20
Alicia miró por la ventana el cielo, que, en consonancia con su ánimo, presentaba un color blanco apagado. El día anterior había vuelto de la comida familiar malhumorada, y había salido de allí dando un portazo. Se sentía doblemente enfadada consigo misma por haber estropeado un ágape donde se daba por sentado que solo podía reinar la paz y la armonía.
Estaba harta, hasta las narices, de que todos siguieran preguntándole con cara de pena: «¿Estás bien?», como si fuera una enferma.
De acuerdo, su pareja la había dejado y era la primera Navidad en tres años que pasaba sin él, pero tampoco se había convertido en una solterona sin remedio.
Justo unos días antes de Navidad, Alicia había destinado la mañana a comprar los regalos para la familia. En primer lugar había ido a una librería de la calle Pau Claris, a comprar una novela policíaca de Andreu Martín para su cuñado. Tras curiosear títulos en las estanterías, se decidió por Bellísimas personas.
Después de pagarla, Alicia subió al restaurante de la librería a comer. Iba ya por el postre, cuando el bocado de tarta de limón que estaba a punto de degustar se le atragantó.
Ante ella tenía a Javier con un plato del bufé en la mano.
—¿Puedo sentarme? —preguntó mientras tomaba asiento sin esperar respuesta.
—¡Ya lo has hecho! Y no te he dado permiso —protestó ella, sin ocultar su incomodidad por la situación—. Si te esperas, dentro de nada tendrás la mesa para ti solo.
—Hagamos las paces, Alis.
—No recuerdo haber empezado nunca ninguna guerra contigo.
—Por favor, Alis. Cerremos 2005 siendo amigos.
—No me apetece encajarte de nuevo en mi vida, Javier.
—Reconozco que actué mal —admitió con la cabeza gacha—, pero necesito explicarte mis motivos.
—¡No hace ninguna falta! A todos les quedó claro que me dejaste tirada.
—Nos vendrá bien a los dos empezar el año sin cuentas pendientes, Alicia... Nuestra historia quedó sin cerrar.
—Eso es cosa tuya. ¡No quiero saber nada de ti!
—Caminábamos desacompasados, Alis —prosiguió él mientras jugueteaba con el borde del vaso vacío que tenía sobre la mesa—. De repente me di cuenta de que esa manera tan romántica que tienes de enfocarlo todo no iba conmigo. No teníamos futuro.
—¡No jodas! Llevábamos tres años viviendo juntos. —Hizo un esfuerzo por no gritar y dar un espectáculo allí mismo—. Podías haberme ahorrado todo el ridículo montaje de la boda.
—Tienes razón, pero aún habría sido peor seguir adelante. Nos habríamos amargado la vida el uno al otro. Además, hace cinco meses estaba hecho un lío de cojones. No doy pie con bola, ¿sabes? Es como si no acabara de encontrar mi lugar en el mundo. Te echo de menos más de lo que imaginas, Alis, aunque te haya hecho daño. Ojalá pudiéramos seguir siendo amigos. No quiero perderte del todo.
Ella lo miró fijamente a los ojos y se esforzó por mantener la calma antes de decir:
—No eres mi amigo, Javier. Por tu culpa he llorado como nunca en mi vida, he pasado vergüenza, he maldecido..., pero ya empiezo a estar bien. También yo quiero empezar 2006 sin rencores. Que tengas suerte.
Dicho lo cual, dejó en el plato el trozo de tarta que quedaba y se levantó para irse. Él hizo un gesto dando a entender que se daba por vencido.
Al mirarlo, Alicia sintió lástima por aquel cínico que vestía como un escaparate de ropa cara y presumía de cuerpo de gimnasio. Por primera vez, dio gracias a la vida por haberle hecho el favor de apartar a aquel hombre de su camino.
Se aguantó las ganas de contarle que, justo dos meses después, habían tropezado en Madrid, aunque él no se había dado cuenta. Mientras esperaba en el vestíbulo del hotel a que su hermana, Juana, volviera con las entradas de teatro que había olvidado en la habitación, lo había visto bien acompañado de una chica, mucho más joven que él, embutida en un traje de noche de terciopelo negro.
También se ahorraría confesarle cómo habría preferido fundirse antes de que él la descubriera allí, completamente sola. Y que por suerte, antes de que la feliz parejita estuviera a punto de pasar por delante de ella, un septuagenario vestido con elegancia los había parado a metro y medio escaso de ella.
Alicia ya había salido de la librería y se dirigía al metro. Caminaba enfurecida y cruzó los semáforos de la Gran Vía sin mirar. El conductor de un coche tocó el claxon con enfado y ella lo envió a hacer puñetas, como si el pobre hombre tuviera la culpa de que, un día en Madrid, aquel cínico que la había plantado ante el altar llevase cogida de la cintura a una rubia de cabello kilométrico con aspecto de nórdica.
