19
Alicia dio un sorbo de té y siguió leyendo cómo Franco había prometido a Francia e Inglaterra que se mantendría neutral. A ambos países les había complacido dicha postura, pero el Caudillo también había prometido a Italia y Alemania que recibirían de España toda la materia prima que necesitaran para su industria pesada.
Suspiró mientras cerraba el grueso volumen de historia. Acababa de decidir que la mejor opción para acabar aquel 2005 sería olvidar el pasado y mirar tan solo hacia delante.
Era el 25 de diciembre y se había hecho la hora de acudir a la comida familiar. No tardó ni diez minutos en salir del piso cargada de regalos.
Abrió la casa de sus padres con su llave y, apenas entrar en el recibidor, se encontró con el mismo escenario navideño de su infancia. Como todos los años, su madre había montado el belén. Las tiras de espumillón plateadas y doradas bordeaban el faldón de terciopelo negro que delimitaba aquel paisaje exótico. Como telón de fondo, un papel azul oscuro tachonado de estrellas simulaba el cielo de medianoche.
Al quitarse la bufanda, Alicia tiró la bandada de patos que nadaban por el río de papel de plata. Tras depositarlos de nuevo en su sitio, entró en la cocina a saludar a su madre y a Lourdes.
Su hermana mayor estaba agachada comprobando la cocción del asado.
—¿Sabes algo de Mireia y Juana? —le preguntó Gloria.
Dijo que no al tiempo que probaba la masa para los canelones del día siguiente y las dejaba para ir a saludar a los demás.
En el comedor, su cuñado, Julio, comentaba las noticias del periódico con su suegro. Entretanto, la abuela Ágata, sentada en el sillón orejero, hojeaba una revista del corazón.
Encima del mantel que solo se utilizaba en tan señaladas fechas esperaban ya los aperitivos.
Alicia cogió una aceituna.
—¿Cómo van tus indagaciones, cariño? —le preguntó su abuela.
—Me entristece leer sobre tanta guerra, yaya. Creo que lo dejaré correr.
—Te entiendo. Harás bien.
—¿En qué estás trabajando, Alis? —se interesó de repente su cuñado.
—En un reportaje fotográfico sobre los exiliados del treinta y nueve.
—Será interesante.
—Huy, no veas... —criticó su padre—. Déjate estar de desgracias, Alis, y dedica tu tiempo a cosas más productivas.
Ágata la animó a hacer caso del consejo paterno. Entre los recuerdos de aquella guerra subsistía para ella un fantasma que tenía nombre propio. Y no deseaba resucitar a Biel.
No se sentía orgullosa de cómo había resuelto aquel episodio de su vida, pero tranquilizaba su conciencia diciéndose que había hecho lo correcto.
Un alboroto de risas en el recibidor le indicó que su otra nieta y su bisnieta acababan de llegar.
De vuelta en su casa, Ágata contempló largo rato la fotografía de Biel que tenía encima de la cómoda, junto a la de su boda, y como casi cada noche de su vida, reflexionó sobre si hacía bien en llevarse su secreto a la tumba.
Se dijo que ella solita había trastocado su futuro en diciembre del treinta y ocho, al quedarse en Barcelona en lugar de cumplir la promesa que había hecho a su marido.
Dos semanas después de llegar del frente, a Biel lo habían reclamado de nuevo para conducir un camión con obras de arte de la Generalitat.
A fin de que se quedase tranquilo, le había prometido que se reuniría con él en Figueras y de allí pasarían juntos a Francia.
Sin embargo, el día en cuestión, en lugar de coger a la niña para dirigirse a donde las esperaba Arturo con el fin de agregarlas como pasajeras a un camión de la colectividad, se puso el abrigo y, antes de salir de la habitación, comprobó que la pequeña seguía dormida en su camita.
A punto de salir, había encontrado a su madre en la cocina con los ojos rojos de tanto llorar.
Su padre estaba con ella. Si bien procuraba mostrarse sereno, el gesto de preocupación visible en cada arruga de su frente lo traicionaba.
Ignacio y Petra no habían tenido un solo día de tranquilidad desde que sabían que su hija se proponía marcharse de España. Que ahora saliera sola y dejase a la niña con ellos les proporcionaba un ápice de esperanza.
—Cuida de la pequeña hasta que vuelva, madre. No tardaré, te lo prometo. Si suenan las sirenas, padre, no os quedéis en casa. Corred al refugio.
—¿Por qué nos haces sufrir? —gimió impotente su madre—. ¿Qué necesidad tienes de ir hasta Sants?
