16

Recostados en los ribazos de los bancales, los soldados leían preocupados las cartas que habían recibido de los suyos.

Si bien intuía que Ágata le ocultaba parte de la crudeza que sufrían en Barcelona, Biel la releía lentamente como si aquellas líneas encerrasen todo un mundo perdido. Aquellas cuartillas eran el único hilo que lo unía a la normalidad dejada atrás.

Por la carta anterior, de principios de abril, había sabido que su tío Vicente había muerto mientras conducía por la Gran Vía. Un camión de explosivos había sido alcanzado por la aviación y le había llegado la onda expansiva. Apenas enterrarlo, su viuda, la tía Adelina, huía aterrorizada a casa de una hermana masovera en el Ampurdán.

Al enterarse, Biel escribió a Ágata rogándole que abandonara la ciudad con la niña y sus padres y se refugiasen en El Prat, en casa de los suyos.

Abatido por la imposibilidad de obtener un permiso, el libertario había dejado de contar los días, como si el tiempo en el frente perteneciera a otra dimensión temporal que jamás le permitiría regresar al punto de partida.

Emilio miraba entristecido cómo los demás leían la correspondencia.

—Pincelito está alicaído porque no ha tenido carta —se burló Vidal. Tampoco él había recibido, pero no parecía afectarlo tanto—. Tu chatita se ha olvidado de ti.

—¡Deja de hacerte el gracioso de una puñetera vez, campesino ignorante! —le gritó el otro—. No sabes nada de mí. Espero carta de mi madre. Soy lo único que tiene.

—¿No tienes más familia?

—Mi padre murió de silicosis hace años y mis dos hermanos cayeron en el treinta y seis en Madrid.

—Discúlpame —le pidió Vidal, muy avergonzado por su comportamiento.

—Somos carne de cañón —balbuceó entristecido Emilio.

—No fue la República la que empezó la guerra, camarada —le recordó el maestro.

—¡Me trae sin cuidado quién gobierne, Antón! Estoy tirando mi vida a la basura. Quiero largarme de aquí.

—Todos queremos lo mismo, Emilio —lo tranquilizó Biel mientras se guardaba en el bolsillo la carta de Ágata—. Pero dudo que la cosa acabe pronto. Mi mujer me escribe que están reclutando a jóvenes de diecisiete años.

—Eso no puede ser... —se preocupó Curro, que sufría por el menor de sus hermanos—. ¡Aún no están en edad de quintar!

—Pues lo tenemos crudo —se lamentó Vidal—. Eso significa que los republicanos ya no tienen de quién echar mano.

Al ver que se acercaba el cabo guardaron silencio.

—Quiero un permiso, Marcelino —casi exigió Emilio—. Solo tres días. Veo a mi madre y vuelvo. Ahora esto está tranquilo.

—Ten paciencia, camarada —le respondió el otro, sorprendido por el tono—. Ya vendrán tiempos mejores.

—Que yo no veré...

—Deja de quejarte como una nenaza. ¡Parece que no te des cuenta de que estamos en guerra, cojones!

—¿Cuándo recibiremos las pagas que se nos deben, Marcelino? —le soltó temerario—. Desde que estoy en el frente solo he cobrado una vez y ya vamos hacia el sexto mes.

Todos se miraron sorprendidos de que el chico se atreviera a retar al cabo. A nadie se le escapaba que el comunista no sentía demasiada predilección por él.

—Camarada, defender las libertades cuesta mucho dinero —replicó el cabo palpándose la funda de la pistola, como solía hacer siempre que una pregunta lo incomodaba.

Cuando se alejó respiraron aliviados.

—Para ese malnacido todos somos purria —dijo Vidal escupiendo al suelo.

Biel fue a sentarse a la sombra de un olivo plantado casi en el ribazo del bancal y sacó la carta de Ágata a fin de leerla con tranquilidad por segunda vez.

Antes, cerró los ojos un rato para evocar la voz de su mujer e imaginar que era ella quien le hablaba al oído.

