XVIII

Dionnai, conde de Maivail, miró al teniente K. Sarokel.

—¿Me está contando que ellos le interrogaron a usted?

Sarokel extendió ampliamente las manos.

—Excelencia, mi propósito era obtener información de ellos. Un buen oficial de Inteligencia puede aprender muchas cosas permitiendo que los presos le interroguen.

—Sí, pero a cambio, ellos también obtienen información.

—¿Pero qué ganan con ello, señor? Un prisionero, dentro de nuestra cápsula, no tiene en absoluto contacto con el exterior...

—Pues esta pareja lo tenía, al parecer.

—Señor, tan pronto como les oí ufanarse de sus posibilidades de fuga, dejé de darles informaciones. Antes no se me había ocurrido la posibilidad de que pudieran escaparse.

—Supongo que la información que les pasó era correcta.

—Señor, dar informes falsos complica el asunto. Estos nativos no son tontos, señor, sino muy perspicaces.

—¿Son inteligentes todos los presos?

—No tanto como ese par.

—Y, naturalmente, usted les dio información a los más peligrosos.

—Los más inteligentes siempre son los más peligrosos, Excelencia, pero son también aquéllos de quienes más puede aprenderse, y quienes pueden ayudar en mayor grado si se obtiene su colaboración.

—¿Obtuvo la colaboración de esos dos?

—No, señor. Aunque creo que conseguí amortiguar algo su enemistad.

Maivail se retrepó en su butaca.

—Haciendo amistad con el enemigo y consolándole, ¿eh?

—Los presos que están siendo interrogados pertenecen a una categoría especial, señor. El consuelo que reciben y las comodidades que se los otorgan están destinados a beneficiarnos a nosotros. Si se sienten mejor durante el interrogatorio, esto no nos perjudica a nosotros. En cambio, hablarán con más libertad, como si estuvieran conversando con un amigo.

—Entonces, ¿mataría usted con la misma facilidad a un preso con quien está entablando lazos de amistad, que a otro en condiciones normales?

—No, señor. Lamentaría la necesidad de matarle. Pero lo haría, si fuese preciso. Mi superior, sin embargo, seguramente no me lo ordenaría, pues siempre hay que ver la reacción de los presos en los interrogatorios sucesivos. No me gustaría tanto trabar amistades si supiera que más tarde debo de matar a un preso. Mi tarea, señor, es estricta y terminantemente obtener información. Tal vez pierda el puesto algún día, pero mientras esté en él, hago cuanto puedo por cumplir con mi deber.

—Y no obstante —replicó Maivail—, estos presos se escaparon, teniente.

Sarokel pareció lamentarlo, pero no perdió un ápice de su firmeza.

—Vigilar a los presos no entra dentro de mis atribuciones, señor.

—Cierto. Bien, usted afirma que puede aprender muchas cosas dejándose interrogar por un preso. Y, naturalmente, también aprende de cuanto puede escuchar.

—Depende de las circunstancias, señor —vaciló Sarokel.

—¿Cuáles?

—Bueno, señor, los prisioneros no siempre son sinceros.

—Ahora me refiero a las conversaciones mantenidas en sus celdas.

—Sí, señor. Existe la presunción de que cuanto se dice en las celdas es siempre correcto, pero si presumirnos también que hay presos inteligentes, debemos suponer que también saben cómo defraudar a sus captores.

—¿Quiere decir —se irritó Maivail—, que usted les dijo a esos dos que había micrófonos ocultos en la celda?

—Ciertamente no, señor. No les dije tal cosa. Ni me lo preguntaron. Sólo quise decir que los dos eran individuos de gran inteligencia, y que por tanto pudieron sospechar la presencia de tales micrófonos.

Maivail tabaleó sobre la mesa.

—¿Entonces no cree usted en la conversación sobre la que informó?

—Ni creo ni dejo de creer, señor —contestó Sarokel, incómodo.

—Pero usted envió un informe.

—Para evaluación del mismo por parte de mis superiores, señor.

—De acuerdo, teniente —asintió por fin Maivail—. Ha sabido defenderse correctamente. Y tengo la impresión de que usted debe de haberse formado una idea bastante coherente de esos tipos, sus costumbres y habilidades. Me gustaría formularle a usted ciertas preguntas.

—Ciertamente, señor. Le diré lo que pueda.