XXV
Swanbeck salió al aire libre.
—¡Qué peste! ¿Cómo vivían en este degolladero?
—Sin sentido del olfato —explicó Holden—, y una cura universal a mano, esto es lo que cabía esperar.
Los dos hombres habían recorrido largas distancias, y ahora estaban contemplando la barrera en forma de buñuelo. Swanbeck se aclaró la garganta.
—Al menos, es una posición defensiva impenetrable lo que poseemos. Completada con fuentes de energía, controles, naves espaciales de combate, docenas de hidrofusores, correctores, y otros fantásticos instrumentos,, además de los prisioneros que nos facilitarán toda la información necesaria, explicándonos cómo utilizar esos aparatos.
—¡Vaya agujero pestilente!! —asintió Holden.
En la Barrera estaban bajando un enorme fardo al extremo de una cuerda. Era fácil imaginarse la carga de su interior. Varios hombres cayeron y procuraron obtener una bocanada de aire.
—Bien, ahora enviemos la novedad a Denver —dijo Swanbeck. Se enfrentó con la enorme ladera, hizo un ademán y movió los brazos arriba y abajo.
Hubo un clamoreo, y un jeep bajó por la pendiente. Subieron al vehículo y ascendieron por la colina, descendiendo por el lado opuesto, siguiendo luego por un camino polvoriento.
—Esos tipos están corriendo —observó Swanbeck—. Lo peor ya ha pasado.
Holden trataba de asir algo que se le escapaba de la mente. Cuando saltaron del jeep se mostró confiado y Holden mantuvo cruzados los dedos, para desearse buena suerte. Anduvieron por un sendero entre las rocas, procurando no dejar rastro para no denunciar su refugio. El jeep les fue siguiendo.
Tan pronto penetraron en el interior, un cabo corrió hacia Swanbeck.
—Señor, Denver está en la línea. Tienen una brasa ardiendo en la garganta.
Swanbeck, maldiciendo, cogió el teléfono.
—¿Hola...? Sí, salió perfecto... No... No, señor. Perfecto. ¿Qué?... ¿Despegue de naves? ¡Sí!... ¡Sí, señor!... ¿Qué? ¿Qué pasa, señor? —el tono animado de Swanbeck decayó de súbito—. ¿Qué esperan conseguir con esto?... Sí, señor. Bien, lo que podemos hacer...
Holden esperaba lo peor. Swanbeck dejó el aparato.
—¿Y ahora qué? —quiso saber Holden.
—Vayamos adentro. Tal vez ahora ha empezado aquí.
—¿Qué ha empezado aquí?
—¡La maldita respuesta!
Holden tragó saliva. Temía seguir preguntando.
Una vez fuera, Swanbeck escudriñó el cielo.
—Allí hay una.
Holden parpadeó. A cuarenta o cincuenta pies arriba, revoloteaba un fragmento de papel.
Lo vieron descender, y Swanbeck se agachó a recogerlo.
—Sí; esto es.
Se lo entregó a Holden, que leyó:
—«Criaturas... Durante años habéis sido víctimas de vuestros jefes, que poseían, sin saberlo vosotros, maravillosos instrumentos capaces de haceros a todos sanos, ricos y poderosos, como jamás soñasteis.
»Ellos han tenido apartados de vosotros tales instrumentos. Nosotros os hemos invadido, no para conquistaros, sino para apartar las manos de estos jefes de vuestras gargantas. Estamos decididos a que tan maravillosos aparatos sean vuestros...
»Para demostrar cuanto decimos, hemos dejado en vuestro planeta algunos de nuestros instrumentos, y preparamos manuales simplificados en vuestros idiomas para que sepáis cómo usarlos.
«Somos vuestros amigos.
»No os acusamos, tampoco ponemos precio a nuestros preciosos regalos.
«Tendréis eterna salud, podréis hacer cuanto gustéis, podréis conquistar la gravedad, gozaréis de intimidad en cualquier parte, seréis inmensamente ricos, como, nunca habéis soñado.
»Pero tenéis que procurar que vuestros traidores jefes no vuelvan a privaros de estos aparatos.»
Holden levantó la vista, aturdido.
A un centenar de pies revoloteaba otra octavilla.
—Mire allá —exclamó dolorosamente Swanbeck.
Una caja de color oliva, aparentemente desprovista de gravedad, derivaba cerca del camino, dejándose mecer por el viento.
Swanbeck la cogió y la abrió, hallando en su interior el ya familiar aparato, junto con un manual simplificado.
Holden abrió el manual y procedió a su lectura.
—«Cómo crear un refugio privado, cómo crear oro, cómo reproducir comida sin trabajar, cómo fabricar un corrector y tener eternamente buena salud, cómo defenderse uno mismo, cómo fabricar más hidrofusores, cómo destruir a vuestros enemigos...»
Aturdidos, Swanbeck y Holden se contemplaron mutuamente.