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Alicia estaba en la biblioteca de la calle del Carmen buscando información sobre la retirada de los exiliados en el treinta y nueve, al tiempo que seguía dando vueltas a los tres días que había pasado en Francia con Julien y Baptiste.

Había detenido la lectura en una página ocupada casi por entero por una fotografía. Un gendarme francés ofrecía pan a una madre joven que, acuclillada con la mirada gacha y expresión de dolor, abrazaba a dos pequeños que apenas sumaban tres años. A su espalda, otras mujeres claramente agotadas descansaban sentadas sobre unos fardos en una calle de El Pertús, un pueblo mitad francés, mitad español al lado de La Junquera.

Tal vez ella no habría llegado a nacer si su abuela hubiera acompañado al exilio a su marido, se dijo.

Sin embargo, seguía sin encajar en su rompecabezas cómo había conseguido Baptiste aquella fotografía fechada en septiembre de 1939. Quienquiera que hubiese sacado la foto, se la había dado al tal Biel después de esa fecha.

El campo de Argelès había sido cerrado oficialmente el 30 de junio de ese año. Según había leído, en julio habían vuelto a abrirlo, con barracones de madera para albergar a las mujeres y los niños procedentes de otros lugares, previendo que Hitler invadiría Francia.

Si la fotografía había caído en la arena, como afirmaba Baptiste, aquel Biel habría muerto en ese segundo período.

«He de conseguir que el abuelo de Julien me dé más información», pensó mientras pasaba páginas y tomaba notas. La siguiente vez iría más preparada y con los deberes hechos.

Mientras, documento tras documento, se abría paso por los intríngulis del tiempo, toda ella era un vaivén constante de sentimientos encontrados. Julien le enviaba mensajes a diario, y si bien acariciaba la idea de volver a verlo, Javier seguía siendo el hombre al que odiaba y echaba de menos a partes iguales. Superarlo no le resultaba tan fácil como habría deseado.

A la una y media, al salir de la biblioteca, se encaminó hacia la ronda.

Había prometido a su abuela que comería con ella. Desde su regreso, hacía dos semanas, solo habían hablado por teléfono. No le había comentado gran cosa del viaje y supuso que sentiría curiosidad.

Ágata bastante tenía con conseguir pasar el día. El bastón le servía de poco y se movía por el piso con andador.

Hasta el momento había conseguido que su hija, Gloria, no la obligase a ir a vivir con ellos. Le dolía la soledad, pero no quería perder la independencia que le daba vivir en su propia casa. Utilizaba las macetas cargadas de flores bien cuidadas para demostrar a todos que seguía siendo la de siempre y que, si tenía la suficiente energía para llevar aquel jardín en la terraza, también podía ocuparse de sí misma.

Mientras pudiera, haría alarde de esa falsa fortaleza.

Por el momento había accedido a que su Gloria le llevase comida preparada. La guardaba en fiambreras en la nevera y la calentaba en el microondas. La hija le había puesto como condición para dejarla vivir sola que sustituyera la cocina de gas por una eléctrica para cuando quisiera prepararse algo.

Sumida en sus cavilaciones, Ágata oyó que se abría la puerta del piso y el tintineo del cascabel que Alicia llevaba en el llavero.

En aquel instante su abuela salía de la cocina hacia el comedor. En la plataforma de la parte delantera del andador llevaba la bandeja con los canelones.

—Te he echado de menos, cariño mío —dijo abrazándola y exigiendo besos.

Era la única de las tres nietas que la visitaba con asiduidad. Lourdes y Juana lo hacían muy de vez en cuando. Y su bisnieta, Mireia, se limitaba a acudir a las celebraciones.

Alicia comprobó que la asistenta le mantenía el piso bastante limpio. En el aparador no había ni una mota de polvo.

Encima del mueble estaban enmarcados todos los acontecimientos y efemérides de la familia: las comuniones de sus hermanas, la suya y la de su sobrina, la boda de sus padres y la de su hermana mayor.

Alicia se entretuvo en un retrato de su abuela rodeada de su familia, propia y adquirida, el día en que cumplió ochenta años. Sonrió al verse tan joven en la imagen. Por entonces acababa de cumplir los veintiuno y no había sufrido desengaños que no pudieran superarse con unos cuantos días de melancolía y llanto.

Ese mediodía se había propuesto hacer hablar a su abuela de los tiempos de la guerra, de cuando su marido se marchó para no volver, pese a ser consciente de que era un tema que Ágata siempre esquivaba, tal como había hecho el abuelo de Julien.

—Voy a buscar la caja donde guardas fotos antiguas, yaya.

—Olvídate de mirar retratos viejos y cuéntame novedades tuyas.

—He conocido a un hombre en Francia, Baptiste, que también se exilió cuando la guerra. Nunca ha vuelto a España.

—Allí se quedaron muchos. ¿Por qué te ha entrado de repente esa manía de saber?

