VI
– ¿Sabes dónde estamos sentados? -preguntó Stanislav.
– No. Hacia aquí fui lanzado -dije-. Y ni siquiera podría decir exactamente cómo. Me figuro que es alguna de las paredes de madera de uno de los departamentos del puente. Tal vez del cuarto de mapas. Tiene algunas argollas de acero fijadas con barras y con agarraderas de latón.
– No tuve tiempo para mirar de cerca las cabinas del puente -dijo Stanislav-, de otro modo sabría de dónde provienen estas paredes. De todos modos nada importa lo que sean o de dónde vengan. Felizmente, todavía ciertas partes de algunos buques son de madera. De otro modo no estaríamos aquí.
Estuve de acuerdo.
– Esto me hace pensar en los viejos libros de cuentos, en los que siempre puede verse a un marino náufrago abrazado a un mástil y flotando sobre las altas olas. Entonces nada se hacía como ahora. Ahora los mástiles también son de acero. Trata de abrazarte al mástil de acero de un barco moderno que se hunde y verás a dónde vas a parar y a qué velocidad. Si alguna vez ves cosa semejante en la ilustración de un libro o en una película, grita con todas tus fuerzas que el escritor o el director de la película son unos embusteros. Y si puedes, dales un buen sopapo.
– ¡Caramba!, vaya que tienes serenidad para hablar de semejantes tonterías en las condiciones en que nos hallamos.
Stanislav parecía estar irritado conmigo. -¿Qué esperas que haga? ¿Quieres que solloce por el barco que se hundió? ¿O que entone un himno? ¿O que me arrodille para decir una oración? ¿O que llore como un niñito que se ha quemado los dedos? ¡Al diablo! ¡Quién sabe en dónde nos encontraremos dentro de una hora! Esta es mi última oportunidad para darte mi opinión sobre mástiles de acero. Y escucha mis palabras, eso es algo que no debe olvidarse, porque en realidad es muy importante. Los mástiles ya no sirven en los buenos cuentos.
La mañana aún se hallaba lejos. La noche estaba pesada y oscura. Las olas eran altas y nos lanzaban de un lado para otro. Difícilmente distinguíamos alguna estrella. Hacía frío. Pero el mar estaba caliente, como suele ocurrir en los trópicos.
– No cabe duda de que somos afortunados. Mira tú que poder escapar y ponernos a salvo es cosa casi increíble -dijo Stanislav.
– ¡Vete al diablo con tu gimoteo! ¿Quieres despertar a todos los tipos que se encuentran en el fondo? Eres un aguafiestas. ¿Pretendes llamar a todas las almas de éstos que ahora ofrecen buena comida a los peces para que vengan por nosotros? ¿Quién te crió? ¿En dónde te educaste? ¡Por el infierno, descreído, mal rayo! ¡Maldita sea nuestra estampa! Si estás aquí sentado no grites de ese modo. Toca madera. ¡Por veinte mil demonios! ¿Por qué me habré asociado a un blasfemo como tú? No comprendo cómo pudieron enganchar los alemanes a un tipo así.
– ¿No puedes cerrar el hocico? Necesitamos juntar nuestros pensamientos para saber qué podemos hacer -interrumpió Stanislav.
– ¿Pensar? ¿Pensar? ¿En qué quieres pensar? Dime. Aquí sentados sobre un pedazo de madera en mitad del océano, y tú queriendo pensar. Lo único que deseo es que nos separemos para no verte más, porque tu presencia me enferma. Pensar. ¡Vaya!
– ¿Qué otra cosa podemos hacer ahora? Si nos vence el sueño, estamos perdidos.