Querido Biel:

Llenaría la hoja con solo dos palabras: te quiero. Las repetiría una y otra vez con letra diminuta para que cupiesen miles, pero imagino que también quieres saber qué vida llevamos por Barcelona.

Estamos vivas y la casa todavía sigue en pie. Los aviones de Mussolini no cesan de bombardear. El ruido de las sirenas ya forma parte de nuestra vida cotidiana, y las carreras hacia los refugios se han convertido en lo más normal del mundo. Nunca como ahora me había pasado tantas horas mirando al cielo.

El dinero que me enviaste fue una bendición. Una parte sirvió para comprar unos zapatos a la nena. A los que llevaba les había recortado la puntera para que no le dolieran los dedos al crecer.

Tu padre insiste, tal como tú también me pediste, en que vayamos a El Prat con ellos, pero mi madre se niega a abandonar el piso y mi padre no quiere dejarla a ella. Como puedes imaginar, no tengo corazón para irme y dejarlos solos a los dos.

En Barcelona falta casi de todo y lo que queda tiene un precio desaforado. Cuando hervimos un hueso de ternera, lo guardamos para cocerlo por segunda vez.

Todo son colas. En el puesto vendemos lo que tu padre nos trae. Un poco de todo. Tal vez algún día vuelva a estar repleto de pollos, pero de momento hay más patatas y cebollas que huesos de ave.

No quiero que sufras por el dinero, aquí todos sobrevivimos como podemos. Tú ocúpate únicamente de regresar sano y salvo. No deseo ninguna otra cosa.

Gloria mira tu fotografía de soldado y dice «Papá». Duerme conmigo y así tu ausencia no me resulta tan dolorosa. Me gusta tenerla muy cerca. He prolongado la lactancia. Aunque mi leche sea ya de mala calidad, más vale eso que nada.

Tengo que comunicarte dos malas noticias. Querría ahorrártelas, pero creo que es importante que estés enterado.

Una es que nuestro amigo Juan ha vuelto a casa herido. La metralla se le ha llevado tres dedos de la mano derecha y tiene la pierna malherida. Confiemos en que la salve.

La otra tiene que ver con nuestro alocado Arturo. Tal vez ya sepas que los de la FAI se han integrado de nuevo en el Frente Popular. Pues bien, al insensato de nuestro amiguito le ha faltado tiempo para inscribirse como voluntario, para desesperación de su madre. De manera que hace cosa de un mes se marchó con las Juventudes Libertarias a hacer instrucción en un campamento de la provincia de Tarragona, pero, según dijo por carta a su familia, parece ser que de allí lo enviarán a Mora.

A decir verdad, Arturo tampoco se habría librado. Su reemplazo estaba al caer. Están llamando a los de la leva del 41. Solo tienen 17 años. Aquí los llaman «la quinta del biberón», por lo críos que parecen.

Te quiero, Biel. Me duele el corazón de tanta añoranza como siento por ti. Todos los días ruego por que vuelvas muy pronto a nuestro lado.

Por siempre tuya,

Ágata

Dos días más tarde, durante la calma de mediodía, mientras se espulgaban los piojos de la ropa empezaron a caer papeles del cielo.

Era julio y los nacionales habían intensificado la propaganda.

¡Miliciano! Está llegando la hora de nuestra victoria. Si sabes dar un paso a tiempo, vencerás con nosotros. Aún puedes reparar tu falta. Pásate a nuestras filas. Habrá perdón, pan y paz para ti y tu familia.

Biel la había leído en voz alta. Acto seguido estrujó el panfleto hasta convertirlo en una pelota arrugada y lo tiró.

Por su parte, Curro recogía los papelotes que le habían caído cerca y se guardó un fajo en el bolsillo.

—¡Qué haces, loco! —lo riñó Emilio—. Si te encuentran con eso encima, te fusilarán.

—Estoy harto de limpiarme el culo con piedras —se justificó él.

Todos prorrumpieron en carcajadas, salvo Vidal, que se mantuvo serio y con la vista clavada en la orilla derecha del Ebro, donde estaban acampados los fascistas.

