7

Al terminar de calzarse los zapatos, Tomás se acercó a la ventana para ver el tiempo. Eran las dos y media de la madrugada. Rodeaba la luna una aureola de niebla y el cielo brumoso amenazaba lluvia. Pensó con inquietud que hasta llegar al mercado del Borne los esperaban tres horas de camino.

Desde el balcón vio como su hermano, Enrique, se dirigía a la cuadra. El carro ya estaba preparado desde el día anterior. Solo faltaba enganchar a la mula.

Tomás entornó uno de los postigos y, guiándose por la escasa luz de luna que se colaba, cogió la camisa del respaldo de la silla. Mientras se la abrochaba, contempló a su mujer dormida.

Conmovido por la fragilidad que emanaba Luisa, atrapada en el sueño, sintió una punzada de nostalgia al recordarla como la joven de dieciséis años a la que se había declarado por las fiestas de San Isidro, un lejano mes de mayo de 1910.

Por aquella muchacha forastera llegada de Castellón con sus padres y cuatro hermanos, había renunciado a las correrías con sus amigos.

Un día de septiembre, por la fiesta mayor, Tomás, de Casa Viñolas, estaba recostado en uno de los plátanos que rodeaban la pista de baile del Artesà del Prat. No podía apartar la vista de aquella silueta envuelta en un vestido blanco con estampado de tulipanes.

Al ver que otros sacaban a bailar a aquella muñeca, la deseó.

El joven ya se había fijado en la hija de los jornaleros la temporada anterior, cuando su padre los contrató para la cosecha del maíz. En aquella ocasión Tomás no se había atrevido a dirigir a la muchacha sino alguna que otra mirada furtiva, mientras ella descargaba los canastos en el cobertizo donde despinochaba junto con otras mujeres.

En los meses siguientes la había visto más de una vez en la Fuente de los Gallos armando jarana con las amigas, a la espera del turno para llenar los cántaros.

A Tomás se le antojaba que habían pasado mil años de todo aquello.

Antes de salir de la habitación, arropó con las sábanas a su mujer y le apartó el mechón de cabello que le caía sobre un ojo. Ella soltó un suspiro de satisfacción desde las profundidades del sueño.

El hombre añoraba a la muchacha espigada, no muy voluptuosa pero llena de sensibilidad, que diecisiete años atrás lo había enamorado. Todavía la deseaba, pese al penoso distanciamiento en que se habían encastillado el uno hacia el otro.

Lo que más lo hería era constatar que, día a día, se iban convirtiendo en dos extraños incapaces de amar.

Entre las sábanas, todas las noches dejaban el suficiente espacio en medio para que anidasen reproches, frustraciones y promesas incumplidas. Al levantarse por la mañana, todo seguía en pie de guerra.

Diferencias que un par de años atrás habrían sido insignificantes, ahora crecían como la mala hierba en un campo abandonado.

Hacía una hora que Tomás, muy meditabundo, conducía el carro por el Camino Real. Sentado a su lado, también Enrique guardaba silencio. Los hermanos llevaban días enfadados. Los ocho años de diferencia entre ellos habían provocado que, ya de pequeños, no compartieran juegos.

Aún conservaban la fotografía donde los dos aparecían con sus padres a la puerta de la masía. Un Enrique de cuatro años, sentado en el regazo de su madre, tenía la misma cara de niño risueño que en la actualidad, con veinticinco.

La muerte del padre, cuando su hermano tenía quince, había convertido a Tomás en cabeza de familia, haciendo que el hermano mayor tratase al pequeño como si fuera un hijo.

Tomás pensó de nuevo en Biel. A medida que se alejaba de casa, se iba arrepintiendo de lo que había dicho el día anterior a la hora de la comida. Habría querido que todos entendieran hasta qué punto también él se sentía triste.

La propuesta que días atrás le había hecho el hermano de su mujer, Vicente, había sido la causa de las últimas trifulcas en casa. Además de cuñado, era asimismo uno de los asentadores que controlaban los puestos de venta en el mercado del Borne.

—¿En qué piensas? —le preguntó Enrique, que hasta el momento había ido callado y con la horca bien aferrada.

—¡No tenías que haberte ido de la lengua, Enrique! —lo recriminó.