– ¡Cómo cambia el mundo! Durante meses y meses tuvimos que preocuparnos por documentos y tarjetas de identificación. Después por aquellas ratas del tamaño de un gato, al mismo tiempo que sudábamos sangre cuando caían las barras de los hornos. Y ahora, de golpe, deja de importarnos la existencia de pasaportes en el mundo. ¿Qué nos importa que las barras de los hornos del Yorikke caigan o no? ¿Qué nos importa la tarjeta de marino? Cuanto un ser puede poseer carece ahora de importancia, es inútil. Lo único que poseemos es el aliento y por él lucharé con dientes y uñas. No quiero darme por vencido, no me daré por vencido. Ahora, no me iré al fondo.
– Mi opinión sobre las alegrías de la vida difiere mucho de lo que tenemos en este momento -dijo Stanislav, interrumpiendo mis reflexiones.
A ello contesté:
– Pienso nuevamente, Stanislav, que eres ingrato con tu destino. ¡Qué cambiante es la vida humana! Piensa en ello. Ayer, eras casi propietario de uno de los mejores barcos de la marina mercante de Su Majestad. Eras propietario a medias de la mejor despensa, con caviar, scotch y champaña. Ahora todo ha desaparecido y aquí estamos luchando con los peces. ¿Qué más, cuánto más placer esperas en la vida? No es posible tenerlo todo. Otros tienen que conformarse con lo que leen en las novelas, nosotros lo tenemos en realidad. ¿Quieres cambiar de puesto?
– No sé exactamente, pero me figuro que me agradaría cambiar posiciones y leer las historietas en vez de vivirlas. Y si sigues hablando de esa manera, en lugar de cogerte bien de los anillos y de las agarraderas, perderás la última oportunidad de vivir esas historietas. Como siempre, Stanislav tenía razón, porque hubo un instante en el que casi fui barrido de la tabla. Los golpes no se dejaban sentir en la misma forma que cuando estábamos en el barco, ahora se concretaban a jugar con nosotros levantándonos a quince metros y dejándonos caer…
A menudo permanecíamos sumergidos durante casi un minuto. Ello nos ayudaba a recordar que estábamos en alta mar y no leyendo cuentos en la cama. -Debemos hacer algo -sugerí-. Se me han paralizado los brazos, recibí un golpe en ellos y voy perdiendo terreno. No podré sostenerme por mucho tiempo.
– A mí me ocurre lo mismo -dijo Stanislav-. Pero nos queda el recurso de las cuerdas y del cable, déjame tener el tuyo.
Tomé la cuerda que me había atado a la cintura cuando aún me hallaba en el barco, y Stanislav me ayudó a amarrarme a las argollas y agarraderas. Con mi brazo inválido no habría podido hacerlo solo. Hecho esto, él se amarró con la cuerda que había llevado consigo. Estábamos listos para correr la siguiente aventura. Después de mil horas llegó la mañana, trayendo consigo un día calmado. La marea estaba aún alta. -¿Ves tierra? -preguntó Stanislav.
– Ninguna que yo sepa. Siempre tuve la certeza de que no habría sido capaz de descubrir América, ni aun cuando me hubieran arrojado a sus playas. Bien, nada veo, ni siquiera una banderita de humo. Stanislav hizo de pronto un gesto significativo: -Hombre, ¿no somos afortunados? Tenemos la brújula que encontraste en la cabina del capitán. Ahora podremos navegar.
– Sí, ahora podremos navegar -dije-, por lo menos ahora podremos saber siempre en qué dirección queda la costa de África y en cuál la de América. Todo lo que necesitamos es un mástil, velas, un remo o un pedazo de timón. Poco ¿verdad?
– Sí. Pero tengo la sensación de que nos dirigimos a algún otro sitio que tampoco es playa -eso dijo Stanislav.
Durante las horas de la mañana, el cielo aclaró. En la tarde volvió a cubrirse de nubes. Antes de oscurecer, una niebla liviana empezó a caer sobre el mar. Con ella el mar entró en calma.
La vasta distancia que nos separaba del horizonte, de la inmensidad, se hundió cuando la niebla se cerró ante nosotros. El mar se hacía más pequeño a cada instante, hasta que llegó un momento en que tuvimos la impresión de navegar en un lago, y a medida que el tiempo pasaba, hasta ese lago se iba estrechando cada vez más. Ahora nos parecía que éramos arrastrados por la corriente de un río. Teníamos la sensación de poder tocar los bancos con nuestras manos. Los muros de niebla parecían velar levemente las riberas.