—Me consumo de añoranza por Javier, yaya. Sé que no hago bien. Por eso busco algo que me mantenga la cabeza ocupada. El trabajo en el estudio no me basta. Allí, sola y enclaustrada, todavía pienso más en él. No acabo de entender por qué me ha dejado de manera tan repentina.

—¿Y para eso necesitas ir a revolver en aquellos tiempos de desgracias y penalidades?

—Tengo la esperanza de que el pasado me ayude a olvidar mi presente. —Acto seguido sonrió y le guiñó un ojo—. En casa de Juana conocí a un chico francés, ¿sabes? Es el nieto de ese republicano que te he dicho.

—¡Ahora entiendo por dónde va tu afición! ¿Y es guapo ese muchacho?

—¡No está nada mal!

Se habían terminado el postre y, mientras Alicia retiraba los platos de la mesa, Ágata se dirigió con el andador a sentarse en el sillón.

Después, Alicia fue hasta el armario de su abuela para sacar del fondo la caja llena de fotografías allí guardada. Sobre la mesa ahora vacía del comedor iba dejando todas aquellas donde salía Biel.

—¿Sabes, yaya? Tengo un abuelo que nunca ha envejecido. Cuando era pequeña, en el colegio nos pidieron que lleváramos fotografías de nuestros familiares para hacer un árbol genealógico. Todas mis compañeras tenían abuelos ya viejos. En cambio, yo enseñaba la fotografía de un hombre más joven que mi padre.

—Llévatelas a casa, Alis —le ordenó con aire de cansancio—. Eres la única a la que le interesan y que las mira. Ahora déjame descansar. Necesito echar una cabezada.

No se lo hizo repetir dos veces. Siempre que Alicia le había pedido que la dejara llevarse la caja de fotos a casa, su abuela se había negado diciendo que ya estaban bien donde estaban.

No se entretuvo demasiado en recoger sus cosas y despedirse haciéndole arrumacos.

Una vez a solas, Ágata intentó conciliar el sueño. Ella tantos años obligándose a olvidar y su nieta tan obsesionada en recordar.

Cuánta razón tenía su madre, Petra, cuando repetía que la vida es una noria que siempre gira sobre lo mismo. Lo que unos tiran, otros lo recogen.

Ella misma había vivido muchos años encallada en un amor sacrificado por fuerza un maldito enero del treinta y nueve, y ahora Alicia se obcecaba en reavivar aquellos tiempos.

«¿De qué me habrá servido convivir toda mi vida con esta mentira si, en las postrimerías de mi existencia, divulgo el secreto que he llevado enterrado en el fondo de mi corazón?», se dijo.

Hacía cincuenta y ocho años que había recibido las últimas noticias de Biel. En 1947, con matasellos de un pueblecito del norte de Francia, le llegó la estocada final a su matrimonio.

Comprendía el dolor que estaba sufriendo su nieta por culpa de Javier, y lo comprendía hasta un punto que Alicia no podía ni imaginar.

Completamente desvelada, Ágata recordó cuando era la hija de los dueños del puesto de aves de corral en el mercado de San Antonio.

Había conocido a Biel en 1928, cuando ambos tenían doce años. Aquel adolescente huraño, llegado de El Prat para ayudar en el puesto de verduras de unos tíos, le robó el corazón pese a la antipatía con que a menudo la trataba.

La mujer forzó media sonrisa llena de añoranza al recordar una lejana tarde de su infancia.

Era solo una niña y, en compañía de su madre, Petra, se dirigía a abrir el puesto. En una mano llevaba la rebanada de pan con mantequilla que iba merendando, y de la otra a Arturo, el hijo menor de los carniceros.

Al pasar por delante del puesto de verduras, su madre se detuvo a saludar a la dueña.

—¿Dónde tienes a tu ayudante, Adelina?

—Lo he dejado salir un rato. Hoy la venta va flojilla.

Al oírlo, Ágata y Arturo, seis años menor que ella, pidieron permiso para salir al patio que daba a la calle Tamarit.

Biel estaba sentado en el suelo, recostado contra la pared. Se entretenía en cerrar el paso con un palo a un caracol de viña.

—Quítate de delante —ordenó de mala gana refiriéndose solo a ella—. Me tapas el sol.

Bajó la vista de nuevo y observó que el caracol ya se había subido al palo. Con un rápido movimiento, lo aplastó con el pie.

—¿Por qué lo has matado? —lo riñó Ágata.

—Lo que haga con este baboso es cosa mía —dijo mientras removía con el palo la masa viscosa mezclada con trocitos de concha.

—Era un ejemplar grande —comentó Arturo.

—¡No me gustan los caracoles! —se justificó Biel.

De debajo de una hoja de col caída en el suelo salió otro tan grande como el anterior.

Los tres lo vieron al mismo tiempo. Ágata esbozó el gesto de ir a cogerlo, pero antes de que pudiera hacerlo, Biel lo aplastó con el pie.

