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El primer domingo de agosto, la cita se había fijado en las escalinatas del Sacré Coeur. Aquel encuentro con Julien había puesto un toque de color en los pensamientos de Alicia, que hacía casi mes y medio que naufragaba entre patéticos recuerdos.
Por otra parte, no podía permitirse bajar la guardia. No estaba dispuesta a que la hiriesen de nuevo, y se colmaba a sí misma de consejos como antídoto para no enamorarse demasiado pronto. Como le había advertido la abuela Ágata: «Ten cuidado, Alis, que un corazón lastimado busca remedio con ansia y va un poco enloquecido.»
Para calmar los nervios de la primera cita, Alicia propuso que se hicieran una foto los dos ante la monumental iglesia blanca.
Pidió a un turista que se la hiciese, el cual miró del derecho y del revés la cámara réflex profesional que ella le tendía.
Un instante antes de que apretara el disparador, a Julien le sonó el móvil. «Merde!», exclamó al sacarlo, y se puso a hablar sin dar más explicaciones.
Mientras el turista sujetaba la cámara como un pasmarote, ella miró boquiabierta cómo el chico hablaba por el aparato gesticulando acaloradamente.
Ofendida, recuperó la cámara y se alejó sola al tiempo que decía:
—Esta situación ya la he vivido... ¡Adiós!
Él hizo un gesto con la mano para pedirle que se detuviera, pero continuó la conversación, cada vez más enfadado.
Tras vagar una hora por las tiendas de Montmartre y entretenerse mirando cuadros en la Place du Tertre, Alicia buscó, sin éxito, una mesa libre en tres restaurantes.
Estaba a punto de irse del tercero, cuando vio a Julien cómodamente sentado a una mesa. Le señalaba una silla libre frente a él.
Ella se quedó quieta. No las tenía todas consigo sobre si hacer caso a aquel lunático al que había conocido bajo los efectos del cannabis.
Entonces él se levantó para decirle:
—Disculpa mi actitud de antes, estaba discutiendo con un amigo. Pero te prometo que después de comer nos haremos todas las fotos que quieras. Yo invito...
—De acuerdo. Pero que conste que es porque tengo hambre y no hay ninguna otra mesa —aceptó con una sonrisa de tregua poco convincente.
Alicia miró los mejillones con patatas fritas que comía él y pidió al camarero lo mismo.
El móvil de Julien seguía vibrando, insistente, sobre el mantel, sin que él se atreviera a cogerlo.
Finalmente, se decidió a leer el mensaje, disculpándose por la interrupción, y después tecleó la respuesta con el ceño fruncido. Alicia volvía a tener ante ella al mismo Julien que le había gustado la noche en que se conocieron en la playa. El cabello liso y castaño, peinado hacia la izquierda, dejaba caer un mechón de flequillo sobre un ojo. Ahora se fijó en un nuevo detalle: en el mentón se le hundía un hoyuelo muy marcado.
—¡Basta! No volveré a contestar a ese chiflado hasta que acabemos de comer —decidió cerrando el aparato y haciendo alusión al amigo que lo importunaba—. Por cierto, ¿qué planes tienes en París?
—Estoy de paso... Voy camino de Normandía. Preparo un reportaje sobre los exiliados españoles del treinta y nueve. Mi abuelo materno murió en Francia durante la Segunda Guerra Mundial.
—¿Sabes dónde está enterrado?
—Por desgracia no. De hecho, mi viaje al último lugar donde se supone que luchó es simbólico.
—Yo también tengo un abuelo republicano, Baptiste. —Dejó el último mejillón en una fuente llena de valvas—. Vive en Verneuil-sur-Avre.
—Te estás quedando conmigo, ¿no?
—Es cierto. Fue uno de los españoles llegados a Francia a raíz de vuestra guerra del treinta y seis.
—¡Ostras! ¿Crees que podría entrevistarlo? —se entusiasmó ella ante la coincidencia.
—No te será muy útil... Habla poco de aquella época. Por otra parte, se quedó viudo hace tres meses y está muy afectado.
—Tal vez tu abuelo conozca a otros españoles... Tienes mi número de móvil. ¿Me llamarás si acepta? Estaré una semana por esa zona.