Estábamos somnolientos. Al cabo de un rato, el sueño me venció y soñé. Cuando desperté miré en rededor y dije:
– Mira, Stanislav, allí está la playa. Nademos. Cuando mucho nos separan cien metros ¿Ves? Allí precisamente, tras el muro de niebla.
Yo bien sabía que estábamos próximos a la playa. Pero ninguno de los dos tenía fuerza suficiente para desatar las cuerdas, saltar y nadar hasta la playa. Yo no lograba, por más esfuerzos que hacía, aclarar mis pensamientos y razonar. Algo había en mi cabeza que velaba mis pensamientos. Sentía como si estuviera borracho o como si la pandilla de los que practican el secuestro me hubiera golpeado. Deseaba hablar a Stanislav, aunque fuera de tonterías, con el único objeto de mantenerme despierto. Pero me era imposible. Vi cómo el sueño iba venciendo a Stanislav hasta hacerlo caer. Yo, por mi parte, no pude vencerlo y volví a dormir.
Desperté cuando la noche había caído y el agua resbalaba sobre mi cara. La niebla se hallaba aún sobre el mar, que parecía de cristal, lo cual indicaba que la niebla se tornaría aún más densa. En aquel momento no lo era, solamente se tendía sobre el agua. Muy alto sobre mí podía ver brillar los luceros. Me pareció escuchar su llamada. Ahora miraba claramente las riberas de ambos lados del río, cuyas aguas nos arrastraban aún. Bien podía ser el Hudson o el Mississippi. ¿Cómo habíamos llegado allí? Esa era cosa que no podía yo determinar. Pensar me causaba sufrimiento. La niebla se abrió y grandes jirones de ella empezaron a flotar. A través de ellos veía los cientos de luces centelleantes de un gran puerto. ¡Qué gran puerto era aquél! Tenía rascacielos y otros grandes edificios de apartamientos y oficinas. Vi las ventanas iluminadas, tras las que se veía gente sentada y en acción. Veía sus sombras. Todos se ocupaban de sus asuntos, sin percatarse de que aquí, en el gran río, dos marineros indefensos eran arrastrados hacia el mar. Los rascacielos y casas de apartamientos se agrandaban cada vez más. Me veía obligado a levantar la cabeza sobre el cuello para alcanzar a ver la punta de los más altos. ¡Qué gran ciudad era aquella que cruzábamos! Las luces lejanas parecían, no obstante, estar al alcance de nuestras manos. Los rascacielos llegaban hasta las nubes, y las luces de las ventanas parecían estrellas en el firmamento. Exactamente sobre mí, en el cenit, las cúspides de los rascacielos se cruzaban entre sí, tanto que llegaban a verse inclinadas tocándose unas a las otras. Llegué a temer que aquella inclinación extrema fuera causa de su derrumbe y de que sus ruinas me sepultaran. Pero sentía un gozo interior al pensar en la posibilidad de que eso ocurriera para verme libre de aquel modo de las penas que me acosaban y, entre las cuales, la sed era la más atormentadora. Traté de huir de ella y de mi deseo ardiente de agua fresca, pero me fue imposible. El deseo de beber agua fresca crecía, crecía. Oré con toda el alma porque los rascacielos cayeran sobre mí, acabando con el mundo…
Un terror espantoso se apoderó de mí y grité como loco:
– ¡Mira ese gran puerto, Stanislav! Debe ser Nueva York. ¿No ves? Despierta. ¡Por el diablo!, date prisa Stanislav despertó, se desperezó, se rascó, se estremeció de frío, trató de ahuyentar el sueño, miró en rededor, trató de penetrar la niebla y miró hacia las riberas del río.
