madre. Por eso quería despedirme de ti.
Entonces se abrazaron. Pese a que los años no le habían hecho olvidar ni la traición de Biel ni el rechazo de Ágata, Juan echaba de menos lo que aquellos dos habían significado para él en el pasado.
Al cabo de dos días, Biel marchaba a las tierras en donde Durruti había dado paso a otro héroe, el comunista Líster.
Mientras recordaba la conversación que había mantenido con su amigo, Biel pensó cómo él mismo había callado que su temor se mezclaba al mismo tiempo con el alivio de salir de la ciudad.
La espera se le había hecho más ardua que la partida en sí. Ya no quedaba nada por decidir: todo dependía del azar. En el fondo, aquella guerra lo liberaba de todos los sentimientos de culpa acumulados, como el de haber superado la muerte de su gemelo, Vicente.
Ahora también él tenía una cita con la muerte. Si sobrevivía, sentiría que había saldado su deuda.
Los campos desfilaban al otro lado de la ventanilla. Acababan de entrar en tierras de la Ribera del Ebro. En un santiamén estarían en Mora.
Biel dedicó un último pensamiento a Ágata y a su hija. Antes de salir de la habitación, había contemplado con ternura a su pequeña, que dormía en su camita.
Al darse la vuelta para irse, encontró a Ágata a su espalda. Cogió su rostro entre las manos y, mirándose en aquellos dulces ojos, lamentó el tiempo perdido lejos de su lado.
—En la mochila tienes el plato, cubiertos y la cantimplora —dijo ella.
—Acércate, amor mío, ahora no es eso lo más importante.
—También he ahorrado estas cien pesetas para ti.
—Quédatelas. Los billetes emitidos por el Ayuntamiento no sirven fuera de Barcelona. El Gobierno me pagará diez pesetas diarias. Te haré llegar el dinero.
La llevó a la cama y se amaron con el mismo deseo de los primeros meses.
—Cuando vuelva, todo será diferente, cielo mío. Te prometo que no me dejaré matar. Nuestra vida continuará más allá de esta maldita guerra.
Se soltó de ella con suavidad y acto seguido cogió el retrato. Antes de guardárselo en la cartera, escribió al dorso:
Ágata y Gloria. Diciembre de 1937.
En el momento en que el tren se detenía, solo deseaba volver a verlas. Habría querido ser creyente para rogar a Dios que lo protegiese.
Lo que le había dicho Juan lo sentía en lo más hondo del alma. Tenía miedo y no quería matar a nadie. Tal vez ahora su enemigo también se estaba levantando de la cama y contemplaba, como había hecho él, a una hija dormida sin saber si alguna vez volvería a verla. Quién sabía si en el otro lado no habría un pobre hombre que, al igual que él, iba a la guerra contra su voluntad.
Con las primeras acometidas de los insurrectos, en el treinta y seis, habían caído en poder de los nacionales Galicia, Castilla, Aragón, León, Navarra y Andalucía. En septiembre de ese mismo año, los nacionales habían conseguido Irún, San Sebastián y Oviedo.
Con dichas pérdidas, el ejército republicano había quedado rodeado.
Catalanes, levantinos, asturianos, vascos y madrileños, aunque resistían, empezaban a sumar derrotas.
Biel todavía se esforzaba por creer que era soldado de un ejército que llevaba las de ganar.
En junio del treinta y siete habían perdido Bilbao, en agosto caía Santander y en octubre Gijón. Conseguido el norte, los rebeldes quedaban libres para destinar todas sus fuerzas a la capital y a Levante.
Durante el viaje hacia el frente, aquel frío enero del treinta y ocho, Biel no había querido participar en las conversaciones de los demás soldados. Entre los libertarios corría la voz de que en las trincheras los comunistas habían empezado la caza de anarquistas. Si no se mostraba prudente a la hora de hablar, su vida correría peligro en su propio bando.
De vez en cuando cerraba los ojos y retenía como un tesoro la imagen de Ágata en la estación, que, aferrada a su cuello, le decía «te quiero» con los ojos anegados en lágrimas, mientras su suegro sostenía en brazos a la nieta.
Su suegra se había quedado en casa, y él lo había agradecido.
Mientras Madrid, donde resonaba el grito de «¡No pasarán!», seguía siendo bombardeada, hacía dos meses que el Gobierno republicano tenía su sede instalada en Barcelona. Había llegado allí huyendo de Valencia, adonde un año atrás se había trasladado desde la capital con las obras del Museo del Prado para salvaguardarlas de las bombas, junto con el oro de las arcas públicas a fin de sufragar la guerra.
Había empezado el principio del fin.