III
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Richard Holden vigilaba la reluciente superficie, débilmente lechosa, de la fortaleza enemiga, a través de unos prismáticos. Luego, se tendió de espaldas para contemplar las formas plateadas que entraban y salían en hileras interminables, dividiéndose hacia el norte y el oeste, para luego volver a separarse más lejos, volviendo finalmente hacia el sur. Meneó la cabeza.
—¿Cómo conseguiremos vencerles jamás?
Su compañero, Philip Swanbeck, era un individuo de recia constitución, con una sola estrella plateada en el cuello.
—No podemos rendirnos —gruñó—. Jamás nos entregaremos.
—Ahórrese los discursos para las tropas —replicó Holden—. Ya nos han vapuleado.
—Algo se consigue —murmuró Swanbeck— aprendiendo del enemigo. En la segunda guerra mundial, hubo un piloto alemán que poseía cierta filosofía. No creo que fuese original. Pero la expresó en una frase. ¿Quiere oírla?
Holden miraba por los prismáticos a la reluciente y semitransparente superficie que había resistido un impacto directo causado por un cohete Naomi con una cabeza de proyectil de cincuenta megatones.
—Seguro. Continúe.
—Escuche atentamente.
—Estoy escuchando.
- Sólo está perdido el que se considera perdido.
Holden meditó la frase mientras estudiaba la barrera. Fuese lo que fuese aquella brillante superficie, obstaculizaba en absoluto la entrada de los humanos al valle, como si fuese de acero y de una milla de espesor. Y sin embargo, los resplandecientes aviones sin alas pasaban a su través como si fuese de humo. Holden meneó la cabeza y bajó los prismáticos.
—El piloto debería de haber visto esto. Pero puedo condensarle aún más esta filosofía.
Swanbeck estaba parpadeando a fin de distinguir mejor la brillante superficie. Miró luego la brújula y tomó unas notas en un pequeño cuadernillo. Miró después a Holden con sorpresa.
—¿En menos palabras todavía?
—Muy fácil. Escuche.
—Estoy escuchando.
- Todavía vivo.
Swanbeck pestañeó y sonrió lentamente.
—Sí, exacto. ¿Quién lo dijo?
Holden sonrió. Sacó la cámara de su estuche y la apuntó de forma que enfocase directamente el sitio por donde los aviones sin alas atravesaban la barrera.
—¿Ha oído hablar de John Carter?
—Ese nombre me resulta ligeramente familiar. ¿Quién es?
—Un terrestre inmortal que se convirtió en el Dios de la Guerra de Marte
Swanbeck miró agudamente a Holden y después sonrió.
—¿Un héroe de ficción?
—¿Quién sabe? No hemos explorado Marte con demasiada atención. Y estos tipos —señaló hacia la reluciente barrera— proceden de algún lugar mucho más lejano, o les habríamos visto despegar, con toda seguridad.
Swanbeck sonrió.
—Todavía vivo. Sí, es muy bueno —cerró el cuaderno—. ¿Ha obtenido la foto?
—Varias —Holden deslizó la cámara a su estuche.
Swanbeck se guardó la brújula, plegó algo parecido a un transistor, asentado sobre unas patas cortas y con una mira en ángulo, y abrió un grueso tubo que llevaba en su mochila. Sacó del mismo un objeto marrón, ovalado, con un aguijón en el fondo, miró a su alrededor, aflojó un tornillo junto a la base del aguijón, y fijó éste en tierra.
—Bien. Los nuestros verán esto cuando se dispare, y podrán entonces verificar nuestra posición. Ahora, larguémonos de aquí.
Cuidadosamente, retrocedieron y después, poniéndose de pie, corrieron colina abajo.