Hizo un gesto con el que parecía significar que no veía claro. Se frotó los ojos una y otra vez para hacer salir de ellos la sal. Después de mirar hacia todos lados, dijo:
– ¡Estás soñando, Pippip; vuelve en ti, muchacho! Esas no son las luces de un puerto, son las estrellas del cielo lo que ves. Estás soñando. No hay riberas de río alguno. ¿Cómo podríamos encontrarnos en un río? Aún estamos en alta mar, lo que es fácil de saber a juzgar por las grandes olas. Por lo menos estamos a treinta millas de la costa. Tal vez sean doscientas. Me parece que esta maldita noche no tiene fin.
No creí en lo que me decía, no podía creer en ello. Deseaba saltar de la tabla y alcanzar las riberas del río. Pensando en cuántas brazadas necesitaría dar para alcanzar las riberas, me quedé dormido nuevamente. La sed, el hambre y la sal que tenía en la boca me despertaron.
La luz del día brillaba con claridad. Stanislav me miraba. Tenía los ojos rojos como si le sangraran. El agua salada me hacía sentir la cara como cubierta por una máscara de acero. Stanislav movía los labios extrañamente. Pensé que trataba de tragarse la lengua. La tenía hinchada y parecía que no le cabía en la boca. Luego pensé que tal vez lo que intentaba era escupirla y aliviarse de aquella molestia. Me miró con ojos escrutadores. Corrientes de sangre cruzaban por sus ojos. Se encolerizó y gritó con toda la fuerza de su voz:
– ¡Tú, perro embustero! Tú acostumbrabas decir que el agua del Yorikke era pestilente. ¡Tú, rata apestosa! El agua del Yorikke es la mejor agua del mundo, pues proviene del manantial helado de Nampamptantin de Hamtinoa, de los manantiales de… de… de los manantiales…los manantiales de los bosques de pinos… de los frescos…del agua… de los cristalinos manantiales… arroyo corriendo en la sombra de pinos del bosque de pinos… de pinos.
Nunca pensé que dijera tonterías. Sus palabras traducían pensamientos tan claros para mí como cortas órdenes mandadas desde el puente. Dije:
– Tienes razón, Stanislav, buen muchacho. El agua del Yorikke era agua helada del Polo Norte, y el café era excelente. ¿Dije alguna vez algo en contra del café del Yorikke? Ni lo hice, ni lo haré jamás.
Stanislav luchaba nuevamente con su lengua. Parecía que el aliento le faltaba, que estaba a punto de morir. Hizo un movimiento de deglución y trató de apretar los labios. Cerró los ojos y creí que se disponía a dormir. Con un movimiento rápido se sacudió y gritó hacia algún punto en la distancia, sin lanzarme ni una mirada: -Faltan veinte minutos para las cinco, Pippip. ¡Por el diablo, levántate! Trae el desayuno, Sesentapuntados, quince botes de ceniza, ceniza, sí, de carbón combustible para calderas, latas con cenizas tubo túnel que levantar. ¡Levanta! Tira de la palanca. Iza, aplasta el tubo. Trae el desayuno. Otra vez papas apestosas y arenque ahumado enfermo. El café. Mucho café. Mucho, mucho más café. ¿Dónde está el café? Agua. Trae agua, enfría las cenizas ardientes. El agua. Agua. Agua. Aaagua.