—Ahora no es momento de discutir eso, Tomás —replicó el otro, con la vista clavada en el camino por si aparecían los ladronzuelos—. Casi hemos llegado a Belviche. Más vale que nos apeemos del carro y llevemos a la mula de la brida.

Tomás se volvió y vio cómo los campesinos de la caravana bajaban de los carros para proteger al animal si atacaban los salteadores. Los dos hermanos Viñolas hicieron lo propio. En aquel tramo peligroso, todos caminaban con las bestias agarradas por la brida, los ojos bien abiertos y el corazón en un puño. Con las horcas a punto para defenderse en caso necesario.

A una señal del primer carro de la fila, arrojaron la parte de la carga prevista como tributo.

—¡Así revienten todos los atracadores! —maldijo Enrique con mirada airada.

—Es gente que pasa hambre, hermano. Calla y démosles su parte.

—¿Y qué culpa tenemos los campesinos de El Prat, joder? Estoy harto de este malvivir.

Pasado el peligro sin sobresalto alguno, ambos se sentaron de nuevo en el pescante. A su espalda quedaba la retahíla de verduras, que los necesitados se apresuraban a recoger.

—Yo estoy harto de otras cosas, Enrique...

—¿De qué cojones estás hablando, Tomás?

—¡Hablo de mi cuñado! No tenías que haberte ido de la lengua. Ya tengo bastantes motivos de discusión con mi mujer para que encima eches más leña al fuego.

—Luisa sufre por Biel —se defendió el otro, muy molesto—. Trabajar en Barcelona le sentará bien... Aquí tu hijo se pasa las horas muertas mirando al mar.

—En la finca nos sobra trabajo si Biel quiere distraerse.

—¡Eso Luisa ya lo sabe, so burro! Lo sabía de sobra cuando Vicente vino a ver la cosecha y le propuso llevarse al chico consigo para que trabajase en su puesto.

—¡Mi hijo no tiene por qué coño trabajar de mozo en el mercado de San Antonio!

Enrique no quería seguir con la discusión, de manera que saltó cabreado del carro y continuó a pie. El otro hizo restallar las riendas en las ancas de la mula, que soltó un relincho.

Aquella manía absurda que les había cogido a Enrique y Luisa de apartar a Biel del campo lo tenía harto. No sabía cómo hacer entrar en razón a aquella hija de jornaleros con la que se había casado catorce años atrás. Las dos hectáreas que se extendían delante de la casa, más la que tenían en la marina, serían de Biel, su heredero, y eso lo obligaba a seguir allí.

Biel llevaba ya una hora atareado con las alcachoferas y Dolores trasteando por la cocina, en el piso de abajo, cuando Luisa se despertó, a las ocho de la mañana.

Antes de levantarse, se volvió lentamente y pasó la mano por el hueco, todavía visible, en la almohada de Tomás. Después acarició el lado vacío de la cama a su derecha. Todavía deseaba sus caricias pese a estar enojada con él.

Mientras holgazaneaba, pensaba en agosto de 1909. Esa semana había cumplido los quince, y acompañaba a su padre y a sus hermanos a la trilla de las alubias de Casa Viñolas.

Terminado el trabajo, hombres y mujeres habían ido a la playa para quitarse el polvo de encima. Ella iba con las mujeres y el hijo pequeño de los dueños, Enrique, de siete años, que se había aferrado a su mano y no la soltaba.

Tomás montaba a pelo el mulo castaño, y su padre, Faustino Viñolas, llevaba de la brida a la mula torda.

Al llegar a la playa, Tomás, sin apearse de la cabalgadura, se quitó la camisa y entró en el agua a lomos del animal. Después de lavarlo, lo ató al cañaveral y fue a nadar con los demás.

Unos metros más allá, con la falda arremangada hasta las rodillas, Luisa se mojaba los pies con las mujeres, riendo y dando saltitos sobre las olas.

Fue el día en que se enamoró de aquel muchacho de piel morena que cabalgaba por la playa bajo el sol declinante de la tarde.

—No te fijes en él, Luisa... —le aconsejó su madre cuando volvían a casa—. No eres más que una jornalera y él es el hijo del dueño.

Cuatro años más tarde, un tibio domingo de junio de 1913, Tomás se casaba con ella, y al cabo de tres años nacían los gemelos.