—¡Burro! Casi me pisas. —Estaba a punto de llorar y le dio una patada en la pierna.

Él la miró de hito en hito frunciendo el ceño. Arturo seguía al lado de su amiga y, con cara de susto, miraba cómo a un paso de él se deslizaba un tercer caracol.

Esta vez Biel lo dejó pasar.

Antes de volver furiosa al puesto de sus padres, seguida de su amiguito, Ágata se vengó:

—¡Eres un mal bicho! Lo dice mi madre y tiene razón.

Entonces, sin dejar de mirarla, Biel aplastó el tercer caracol.

Arturo se soltó de la mano de Ágata y corrió a sentarse a su lado. Quería poner de manifiesto que no pensaba lo mismo que ella. El niño profesaba al muchacho de El Prat una mezcla de temor y admiración.

—¿Dónde está tu hermano? —le preguntó Biel mientras le sacudía de la naricilla una brizna de la naranja que estaba comiendo.

—Juan hoy está castigado. —El pequeño chupaba el zumo y el líquido le resbalaba de la mano hasta el codo—. Ha fallado todas las multiplicaciones en el colegio.

Encima de la cómoda estaba la fotografía de boda, que aún le recordaba a Ágata que un día había estado casada.

«Tal vez aún siga vivo», pensó. Su Biel había quedado detenido en el tiempo. Más que como a un marido, le gustaba recordarlo como a aquel chiquillo que un día, pistola de madera en mano, se jugó con Juan García un beso suyo en la mejilla.

Al lado de la foto de boda había otra más pequeña en un marco de estaño grabado, una manualidad que le había hecho Gloria para el día de la madre cuando iba a las monjas. Desde el portarretrato, Biel, con gorra de golfillo, la miraba con chulería apoyado en la camioneta de su tío. Mostraba aquella sonrisa tan difícil de mantener pero que, cuando la sacaba, le iluminaba la mirada.

Ágata se entristeció al pensar que todo su pasado con Juan y Biel eran ya cenizas.

La tarde anterior a que Biel aplastase todos los caracoles que se le ponían por delante, los tres se habían peleado.

—Quiero hacer de pistolera —había exigido ella.

—No puedes. ¡Eres una niña! —sentenció Biel antes de repartir los papeles—. Hoy tú serás del Sindicato Libre, Juan, y yo del Sindicato Único.

Nueve años atrás, la huelga de la compañía eléctrica La Canadiense había provocado el encarcelamiento de tres mil trabajadores.

Para acabar con los anarcosindicalistas, la patronal había nutrido su Sindicato Libre con pistoleros a sueldo y los otros plantaron cara con el Sindicato Único. Desde entonces, toda negociación iba precedida de tiroteos y ajustes de cuentas.

La chiquillería había incorporado a sus juegos la lucha entre los dos sindicatos.

Ágata seguía allí plantada sin dar su brazo a torcer.

—Si solo puedo mirar cómo jugáis vosotros, me voy —amenazó la niña, muy enfurruñada.

—¿Qué te parece si eres la florista del quiosco? —concedió Biel—. Morirás abatida entre el fuego cruzado.

—¡Yo no quiero morirme!

—Entonces te heriremos —negoció Juan—. Serás la novia del que gane y tendrás que darle un beso.

Biel estuvo de acuerdo.

—Ya te gustaría, ¿eh, Biel? —se vengó ella, burlona.

Humillado, el chico la miró con odio.

—También podrías hacer de enfermera para curarnos y sacarnos las balas —intervino de nuevo Juan, conciliador.

—¡Idos a freír espárragos los dos, borricos!

Cogido de su mano, Arturo los miraba con atención. Ser el pequeño le quitaba el derecho a decir nada.

Inmersa en los recuerdos que habían sido el escenario de sus juegos infantiles, la vieja Ágata se levantó para acercarse al balcón desde donde toda la vida había contemplado el mercado. También aquella lejana tarde de setenta y siete años atrás, cuando concluyó su papel de florista en el juego.

Pese a su enfado, se había sentado en la caja de madera vuelta del revés, fingiendo que las hojas estropeadas de acelga y alcachofa eran flores.

En el fondo deseaba que ganase Biel. Al fin y al cabo, Juan y ella habían crecido juntos y siempre que le apetecía le daba un beso en la mejilla sin que hubiera nada del otro mundo en ello.

Sin embargo, aquella tarde de 1928 las cosas no salieron como era de esperar. El paso de un gato enloquecido hizo caer de espaldas a Biel, y el hijo del carnicero aprovechó para apoyarle el revólver de madera en la frente.

—¡No vale! —exclamó Biel levantándose de un brinco—. Has hecho trampa.

—¡Muere, cobarde! —gritó Juan García, al que no le apetecía nada perder—. Soy un pistolero del Libre y te he vencido.