– No puedo levantarme -dije-. No puedo hacerlo ahora. Estoy muy cansado. Extenuado. Tendrás que levantar tú solo las cenizas. ¿Dónde está el café? ¿Qué era aquello? Oía gritar a Stanislav, pero lo oía como si estuviera a tres millas de distancia. Mi propia voz venía también de una distancia de tres millas. Entonces se abrieron tres hornos. Montones de carbón encendido salían de ellos. El calor… no podía soportarlo. Me acerqué al tubo para coger una bocanada de aire fresco. Spayni, mi fogonero, me gritó: «¡Pippip, por el diablo cierra las puertas del horno. El vapor está cayendo, cayendo, presión cayendo. Todo se sale y gotea. Sal, Pippip, el tubo de ceniza se viene abajo, te aplastará la barriga!» Los tubos de vapor revientan y el vapor silba en el cuarto de las calderas y sobre mí, hirviéndome y escaldándome. Corrí hacia el sitio en el que guardábamos la artesa del agua para enfriar las cenizas. Deseaba beber aquella agua lodosa porque estaba sediento. ¡Diablo! ¡Qué sediento estaba! Pero era espesa y salada. Sin embargo, bebía y bebía sin saciarme. Los hornos estaban aún abiertos y yo no podía cerrarlos, las puertas eran demasiado pesadas. Tenía que dejarlas abiertas. Se levantaban por encima de mí y descubrí que era el sol lo que ardía sobre mi cabeza abrasándome mientras yo golpeaba con mis manos el agua del mar.
Me cansé tratando de cerrar los hornos y me quedé dormido, tendiéndome sobre la litera como muerto. El fogonero tomó la artesa de agua y con movimiento rápido lanzó toda el agua al cuarto de fuego. El agua me mojó, desperté, y me percaté de que una ola había barrido la tarima.
– ¡Allí está el Yorikke! -gritó Stanislav repentinamente, señalando algún sitio vacío sobre las olas. Su voz se hallaba a cientos de millas de distancia. Quizás mis oídos habían perdido la capacidad para calcular distancias.
Stanislav comenzó a gritar en voz más alta. Me daba cuenta de ello, de que gritaba con todo el poder de sus pulmones; sin embargo, yo solamente percibía leves sonidos, tan lejanos como el cielo.
– ¡Allí, allí está el barco de la muerte! Está en el puerto. ¿No ves el barco noruego? Allí está, glorioso. Dorado por el sol. Lleva a bordo agua helada de los fiordos. ¿Ves, Pippip?
Se encontraba medio incorporado sobre sus rodillas, y señalaba con ambos brazos el espacio.
– ¿Dónde está el Yorikke? -dije gritando a mi vez. -Viejo, ¿no lo ves? ¿Estás ciego? Ahora se detiene. Está esperando, esperando. Por favor, por favor, míralo. Su voz era suplicante, llena de compasión. -¿No ves, Pippip? Seis barras han caído. ¡Mal rayo!
Ahora son ocho. ¡Qué tales por cuales! Dame una lata de
mermelada de ciruela para meterla al horno y acabar de una vez con las barras. ¿Dónde está el café? ¿Por qué no me dejaste una gota? Esto no es jabón de una lavandería china, es mantequilla, dorada mantequilla. ¡Dame el té! ¡Maldita sea! ¿Dónde está el café? Eres un maldito mentiroso, hijo de perra. ¡Dame el té! Cómete de una vez toda la lata de leche, Pippip. Si no lo haces, te la robarán. Son salteadores. Otro trago, puro, ¿me oyes? ¡Quítate la falda, muchachita linda! Toma el café, el café.
Yo, sin tener la seguridad de encontrarme en mi juicio, observaba a Stanislav. Y me di cuenta del poder que tenía, de la forma en que luchaba por no sucumbir. Golpeaba la tarima con los puños. Agitaba todo el cuerpo, aún atado con los cables. Tendía los brazos y el pecho en todas direcciones apuntando aquí y allá, gritándome y preguntándome si no veía al Yorikke, unas veces navegando a todo vapor, otras veces virando, luego volviéndose, más tarde deteniéndose y echando el ancla.
Para mí todo era indiferente. Empezó a dolerme el cuello de tanto volverlo para observar las maniobras del Yorikke, que se apresuraba a salvarnos. Stanislav, mirando sin cesar algo que ocurría en el mar de acuerdo con su imaginación, comenzó a gritar nuevamente.
