28
Entre Kapsali, en el extremo sur de Citera donde estaban ellos, y el punto más septentrional, Platia Ammos, apenas había cuarenta kilómetros. Suficiente espacio para acoger a los casi cuatro mil habitantes que tenía la isla.
Los vientos habían convertido aquellas costas en acantilados rocosos con bahías profundas de aguas turquesa. Desde la colina que albergaba el castillo de Chora se divisaban al mismo tiempo tres mares: el Egeo, el Jónico y el de Creta.
La bahía donde residían los padres de Melina era un collar de casas blancas con puertas y ventanas azules que ribeteaban una playa de aguas transparentes.
Los suegros de Kostas habían ampliado la casa para convertirla en hotel. Toda la familia trabajaba allí. Por la mañana todos salían de sus habitaciones como si fuesen turistas.
Por su parte, el marido de Melina se desvivía en atenciones hacia Alicia para hacerle olvidar aquella breve discusión durante la cena en su casa de Atenas.
Tal como le había advertido Julien, cuando Kostas desplegó su encanto, ella no pudo hacer otra cosa que rendirse a aquel griego de rizado cabello negro carbón, que era todo un temperamento.
Igual que la mañana anterior, Alicia se había levantado temprano. Sentada en la terraza de su habitación con una manta sobre los hombros para protegerse de la virazón, esperaba a que el sol emergiera del mar y pintase de amarillos y anaranjados el espejo turquesa que se extendía ante ella.
Julien salió con los ojos soñolientos y se dejó caer en la otra tumbona.
—Hoy tendremos el día para nosotros solos, muchacha madrugadora. El hermano de Melina nos deja el coche. Quiero perderme contigo por una de esas calas tan paradisíacas que vimos ayer. ¿Qué te parece la de Likodimou?
«Será el lugar más perfecto y triste para poner fin a mi cuento de hadas», se dijo ella.
Hasta entonces, a Alicia le había resultado fácil abandonarse en aquel paraíso a manos del placer y someter la voluntad a los sentimientos, pero al día siguiente se iban de la isla y estaba convencida de que su idilio tenía las horas contadas.
Tendió la mano hacia la otra tumbona y él se la cogió. En ese momento el sol emergía del mar y Alicia se prometió que antes de que cayera la noche le contaría a Julien toda la verdad.
Cuando aquel mismo sol estaba a punto de ponerse frente a la playa solitaria de arena y guijarros, los dos amantes se hallaban dentro del agua.
—Sabes a ola, amor mío. Kythira será nuestra isla.
Alicia rodeaba con las piernas la cintura de Julien, al tiempo que su cuerpo flotaba más allá de sí misma y lo sentía a él excitado en su interior. En el horizonte, el sol se ponía a modo de telón de un drama que no había hecho sino empezar.
Mientras se secaban, ella le contó de un tirón el secreto que había guardado tanto tiempo.
Julien se quedó sentado en la toalla, con un semblante serio como Alicia no le había conocido hasta entonces. Se mantenía distante, con la mirada perdida en el suelo.
Finalmente, se levantó y, sin esperarla, caminó silencioso hacia donde habían aparcado el coche. Ella lo siguió, jadeando por el camino hasta llegar arriba, a la explanada del risco.
—Lamento habértelo ocultado hasta hoy, Julien —se disculpó al sentarse dentro del vehículo—. No sabía por dónde empezar... Yo misma me siento muy confusa ante esta coincidencia.
—Debo meditar sobre la situación para hacerme a la idea, Alis. —Había arrancado el motor y maniobraba con el volante para salir de allí—. Será mejor que, después de despedirnos mañana, no volvamos a vernos durante un tiempo.
—Pase lo que pase, Julien, me gusta que te hayas colado en mi vida.
—Desearía sentir lo mismo que tú, pero en este momento no sé qué decir.
«Yo no soy la responsable», se dijo ella.
Los padres de Melina habían preparado una fiesta de despedida esa noche y todos los parientes y vecinos estaban allí. A Alicia y Julien no les quedó otro remedio que disimular su tristeza.