Luisa se dio la vuelta entre las sábanas. Finalmente se obligó a saltar de la cama. Antes de bajar, dejó ordenadas las cuatro habitaciones del primer piso.

Al entrar en la cocina, su suegra salía de la despensa.

—Hoy iré al pueblo, Dolores. ¿Necesita algo aparte del azúcar? —preguntó mientras cogía el puchero lleno de café que había junto al hogar.

—Trae bacalao seco y arenques —le pidió, al tiempo que le acercaba la panera.

Luisa troceó pan dentro de la taza y añadió un chorro de leche. Mientras desayunaba, su suegra seleccionaba garbanzos a su lado.

—Dolores, ayúdeme a convencer a Tomás de que deje trabajar a Biel en Barcelona.

—¡Lo que pides es un disparate, Luisa! Es una mala ocurrencia que quieras apartar a mi nieto de la tierra.

—Aquí mi hijo no saldrá de su letargo. ¡Se está volviendo aturdido y huraño! ¿Es que nadie lo ve?

—El chiquillo acaba de cumplir los once... Ya tiene edad para encajar las desgracias, Luisa. La muerte de su hermano no será la última que le toque vivir. —Haciendo caso omiso del gesto de desaprobación de su nuera, prosiguió—: No le des más vueltas, muchacha. Mi hijo no enviará de mozo de mercado a su chico. ¡Nunca en la vida!

—Para llevar la tierra también está Enrique.

—Veo que aún no has entendido nuestras costumbres... —replicó la mujer con un dejo de cansancio—. ¿Habéis pensado en tener más hijos?

La joven le clavó una seca mirada a modo de respuesta mientras seguía mojando pan en la leche.

Callada y con el ceño fruncido, la abuela Dolores continuó separando las piedras de los garbanzos. Al poco rato, harta de aquel silencio que le costaba digerir, salió al porche.

El cielo estaba despejado y la vieja respiró hondo al ver cómo el sol se adueñaba de las parcelas. Sus hijos aún no habían vuelto de Barcelona.

Trescientos metros más allá se veían las pequeñas figuras de Biel y el mozo, Josep, que estaban trabajando.

La mujer pensó en aquel hombre, ahora viejo como ella, que los ayudaba. De los gemelos, Biel había sido desde el principio el mimado de aquel trabajador, que dormía en el altillo de la cuadra, sobre el pajar, en un catre con jergón.

Durante la temporada de despinochar el maíz, el niño correspondía a su estima guardando las hojas más tiernas para llenar el colchón de su amigo.

Cuando Biel, con cinco años, enfermó de fiebres, Josep entraba en su cuarto con un cigarrillo encendido en la boca.

—¿No temes contagiarte del mal de mi nieto, Josep? —había preguntado ella, muy agradecida.

—El humo me protege, Dolores.

Entonces el mozo cogió la mano del niño, y ella se convenció de que, si Josep estaba a su lado, se curaría.

El domingo siguiente, al mismo tiempo que les paría una vaca, Tomás acabó de decidirse. Enrique, apenas el ternero se tuvo en pie, y tras cambiarse de ropa, había salido disparado con la bicicleta camino del pueblo a encontrarse con su novia. Paulina lo esperaba para ir al baile.

En la cuadra se quedaron solos padre e hijo. Biel observaba al ternero.

—¿Cómo es que hoy no vas a dar una vuelta por los marjales?

—No me apetece, padre.

—¿Quieres que vayamos los dos a nadar? Este verano aún no nos hemos estrenado.

El chico dijo que sí con la cabeza sin ocultar una sonrisa.

—Otra cosa, Biel. ¿Estás seguro de que quieres trabajar en el mercado de San Antonio con los tíos? —El hombre estaba harto de que Luisa no le dirigiera la palabra.

—Me gustaría probar, padre.

—Entonces, hablaré con tu madre. Tendrás que quedarte a vivir con los tíos entre semana. Pero eso sí, todos los sábados por la tarde te quiero aquí de vuelta hasta el lunes.

Biel volvió a asentir con la cabeza.

El campesino salió a tomar el fresco. Fuera, miró al cielo para ver qué tiempo hacía. Desde su atalaya, las tres palmeras contiguas a la masía, plantadas en señal de bienvenida y buena suerte, seguían contemplando las desventuras familiares.

Solo él sabía cuánto le costaba hacer aquella concesión a su hijo.