XXI

Swanbeck y Holden contemplaban el aparato de aspecto inofensivo, con sus palancas y numeradores, el montón de tornillos que habían colocado en uno de los extremos, y la pequeña barra brillante aparecida en el otro.

Holden vaciló, y finalmente asió la barrita. Al tacto estaba caliente, y era muy pesada para su tamaño.

—¿Es...? —empezó a preguntar Swanbeck, frunciendo el ceño. Estudió el rostro de Holden, luego miró el aparato, y por fin trasladó su mirada a los tornillos.

Holden saco un cuchillo del bolsillo.

—Es relativamente blando —dijo—. No es hierro. Y es pesado. Muy pesado. Si no es platino es: algo por el estilo.

—Entonces —terció Swanbeck— debemos presumir que este... aparato transforma el hierro en platino.

—¿Presumir? —preguntó Holden, con ironía.

—Exacto. ¿Cómo sabemos que no se trata de un juego? Esta es la clase de trucos que le gusta a la gente, y con los que se deja engañar todo el mundo. Higgins, aquí presente, ha estado en manos de estos extranjeros sumamente adelantados cierto tiempo, el suficiente para que le hiciesen un lavado de cerebro, lo hipnotizasen y lo preparasen para nacerle creer cuanto ellos quisiesen. Seguro, vemos las pequeñas barreras formadas a cada extremo, y nos enfrentamos con los tornillos que no son de hierro ni de platino. Muy convincente. ¿Y si empezamos a estudiar y analizar esa caja y perdemos con ello un tiempo precioso para atacar al invasor?

—¿Bill...? —Holden había arrugado profundamente el entrecejo.

—¿Más clavos? —preguntó uno de los de la mesa.

Holden asintió y cogió la caja que podía ser un «hidrofusor».

—Los suficientes para llenar esto.

—Seguro.

Holden llamó a otro individuo.

—Busque un contador geiger, ¿quiere? —se volvió a Swanbeck—. No me gusta tener que manejar esto, que puede ser una bomba de fabricación extranjera.

Swanbeck, que había estado examinando la barrita, la soltó apresuradamente.

Higgins pareció aturdido un instante, luego se levantó y apartó a Delahaye de entre sus interrogadores. La misma expresión de Higgins apareció en el semblante de Delahaye. Los dos, muy graves, sacaron unos cuadernos y lápices, se sentaron, y comenzaron a dibujar el «hidrofusor».

Swanbeck miró a Holden y asintió, frunciendo el ceño, en dirección a Higgins y Delahaye. Holden estudió sus rostros, y luego le devolvió a Swanbeck su mirada.

—Han recordado algo. O creen que pueden haber pasado algo por alto y tratan de averiguarlo. Esta es mi suposición.

—Parecen preocupados.

Holden se encogió de hombros.

—En tal caso, es su problema. Son conscientes y podemos fiarnos de ellos.

Swanbeck no pareció muy convencido, pero no contestó.

Uno de los hombres de Holden regresó y llenó la cajita de clavos. Otro apareció con un contador geiger, lo probó en la barrita y meneó la cabeza.

—Nada —dijo.

Holden lo probó también y asintió.

—Mi reloj de pulsera está mucho peor que esta caja —dijo.

Higgins y Delahaye trazaron varios bosquejos, los estudiaron gravemente y cerraron los ojos un instante como para dar gracias por algo, tras lo cual se levantaron simultáneamente.

El rostro de Swanbeck continuaba inexpresivo.

—De acuerdo, no está mal —concedió Higgins—. Y es verdad. Pudieron lavarnos el cerebro, pero si fuimos hipnotizados y nos enseñaron a utilizar esto en estado de hipnosis, me sorprende que nuestra memoria sea mejor que si sólo hubiéramos aprendido la calidad de ese aparato mediante una demostración. Y no es así.

Higgins y Delahaye le entregaron a Swanbeck sus bocetos. El último los comparó con el hidrofusor y luego entre sí. En ambos, las proporciones generales del aparato eran perfectas, y la posición relativa de la mayoría de los numeradores y clavijas era exacta. Pero algunas clavijas estaban mal colocadas, sus medidas no estaban claras, y mientras las posiciones relativas eran casi exactas, no lo eran las verdaderas. Los bocetos eran lo que cabía esperar de dos observadores que han tratado de intuir cómo se emplea la pieza de un aparato desconocido, pero que no han tenido ocasión de estudiarlo con atención.

Swanbeck asintió y le pasó los dibujos a Holden.

—¿Pero por qué —quiso saber el último, mirando a Higgins y Delahaye alternativamente— les enseñaron cómo se usaba?

—Tuvimos un hábil interrogador —explicó Higgins—. ¿Por qué no tenía que enseñárnoslo? Mediante nuestra reacción podía averiguar si también en la Tierra poseíamos un hidrofusor.