Desde que en abril los nacionales habían llegado al puerto de Vinaroz, la zona republicana había quedado separada en dos partes. Franco había desplazado la ofensiva a las tierras de Lérida y planeaba dirigirse a Valencia.

El batallón de Biel seguía atrincherado en la ribera izquierda del río, gozando de relativa calma.

—Ahí viene el malnacido, Curro. Habrá visto cómo recogías propaganda. Lo distraeré mientras vas a vaciarte los bolsillos.

El otro tragó saliva.

—El sol os afecta a la chaveta, zopencos —los abroncó Vidal, que no ocultaba cuán harto estaba de aquellos dos—. Mejor quédate callado, Emilio.

—¡Salud, camaradas! —los saludó Marcelino con el puño cerrado a la altura de la sien.

—Corre el rumor de que Franco y Negrín están negociando el fin de la guerra, Marcelino. ¿Es verdad? —le preguntó Emilio, medio atemorizado.

—¡Me tenéis harto! —vociferó el cabo—. Victoria o muerte. Al que vuelva a hablar de armisticio le descerrajo un tiro. —Al ver que Curro se alejaba, le gritó—: Eh, ¿se puede saber adónde vas?

—Tengo las tripas revueltas y no puedo aguantarme.

—Entonces, ¡largo de aquí!

El cabo se palpó la pistola enfundada y siguió su camino.

Al día siguiente Vidal todavía daba vueltas a la propaganda de los rebeldes, calculando cómo dar el paso.

«Conozco el terreno. Puedo escabullirme, llegar a casa y esconderme allí hasta que acabe todo», se dijo.

Su corazón ni perdonaba ni olvidaba cómo le habían arrebatado dos años de su vida. Desde el día en que fusilaron a Pitus, se había jurado que no acabaría la guerra en el bando de los rojos.

Por unos instantes aceptó aquella opción como la única posible. Luego le entraron dudas. Si ganaban los republicanos sería juzgado por desertor y tendría que vivir escondido de por vida. Claro que si ganaban los rebeldes, también tendría que seguir oculto por rojo.

«Vencerán los fascistas», reflexionó muy convencido.

Unos pasos más allá, Curro y Emilio mataban el tiempo con el juego del puño.

Aquellos dos lo preocupaban. Podían suponer un obstáculo para sus planes. Lo seguían a todas partes como si fuera su padre, y le constaba que solo podía tener posibilidades de éxito en solitario.

Tampoco confiaba del todo en Biel. Aquel hombre huraño de pocas palabras lo desconcertaba. En aquel momento estaba limpiando el fusil, pero era obvio que su pensamiento se hallaba muy lejos de allí.

«Si me paso al enemigo, tendré que disparar contra ellos», se dijo Vidal mirando a sus tres compañeros.

—¡Te juro que he visto como una liebre asomaba la cabeza por aquel agujero de la orilla! —gritaba Curro a Emilio, que intentaba apartarle el fusil.

—Si disparas descubrirás a los fascistas dónde estamos.

—¡Ya lo saben, tarugo! Tengo hambre. Quiero comer carne.

—Acabaremos ramoneando arbustos como si fuéramos cabras —se quejó Vidal, con la vista clavada en el pueblo situado a un par de kilómetros—. Se me está quedando un cuerpo como el de Pincel.

Vidal era hombre de campo y conocía las hierbas, el tomillo y el hinojo que habían contribuido a enriquecer la dieta de alubias enlatadas. Había ayudado a sobrevivir al grupo tendiendo trampas con mucha maña.

Decidió que tenía que dejar de cuidarlos. Si seguía reforzando los lazos con aquellos hombres no se vería con ánimos de seguir con sus planes.

Al caer la tarde, pese a que el sol había quemado como fuego todo el día, Curro se había envuelto en la manta y, tendido en el suelo, se consumía con temblores de fiebre.

—¿Y ahora qué le pasa a este? —preguntó Marcelino, que venía acompañado de Antón.

—Hace dos horas que se encuentra mal. Le arde la frente —comentó Emilio, muy preocupado.

—¡Ya se le pasará!

—Podría ser paludismo, cabo —aclaró Antón—. Entre los internacionales ya se ha llevado a unos cuantos entre ayer y hoy. Es culpa del río.