—Arturo no dejará que se vaya el camión de exiliados hasta que yo aparezca. Eso los pondría en peligro. Los franquistas están a punto de llegar. ¿Lo entiendes, madre?
Petra asintió con la cabeza. La mujer había envejecido mucho en los últimos meses. A sus sesenta y cuatro parecía que le hubiesen sumado diez de golpe.
El 27 y 28 de diciembre la aviación italiana había bombardeado el puerto y los alrededores de Santa María del Mar. El treinta y uno le había tocado al centro de la ciudad. La Rambla Cataluña, la plaza Universidad, Enrique Granados, Balmes... hacían llorar con parte de sus edificios convertidos en ruinas.
Las panzas de los aviones italianos habían dejado caer las bombas sin freno.
Mientras subía por la calle Rocafort, Ágata libraba en su interior otra batalla.
La noche anterior a que Biel se fuera con el camión de la Generalitat hacia el cuartel de San Fernando en Figueras, él había insistido hasta arrancarle el sí.
—La cosa va mal, chata. Debemos huir del país mientras aún estemos a tiempo.
—No conseguiré que mis padres me sigan, Biel. Se han hecho mayores y no puedo dejarlos solos.
—¡En estos momentos me traen sin cuidado tus padres! —exclamó con voz contenida para que no lo oyeran sus suegros, que dormían en la habitación contigua.
—¡Para ellos lo soy todo, Biel!
—Soy anarquista, joder, y esta mierda de guerra ya la tienen ganada los fascistas. ¿Quieres que me den el tiro de gracia?
Ella se negaba a dar la respuesta que su marido esperaba. Se limitaba a sollozar, ahogando el sonido de su llanto en la almohada para que no se la oyera. Biel encendió un cigarrillo. Al acabar de juguetear con las volutas de humo, le reprochó con voz firme:
—Si hubiéramos emigrado cuando yo quería, nos habríamos ahorrado esta maldita guerra.
Los dos estaban en la cama y ella le había dado la espalda para poner fin a la discusión.
—Ya no volveré a Barcelona, Ágata —prosiguió él mientras le recorría la columna con el dedo—. Pero puedes reunirte conmigo si quieres. He hablado con Arturo. Saldrá un camión del sindicato con gente que quiere exiliarse a Francia.
—Arturo solo tiene diecisiete años, Biel... Su madre jamás te perdonará que lo arrastres al exilio. Y su hermano tampoco.
—Tiene edad suficiente para que también se lo carguen. Juan está de acuerdo en que se marche, al menos hasta ver cómo van las cosas después.
Al otro lado del tabique empezó el murmullo de una discusión, que finalizó con la tos de Ignacio.
—¡Cuando Arturo te avise, coges a la niña y acudes! Es así de fácil, Ágata. Yo me sumaré al convoy en Figueras. Después, desde Francia embarcaremos hacia América. Aquí nada nos ata, y menos ahora.
Ágata no había querido insistir en el amor a sus padres y el miedo a salir de sus dominios, un mundo familiar y abarcable. El barrio donde había nacido y el mercado donde se había criado la retenían como hilos invisibles que se resistía a cortar.
Se volvió hacia él y lo miró fijamente a los ojos. Tras susurrarle un sí al oído, se amaron como dos furtivos que se disponen a separarse para siempre al amanecer.
Semanas después de aquello, Ágata se apresuraba de buena mañana hacia el barrio de Sants. Aunque había dejado a sus padres y a la pequeña en casa, aquellos últimos besos de Biel le partían el corazón.
Al verla llegar, Arturo le tendió la mano para que se apresurase a subir. El remolque estaba a rebosar de gente. Solo faltaban ellas dos.
—¿Y la niña? —preguntó el joven al ver que iba sola.
—No voy, Arturo —respondió ella desde el suelo—. No tengo corazón para abandonar a mis padres. Dale esta carta a Biel, por favor.
Entristecido, la cogió y se la guardó en el bolsillo. Después saltó del camión y se dieron un largo abrazo.
—Cuídame a Biel, amigo mío. Por favor, cuidaos los dos. Algún día, cuando las aguas se calmen, sé que volveremos a vernos.
Aquel 20 de enero de 1939, mientras el presidente Companys se dirigía por radio a los catalanes, exhortándolos a resistir, Ágata caminaba de vuelta a casa y no podía contener las lágrimas. La carta que había entregado a Arturo era la definitiva, tras haber roto otras muchas. Era muy consciente de que, con su decisión de quedarse en Barcelona, tal vez había dicho adiós para siempre a su marido.