—No te hagas ilusiones. Por cierto, hablas muy bien el francés. Me he fijado cuando te dirigías al camarero.
—Lo aprendí en memoria de mi abuelo Biel.
—Yo hice lo mismo por mi abuelo español. Durante la adolescencia tuve muy mitificados los orígenes de Baptiste.
Acabada la comida, pasaron por la plaza de los pintores y por la iglesia. Antes de bajar las escalinatas hasta el parque, se hicieron la fotografía que se debían, delante de un tiovivo antiguo.
Haciendo caso omiso de la parada de metro de Anvers, siguieron paseando por el Boulevard de Clichy.
—¿El reportaje que haces es para algún periódico, Alis?
—Ojalá fuera un encargo... Tengo un estudio de fotografía. Mis clientes son sobre todo gente de la farándula y la pasarela. ¿Y tú?
—Hasta hace un año trabajaba como guía para una agencia, pero me aburría y decidí establecerme por mi cuenta. Ahora organizo viajes culturales a medida.
—¿Lo haces solo?
—Siempre que puedo... Si tengo mucho trabajo, contrato a amigos que me ayuden.
Habían seguido por Batignolles y, al doblar por la calle Rome, caminaron hasta la esquina con Copenhague.
—Hemos llegado, Julien —dijo Alicia ante el portal de un edificio señorial.
—¡Qué suerte ha tenido tu sobrina! —observó admirado.
Se habían hecho las seis de la tarde. Empezaba a refrescar después de que un sol tibio se ocultara tras el cielo grisáceo, que lo pintaba todo con matices mortecinos y sin sombras.
—Tengo que irme, Alis. He quedado con el amigo con el que antes discutía por el móvil.
—Me ha gustado comer contigo, Julien.
Él le dio los besos de cortesía a modo de respuesta antes de alejarse. Al llegar a la acera de enfrente, se volvió para decirle adiós.
Alicia habría deseado que le diera la dirección de su abuelo español para entrevistarlo, pero Julien ni siquiera había vuelto a mencionarlo.
«Me gustaría volver a verte», suspiró mientras marcaba el código de la puerta para abrir.
Una vez en el interior, cruzó el patio ajardinado al que daban los grandes ventanales de las viviendas. Caminó hasta la sencilla puerta de madera situada al fondo del jardín, destinada al servicio doméstico, y tras subir los cuatro rudimentarios escalones, abrió con su llave.
Antes de adentrarse en la escalera estrecha y empinada que serpenteaba sin ningún rellano, miró de reojo la puerta de su derecha. Detrás de los barrotes reinaba la oscuridad de la leñera.
Llegó jadeante al último piso, un sexto con un austero pasillo y puertas a ambos lados. Eran las habitaciones donde años atrás dormían las criadas. El apartamento que tenía realquilado su sobrina correspondía a la unión de tres de esos cuartos. Dos de las piezas se habían convertido en una que incluía cocina y sala. La tercera, en un pequeño cuadrante reconstruido en un rincón, correspondía al lavabo y la ducha. El váter, que seguía siendo común para los ocupantes de la planta, estaba en el pasillo. El dormitorio consistía en un sofá cama.
Al día siguiente Alicia se levantó tarde. Era la primera noche en mucho tiempo que dormía de un tirón.
Se había duchado, iba en albornoz y con el cabello envuelto en una toalla, y estaba a punto de desayunar. Encima de la mesa tenía desplegado un mapa de Francia. Marcados con rotulador rojo, las ciudades y pueblos que debía visitar.
Acababa de dar un sorbo de café y apenas empezaba a morder la tostada cuando le sonó el móvil.
—Mi abuelo te invita un par de días, Alis —la sorprendió Julien—. No le he contado nada de tu reportaje. Te presentaré como a una amiga de Barcelona que está visitando Normandía. ¿Puedes incluir Verneuil-sur-Avre en tu ruta?
—¡Por supuesto que sí! —exclamó entusiasmada mientras rodeaba con un trazo rojo el pueblo de la región del Eure—. ¿Saldremos juntos desde París?
—Imposible. Ahora mismo estoy ya en Caen acabando un trabajo. Pasado mañana podré estar disponible para ti. Dime tu hora de llegada y te esperaré en la estación del pueblo.