—Que se lo lleven, pues. No es cuestión de que contagie a los demás —aceptó al tocarle la frente y comprobar que el extremeño no fingía para volver a casa—. Y a vosotros, por si acaso, ¡os prohíbo que bajéis al río!

Tres días después de que se llevaran a Curro, Emilio empezó a obsesionarse con que también él quería irse de allí como fuera. Sin su amigo parecía un alma en pena.

Solo rumiaba cómo herirse o caer enfermo para escapar de la situación. Tenía muy preocupado a Biel, que se mantenía pendiente de él.

También el libertario había acariciado más de una vez la idea de desertar. Solo lo detenía el hecho de que pondría en peligro a su padre. Irían a buscarlo y lo obligarían a ocupar su lugar, cumpliendo el decreto de Negrín y los comunistas.

Oscurecía cuando Emilio agarró el fusil fingiendo que quería limpiarlo.

—No hagas tonterías, Pincel —le pidió Biel buscando con la mirada la complicidad de Vidal—. Si descubren que te has herido tú solo, te fusilarán.

El otro camarada permaneció callado. Vidal había dejado de ser el hombre que hacía chistes de todo. Ahora se mostraba distante en todo momento. Casi ni participaba en las conversaciones.

En lugar de brindar apoyo a Biel, se apartó de ellos. El libertario lo siguió y se sentó a su lado.

—Me preocupa nuestro compañero, Vidal. Necesito que me ayudes o ese chico hará alguna tontería.

—¡No puedo ayudarte! —Marcando distancias, prosiguió—: Escúchame bien, miliciano, yo nunca he deseado ser soldado. Me trae sin cuidado quién gobierne en el país. Soy campesino y, mande quien mande, siempre me tocará trabajar de sol a sol.

—Te estoy hablando de ayudar a un amigo. Emilio te admira y hará lo que le mandes.

—No puedo pedirle que no haga lo que yo deseo hacer. ¡No pertenezco a esta guerra, maldita sea! Me obligaron a cambiar la azada por el fusil.

—Te entiendo. Pero ahora nos toca bailar a este son, mal que nos pese.

—Mis días de trabajo los gobernaba este río que tenemos delante —rememoró Vidal con una mirada nostálgica a las aguas que corrían—. Por cierto, Biel..., nunca te he preguntado cuál es tu oficio.

—En Barcelona trabajaba de asentador en el Borne, pero mis padres son campesinos. —Tras reflexionar unos instantes, añadió—: En el fondo, Vidal, tal vez soy más campesino de lo que creo. Tú amas el Ebro y yo el Llobregat.

Vidal sonrió mientras le tendía un cigarrillo de los suyos, delgados como palillos. Tras un silencio durante el cual ambos miraron al cielo para adivinar qué tiempo podía hacer al día siguiente, confesó:

—Me paso al enemigo, Biel. Esto ya no puede durar. Ya tienen conquistada casi toda España.

—No lo hagas, por favor —le rogó, sobresaltado por aquella confidencia—. Lo que pretendes hacer es muy peligroso, Vidal. Unos y otros tirarán a matar cuando te descubran.

—Llevo dos años esquivando la muerte. Tengo treinta y no quiero que mis hijos se hagan mayores con un padrastro al lado, ni que a mi mujer se la folle otro por las noches.

—Y... ¿cuándo tienes pensado hacerlo?

—Ahora. He esperado a que oscureciera —dijo forzando una sonrisa que no conseguía borrar el miedo de su mirada.

Vidal sacó la medalla de la Virgen de la Caridad que llevaba oculta bajo la cinturilla de los pantalones. Acto seguido la besó para que lo protegiera y luego se despidió de él con un apretón de manos.

—Si alguna vez volvemos a vernos, amigo, hablaremos de cosechas.

Dicho lo cual, y sin pérdida de tiempo, desapareció en dirección al lugar que le constaba que era el más adecuado para cruzar al campo enemigo.

No tardaron en sonar unos disparos.