– ¡Deténganlo, deténganlo! Pippip, estarnos siendo arrastrados y el barco no podrá salvarnos. Yo tenía que hacer algo, tratar de retener las barras, porque todas habían caído. ¿Ves al fogonero? Mi fogonero está en la caldera. ¿En dónde está el agua? Pero ahora tengo que correr para subir a bordo antes de que el barco zarpe. Luchaba con la cuerda, con la que se había sujetado a la tarima. Había perdido la habilidad de deshacer nudos. Trabajaba en forma absurda sin hallar la manera de aflojarlos; los apretaba, por el contrario.
– ¿En dónde está la pala? ¡Diablo, cortémosle la pierna de una vez, o nos iremos al fondo! El agua empieza ya a subir.
Manejó la cuerda con mayor prisa y menor habilidad aún. La cuerda, no muy resistente, rozada constantemente contra los anillos y las agarraderas de bronce y manejada por las duras manos de Stanislav, no aguantaría mucho. Finalmente empezó a reventarse y a aflojarse. Con un último y rudo esfuerzo Stanislav se libertó.
– El Yorikke ha salido, está navegando. ¡Date prisa Pippip! El Norske tiene agua helada. ¿Ves a los muchachos apoyados en la regala, agitando la cafetera? No quiero permanecer en un barco de la muerte, no quiero, no quiero. Stanislav temblaba agitadísimo. A cada instante se agitaba más. Todavía sus pies se hallaban entre algunas lazadas de la cuerda, y él se percató de ello con el último reflejo de su mente moribunda. Sacó las piernas de las lazadas y se sentó a la orilla de la tarima con ellas dentro del agua.
Yo miraba todo aquello como si ocurriera a cientos de millas de distancia y como si lo viera a través de un telescopio. Personalmente nada tenía que ver con aquello. Así pensaba, aun cuando pueda parecer extraño.
– Allí está el Yorikke. El capitán nos está saludando. ¿Lo ves, Pippip? Se toca la cachucha. Trozo de carbón en mi pierna. ¿Por qué no vienes? Lo miré. No comprendía lo que quería decir. No podía formarme idea alguna con sus palabras. Porque eran palabras, solo palabras.
– ¡Apresúrate, Pippip! Pastel de pasas, té, cacao, también «de después del huracán». Ahora me percataba de que él tenía razón. Sí, sin duda alguna allí estaba el Yorikke. Flotando sobre las aguas majestuosamente. Lo veía con toda claridad. Lo reconocía por la curiosa apariencia de su puente, tendido siempre alto en el espacio.
Seguramente allí estaba el Yorikke. En aquel momento la tripulación desayunaba. Veía las ciruelas nadando en engrudo azul. El té no era tan malo. Era bueno aun sin leche y sin azúcar. El agua fresca no apestaba y los tanques estaban como nuevos. Me ocupaba en aflojar los nudos de la cuerda con que estaba atado a la tarima. Mis dedos, sin embargo, no me obedecían. Hacían lo que querían.
Llamé a Stanislav para que me ayudara a desatar la cuerda. Pero él no tenía tiempo. Ni siquiera puso atención a mi llamada. No supe cómo, pero vi sus pies otra vez enlazados con la cuerda. Y él trabajaba de prisa por libertarse nuevamente.
Sus gritos y su trabajo incesante con la cuerda le hicieron reventar antiguas heridas, las heridas que había recibido cuando luchara con la pandilla del secuestro. De las cicatrices manaba sangre espesa que escurría por su cara. Eso no le importaba y él parecía no darse cuenta.
Yo pellizcaba y tiraba de la cuerda. Era muy gruesa, y había sido bien atada por Stanislav. No podía romperla, ni frotarla, ni me era posible salir de ella escurriéndome como una culebra. Cuando creí haber ganado unos cuantos centímetros, me percataba de que estaba mejor atado que nunca. El agua había apretado los nudos en tal forma que parecían soldados. Miré en rededor en busca de un hacha, un cuchillo o una pala. Ello me recordó que algunos años atrás, en cierta ocasión, había sostenido una pala para ayudar a cortar la pierna de un negro que se lamentaba. La brújula volvió a caer en el agua nuevamente, y tuve que sacarla con la ayuda de una barra ardiente, aún al rojo. Seguía luchando con la cuerda, que se negaba a dejarme libre. Me pareció estar luchando con un policía que registraba mis bolsillos ante el cónsul norteamericano, quien me preguntaba si deseaba un boleto para una comida. Los nudos cada vez se apretaban más. Aquello me enfurecía, y yo blasfemaba acerca de todo lo que se me ocurría, y de todos los que me acordaba.