—Además —agregó Delahaye—, pensaban que ya nunca saldríamos de allí.

—¿Piensan que lo poseemos? —Swanbeck miró a Holden intencionadamente.

—¿Qué otro artilugio pudo atravesar la barrera, causándoles tantos destrozos?

Holden se dedicó a estudiar el extraño objeto, y por fin volvió a mirar a Swanbeck.

—Esto podría explicar la tosquedad de sus aviones. Sí pueden producir metales muy pesados, pero no saben cómo formarlos ni proceder con ellos... Al fin y al cabo, cuando es posible, se termina de afinar la superficie del acero inoxidable antes de tratarlo por el calor...

—¿O sea que construyen todas sus cosas de la manera más simple?

—Creo que se ven obligados a ello —contestó Holden, mirando a Higgins—. ¿Son científicos?

—Claro que sí —repuso el aludido con sequedad—. La ciencia es «cómo emplear el hidrofusor».

—No tienen ninguna palabra que signifique «investigación» —añadió Delahaye.

—¿Y la medicina? —quiso saber Swanbeck.

—Los correctores.

—¿Qué es un corrector?

—Uno entra dentro, se queda dormido, y cuando se despierta, está ya curado.

—Cuando nos atraparon me hice un corte en una muñeca —explicó Higgins—. Bien, me metieron en un corrector, y la herida se cerró. No puedo demostrarlo porque el corte ya no existe. Ni hay cicatriz.

—¡Un momento! —gritó Holden—. ¿Recuerda aquella vez en que se cortó lo mano con aquel tubo de vidrio roto? Déjeme ver su mano.

Higgins dio la vuelta a la mesa y tendió su mano derecha. El brazo izquierdo estaba dentro de un cabestrillo, pero la mano carecía de vendaje. Holden estudió ambas manos.

—¿Cuál era?

—Creo que la derecha.

—¿Fue un corte grande?

—Profundo —repuso Higgins.

—No era peligroso —añadió Holden—, pero dejó una marcada cicatriz. Ahora no hay la menor señal.

—¿Cuándo se lastimó el brazo? —tronó Swanbeck.

—Al saltar del avión. O mejor, al tocar el suelo.

—No puedo aceptar la realidad de este... hidrofusor —decidió Swanbeck—, como no creo tampoco en una curación automática de las enfermedades.

Holden se rascó la nuca.

—La verdad, Phil. En esta mano había una cicatriz y ya no está. ¿Cómo actúa? —la pregunta iba dirigida a Higgins—. ¿Bajo qué principio?

Higgins pareció vacilante y miró a Delahaye. Éste meneó la cabeza y tendió la mirada por la estancia.

—Querer obtener teorías de esos tipos es como querer sacar agua de una piedra —dijo Higgins, finalmente.

—Lo intentamos —afirmó Delahaye—. ¿Cuál fue la explicación? Algo respecto a la corriente alfa, pero creo que esto estaba relacionado con la forma en que uno estaba allí. ¿Qué fue lo otro que...?

—Creo que lo recuerdo —dijo Higgins.

Holden y Swanbeck se inclinaron hacia delante.

—El aparato detecta, mediante un examen, un estado poco saludable en la persona, y lo corrige. Naturalmente, porque ésta es su misión.

Holden lanzó un juramento.

Swanbeck pareció aturdido, y luego exclamó:

—¡Un instante, Higgins! ¿Tenía usted algún defecto físico?

—Naturalmente.

—¿Le faltaba algún diente?

—Seguro —con la lengua palpó su dentadura—. Es una tontería —dijo al fin.

—Un aparato es muy difícil que ponga o extraiga un diente —observó Holden.

—De acuerdo —gritó Swanbeck, exasperado—. Pero pongamos un límite al asunto. Estoy ya harto de maravillas y misterios. Tenemos que hallar algo que ellos no puedan hacer.

—De acuerdo, Andy —dijo Holden, levantándose—. Siéntese aquí.

—¿Para qué? —preguntó Higgins, furioso.

—Para poder inclinar la cabeza hacia atrás. Figúrese que ha llegado la hora de su examen dental.

Enfadado, Higgins obedeció. Delahaye sonrió. Holden se inclinó sobre Higgins y Swanbeck encendió una linterna. Se produjo un gran silencio.

Holden se enderezó, su rostro mostrando un gran sobresalto. Swanbeck mantenía un semblante inescrutable. Higgins cerró la boca con un suspiro y miró angustiado a su alrededor.

—Esto no tiene límite —sentenció Holden—. ¿Seguro que no se lo hicieron mediante la hipnosis?

Swanbeck meneó la cabeza.

—El suspense le está matando —sonrió Delahaye—. ¿Qué le pasa a su boca?

—Treinta y dos dientes perfectos —declaró Holden.

—No es bastante batirles —exclamó Swanbeck—. Tenemos que apoderarnos de su equipo.