Desde que el 14 de enero de 1939 había caído Tarragona, el avance hacia la ciudad condal se había acelerado. El día 23 los nacionales ocupaban Ordal; el 24 Franco ordenaba rodear la ciudad; el 25 cruzaban el Llobregat, y el 26 Barcelona caía sin ofrecer resistencia. Allí no quedaba sino una población hambrienta y exhausta, sometida por los cuarenta bombardeos que habían sufrido los cinco días anteriores y que ahora recibía a las tropas invasoras con el saludo fascista.
De pie ante la puerta de su casa, a las dos y media de la tarde, Ágata, acompañada de sus padres, contemplaba a las fuerzas militares que, procedentes de El Prat, ya habían recorrido la Gran Vía, la avenida Mistral y ahora desfilaban victoriosas muy cerca de su casa camino de la ronda de San Antonio para llegar a las Ramblas.
Con un pensamiento que le surgía del corazón, brazo en alto por fuerza, Ágata gritó en silencio:
«¡Adiós, querido Biel!»
En la acera de enfrente estaba Juan García con su madre, Felisa. Ambos asimismo con el brazo en alto. Él con el hueco de los dedos cortados por la metralla.
Se miraron y se comprendieron. Dentro de los dos vivían aún, como un antídoto para el olvido, los días felices de la infancia, cuando los juegos en el patio del mercado eran el pan de cada día.
Juan era un tendero sin amo que hasta entonces no se había afiliado a ningún sindicato. Ni siquiera había claudicado ante la insistencia de Ramón a fin de obtener un puesto de intendencia en la retaguardia, emboscándolo en la milicia. Ahora, eso lo libraba de tener que lavar un pasado político o sindical.
Cuando ella le había preguntado si también se exiliaría por haber luchado con la República, él le hizo la confidencia de que ni se le había pasado por la cabeza, y que si era necesario vestiría la camisa azul de falangista. Lo mejor que podía haberle sucedido, añadió, era que la explosión le reventara tres dedos de la mano. La pierna le había quedado recosida, llena de cicatrices, pero la había salvado y ni siquiera cojeaba. Su preocupación era su hermano, Arturo. Sabía que, si se quedaba en Barcelona, al muchacho le iba la vida en ello.
Lo que por entonces ignoraba Ágata era la promesa que Juan García había hecho a Biel al despedirse los dos.
—Si ella no consigue reunirse conmigo..., ¿me prometes que la cuidarás, amigo?
—Aunque no me lo pidieras, Biel, puedes estar seguro de que cuidaré de tu mujer y de la niña. A cambio te pido que cuides tú del pánfilo de Arturo. A ti te obedece. Te seguiría hasta el mismo infierno.
Ocho años más tarde, un viernes de abril de 1947, Ágata abrió el buzón antes de salir a la calle hacia el trabajo. Dentro había una carta de Biel. Con el corazón latiéndole desbocado, volvió escalera arriba para leerla en la intimidad de su habitación.
A medida que la leía se sentía morir. Biel le notificaba que había rehecho su vida con otra mujer y no tenía intención de volver jamás a España.
Aquel golpe bajo que solo le había contado a Juan no fue el único descalabro del año. La Navidad anterior ya había sido triste con la muerte de Felisa, la madre de su amigo. Sin embargo, ese verano, cuando parecía que la suerte empezaba a sonreírles un poco, Ágata se hundió.
—Tengo una noticia que darte, Ágata —le había dicho el carnicero, que la esperaba en el patio de Tamarit.
—¿Es grave, Juan? —se asustó.
—Al faltar mi madre, necesito a una mujer. Además..., quiero tener hijos.
—¿La conozco? —preguntó con voz estrangulada.
—Dudo que hayas viso nunca a Rosario. Vive en el barrio de La Ribera.
—¿La quieres?
—¿A qué viene que me preguntes eso? Me casaré con ella.
Ágata se había quedado clavada en el sitio, mientras retrocedía hasta el año 1928, cuando los tres tenían doce años. Recordó a Juan apuntando con una pistola de madera a Biel mientras le decía que había ganado. Era el día en que ella le había dado el beso que se jugaban como prenda.
Lamentaba haber tardado tanto en darse cuenta de que amaba a Juan, y la noticia de su compromiso la hería aún más que el abandono de Biel.
En el fondo, hacía tiempo que Ágata había empezado a enterrar a Biel en su corazón.
Llena de nostalgia, la anciana tendera devolvió a su sitio, encima de la cómoda, la fotografía del que había sido su marido tanto tiempo atrás, al tiempo que, una vez más, llegaba a la conclusión de que divulgar la verdad al cabo de cincuenta y ocho años solo podía servir para hacer daño.