Stanislav había puesto nuevamente sus piernas en el agua; pero permanecía quietamente sentado sobre la tarima.
Se volvió hacia donde yo estaba sin mirarme y movió la cabeza. Después, gritó:
– ¡Ven, Pipplav Pap Pip! Solo tenemos que hacer veinte metros. Es arena, ¡corre! Todas las barras están fuera de su lugar. Siete minutos tiempo agua a un maquinista. Levántate, abajo está lleno de cenizas. ¡Levántate! El corredor -chilló con gritos agudos, horribles-: Ningún Yorikke, allí no había Yorikke alguno. Todo es niebla flotante. Allí no… no… El ruido me hería y grité tanto como pude: -¡No hay Yorikke! Es una endiablada mentira. ¡No hay Yorikke! Tiré de la cuerda con todas mis fuerzas, porque mirando en rededor, descubrí que el Yorikke se había alejado. Solo veía el mar. Solo veía las olas correr de horizonte en horizonte como una eternidad en movimiento.
– ¡Stanskinslovski, no saltes! ¡Por Dios, estáte quieto!-grité. Estaba asustadísimo. Sentía como si hubiera sufrido una pérdida irreparable-. ¡Stanislav, no saltes! ¡Espera! ¡Espera! Por Dios, resiste, Stanislav, resiste. No te des por vencido. ¡Nunca! -Él se aproxima, está levando anclas a toda prisa y yo corro hacia el barco. Tengo que correr hacia el Yorikke. Correr. Correr. Cien metros. Fünen, ¡ea! Voy, voy, ya voy…
Él saltó. Sí. Saltó. No había riberas en el río. No había puerto. No había barco ni playa. Solamente el mar. Solo las olas rodando de horizonte en horizonte, besando los cielos, brillando como los espejos de un sol poniente.
Dio algunas manotadas sin tratar de tomar una dirección precisa. Después elevó los brazos. Se hundió. En silencio profundo.
Miré al agujero por donde había desaparecido y pude verlo durante un largo tiempo. Me parecía que se hallaba a una gran distancia. Grité hacia él: -¡Stanislav, Lavski, hermano, camarada, marinero, querido, querido camarada! ¡Ven! ¡Ea! ¡Ea! ¡Ea, marinero! ¡Ven! ¡Aquí estoy! ¡Ven!
Él no me escuchó. Habría podido venir. Sin duda que habría podido. Pero no volvió jamás. No había allí barco.
No había puerto, ni Yorikke. No volvió. No, sir. Algo muy notable hubo en ello. No se elevó. Podía haber salido a la superficie. Es algo que no entiendo. Se había enrolado para un largo viaje. Para un viaje muy largo.
No puedo comprender. ¿Cómo pudo enrolarse? No tenía tarjeta de marino. Carecía en absoluto de documentos. Se exponía a que lo echaran.
Sin embargo, no volvió. El Gran Capitán lo había enrolado. Lo había tomado sin documentos. Y el Gran Capitán le dijo: -Ven, Stanislav Koslovski, dame la mano. Estrecha la mía. ¡Ven, marinero! Te enrolaré en la tripulación de un buen barco. De un barco bueno y decente. En el mejor barco que tenemos. No te preocupes más por documentos. Aquí no necesitas de ellos. Estás en un barco honorable. Ven a tu camarote, Stanislav. ¿Puedes leer lo que dice en la puerta, Stanislav?
Y Stanislav contestó:
– Sí, sí señor, «¡El que aquí entra se libra de penas para siempre!»