Biel corrió a donde Marcelino y el comisario señalaban un cuerpo caído a pocos metros. El último aún llevaba desenfundada la pistola mientras el cabo volteaba el cuerpo del soldado sin vida con el pie.

Sintió que se quedaba sin respiración al ver muerto a Emilio. Durante la conversación, ninguno de los dos se había dado cuenta de que su compañero estaba escuchando a escondidas a su espalda, y había seguido al desertor para hacer lo mismo que él.

Después de cavar la tumba para enterrar el cuerpo de su amigo, tarea a la que lo había obligado el comisario, el anarquista se parapetó a solas en un trozo de trinchera, con la moral hecha trizas y esforzándose por poner en orden sus sentimientos.

Como si aquel agujero de setenta centímetros de hondo fuera también su tumba, aquel 20 de julio del treinta y ocho Biel contemplaba el cielo tachonado de estrellas que cubría la Ribera del Ebro.

Se inquietó al ver que Marcelino saltaba dentro y se le acercaba.

—Lo siento por tu amigo, camarada. Yo no podía hacer nada —se justificó el cabo al sentarse a su lado—. El cumplimiento del deber está por encima de los sentimientos.

—Emilio no era más que un hombre atemorizado.

—Soy responsable de los que se fugan. Vuestra deserción puede costarme la vida. Esta noche mi riesgo ha sido por partida doble.

—Una sola orden tuya lo habría hecho volver atrás, cabo.

—Esa gente no lucha por ningún ideal, camarada —dijo, aludiendo con desprecio a los que habían sido sus compañeros—. Tú y yo estamos hechos de otra pasta.

—¿A qué te refieres?

El anarquista tragó saliva ante la observación del comunista y el corazón empezó a latirle con fuerza.

—Tú no eres un apolítico. Te calé el primer día. Nosotros dos luchamos por lo mismo, ¿no es cierto, camarada?

Biel encendió un cigarrillo con lentitud. Se dijo que ya no podía traicionarse más a sí mismo. Al terminar de exhalar el humo, convencido de que aquellos podían ser sus últimos minutos en la tierra, respondió:

—Hace un par de años, cuando las barricadas en Barcelona, sabía por qué luchaba. Sin embargo, ahora... ¿puedes decirme tú por qué luchamos?

—Por nuestra Internacional, camarada. —En tono de arenga y con el puño en alto prosiguió—: Luchamos por nuestra libertad y por la de todos los parias de la tierra. Tú y yo estamos bajo la misma bandera roja, ¿o no?

Biel pensó en la libertad arrebatada a todos los soldados muertos que ahora se pudrían en los campos de batalla.

Tras otra profunda calada, se armó de valor y, sin dejar de mirar a los ojos al cabo comunista, entonó en voz baja la Internacional anarquista:

Arriba los pobres del mundo,

en pie los esclavos sin pan.

Alcémonos todos, que llega

la revolución social.

La anarquía ha de emanciparnos

de toda la explotación;

el comunismo libertario

será nuestra salvación.

El cabo se puso de pie y sacó la pistola. Sin dejar de observar el brillo iracundo en la mirada del comunista, que lo apuntaba a tan corta distancia, siguió cantando:

Color de sangre tiene el fuego,

color negro tiene el volcán.

Colores rojo y negro tiene

nuestra bandera triunfal.

Marcelino bajó el arma. Biel, que no había movido un dedo, sentía el corazón latiéndole desbocado en el pecho.

—Dejaré que la guerra decida tu suerte, libertario —le advirtió amenazador mientras enfundaba el Astra—. Entretanto, te vigilaré de cerca.

De un salto, el cabo salió de la trinchera y, antes de perderse en la oscuridad, lo previno:

—Te daré un último consejo, maldito anarquista. Si estuviera en tu lugar, no cantaría esa versión del himno. Alguien de por aquí podría arrancarte el pellejo.

Al quedarse solo, Biel respiró hondo.

Allí acuclillado, siguió contemplando aquel firmamento tan lejano, desde el que los dioses observaban impertérritos la matanza entre los hombres.

Por primera vez en todos aquellos meses, se sintió liberado del miedo.