Entró en el metro igual de rabiosa. «¿Cómo se ha atrevido a decir que quería ser mi amigo?», estuvo a punto de gritar mientras validaba el billete.
A dos días de despedir 2005, Alicia decía adiós al piso de Pueblo Nuevo donde había vivido los últimos tres años. Antes de salir, recorrió otra vez las habitaciones vacías. Se dijo que pronto otras personas reirían, llorarían, serían afortunadas o desdichadas entre aquellas mismas paredes. Se daba cuenta de cuán efímeros eran los días, los lugares e incluso las personas a lo largo de la trayectoria vital de un ser humano.
Se rindió a la evidencia de todo el color que faltaba en su vida y se prometió a sí misma que 2006 sería un año de cambios. Empezaría por seguir el consejo de su padre y aparcar el reportaje de los exiliados.
Su propósito de mudarse a otro sitio se cumpliría esa misma noche. La hermana de su cuñado, Paula, le había hecho a principios de noviembre un ofrecimiento irresistible.
Apreciaba a aquella mujer. Al acabar el bachillerato, la había animado a que siguiera con la fotografía y se olvidara de hacer ningún estudio académico solo por tener una licenciatura. Ella misma era una artista que había abandonado muchos años atrás la seguridad de una plaza fija como profesora de instituto para dedicarse únicamente a la pintura.
Con Paula siempre se había sentido bien. Era casi imposible no quedar atrapada en su mirada de un azul intenso, perfilada por el eyeliner negro que le bordeaba los párpados. A sus cuarenta y siete años seguía enfundándose los vaqueros ceñidos, las camisas holgadas y un sombrero de detective de película antigua. Nunca había abandonado el estilo bohemio de su juventud.
Un día de principios de noviembre, Paula invitó a Alicia a su casa.
«Tengo una propuesta que hacerte», le había dicho por teléfono. Y ella no dudó en ir sin aplazamiento alguno, porque viniendo de Paula solo podía ser algo interesante.
Su piso, además, era para ella un lugar lleno de recuerdos inspiradores. Cuando aún vivía en casa de sus padres, aquel piso del paseo de Colón había sido su oasis. Allí había fumado de adolescente los primeros canutos, y también había hecho el amor por primera vez con un chuleta del instituto con el que no duró ni un trimestre.
Por su parte, Paula nunca había ocultado que, de las dos cuñadas de su hermano, ella prefería Alicia a Juana. Siempre le dejaba las llaves cuando se iba fuera con la excusa de que cuidara de su gata, Ruperta.
Aquella tarde de noviembre, cuando Alicia entró en casa de Paula, la luz del sol invadía casi todo el espacio pese a ser otoño.
—¿Cuándo expones? —le preguntó Alicia, suponiendo que la había llamado para hacerle un encargo.
Siempre le hacía las fotografías de sus cuadros para los catálogos de las galerías.
—Tal vez a finales de la primavera o en verano... Aún tengo que decidirlo.
—Entonces..., ¿todavía no tienes todas las piezas?
—¡Ah! Ya veo por dónde vas... No es por eso por lo que te he hecho venir, Alis. Lourdes me dijo que estabas buscando piso.
—Así es. El recuerdo de Javier me asalta apenas meter la llave en la cerradura. Y no tengo ganas de perder más tiempo intentando superarlo. ¿Sabes de algún piso, Paula?
—¡Ya lo creo! Si quieres te alquilo el mío a precio de amiga. Por eso te he hecho venir. Dentro de unos días me trasladaré a Cadaqués a vivir con mi compañera.
Alicia se quedó sin habla. No podía imaginar una oferta más tentadora que vivir en aquel loft esquinero frente al Moll de la Fusta.
Pese a que había aceptado sin dudar y tenía el piso a su disposición, por motivos de trabajo Alicia no había conseguido materializar el traslado hasta dos días antes de acabar el año.
Con ocasión de las fiestas le había surgido mucho trabajo con los retratos de recién nacidos convertidos en Papá Noel en postales navideñas para regalar a los abuelos.
A punto de despedir el año 2005, las cajas de la mudanza con sus cosas estaban desparramadas por todas partes, invadiendo su nuevo espacio.
Julien la había llamado para decirle que celebraría la Nochevieja en Barcelona y la invitaba a pasarla con él en casa de unos amigos.
Al llegar al piso del paseo de Colón, el ambiente era frío. Había olvidado poner la calefacción y tardaría en caldearse. Acurrucada en el sofá, tapada como una esquimal, encendió el televisor para sentirse acompañada.
Durmió de un tirón toda la noche y se levantó a media mañana. Entonces, pensó que era un buen momento para hacerse un regalo a sí misma.
Horas más tarde, mientras flotaba entre la fragancia de las velas con aroma a sueño y el sonido monótono de la cascada que se deslizaba por la pared del spa, pensó en Julien y se dio cuenta de cuánto deseaba comerse las uvas con él.