La música de timbales, flautas y violines dio comienzo al tsámiko y los hombres empezaron a bailar. Alicia contempló cómo Melina miraba embelesada a su marido, que hacía cabriolas casi acrobáticas en un extremo de la hilera.
También ella habría deseado aquella felicidad próxima que parecía tan fácil y que, al mismo tiempo, sentía tan inalcanzable.
Acabada la danza, se apartó hacia la oscuridad en busca de calma. Se sentó en un banco de piedra, la playa estaba muy cerca. Había cerrado los ojos para evadirse de todo, cuando una voz a su lado la sacó de su silencio.
—Me gusta vivir en Atenas, pero mi corazón está en Kapsali. Siempre que vengo, subo a contemplar la isla desde las colinas.
Alicia se volvió a mirar a aquella mujer rubia de cutis blanco que no se permitía ni un ápice de estridencia en la voz.
—Querría ser como tú, Melina. Se te ve tan serena y feliz...
—¿Y tú no lo eres, Alis?
—Lo sería si el destino no me hiciera la puñeta y mi vida se deslizase sin tropiezos.
—Eso es imposible. Nadie tiene esa fluidez a la que aspiras. La vida es como el mar, amiga mía, olas que van y vienen con diversa intensidad.
Forzó una sonrisa y Melina le rodeó la cintura con el brazo. No le preguntó por qué estaba triste. Solo quería estar cerca de ella para hacerle más llevadera la soledad que, intuía, roía a su invitada.
Concluida la fiesta, después de medianoche, Julien tardó dos largas horas en volver a la habitación.
Ella no se había atrevido a ocupar la cama y estaba tendida en una tumbona en la terraza. La luna trazaba sobre el mar una franja plateada y rizada que separaba el agua en dos mitades.
Al no verla dentro, Julien salió a sentarse a su lado. Encendió un cigarrillo y se lo pasó. Después se encendió otro para él.
—¿Has leído en el periódico las tensiones que hay en el Líbano? —le preguntó Alicia para entablar una conversación alejada de su intimidad—. Dicen que se prepara una nueva guerra entre Israel y Hezbolá. Me entristece pensar en cuántas familias quedarán destrozadas.
—Se diría que la paz es un imposible entre los humanos.
Dicho lo cual, entre ellos se instaló un silencio hiriente. Incluso el sonido de su respiración luchaba por no descubrir las voces del corazón, obligadas a callar.
—Ven a dormir dentro, Alis. —La voz de Julien le sonó como un bálsamo—. Aquí fuera cogerás frío.
Lo había dicho desde el umbral de la puerta del balcón, y ella lo siguió.
Se desnudaron en la penumbra, cada cual en su lado de la cama para que los cuerpos, al quedarse desnudos, no dijesen lo que los corazones deseaban y callaban.
Dentro de la habitación, detrás de los balcones abiertos, la cortina ondeaba con indolencia.
—No somos enemigos, Alis, pero necesito tiempo para digerir tanta novedad. Tú hace muchos días que sabes lo que me has contado hoy.
—Entiendo que ahora me veas distinta, pero... para mí nada ha cambiado, Julien. Te quiero igual que ayer.
Alicia le dio un beso suave en los labios y se volvió de espaldas.
Él la abrazó por la cintura, como habían hecho todas las demás noches, y aspiró el perfume que se desprendía de su nuca a fin de conservarlo en la memoria el tiempo suficiente para no olvidarla.
Al cabo de unas horas, cuando el avión aceleraba por la pista de asfalto, Alicia rememoró cada rato de amor vivido aquellos días.
La isla se empequeñecía allá abajo y él había abierto un libro.
—¿Qué estás leyendo, Julien?
—Un viaje a Citerea, de Baudelaire. La Kythira que estamos dejando.
Contempló el perfil armonioso de aquella muchacha amada, que miraba por la ventanilla con una lágrima deslizándose por su mejilla.
Acto seguido, recitó en voz susurrante:
¡Isla de dulces secretos y de fiestas del corazón!
De la antigua Venus el soberbio fantasma,
más allá de tus mares flota como un aroma,
y colma los espíritus de amor y languidez.
Alicia escuchó los versos con los ojos cerrados.
Al abrirlos de nuevo, ya sobrevolaban las nubes.