II
El Yorikke no tenía luz eléctrica ni maquinaria con qué producirla. En su inmaculada inocencia ignoraba quizá hasta que cosas semejantes a la luz eléctrica existieran. Por muchos medios pude descubrir la edad exacta del Yorikke. Uno de ellos fue la luz usada para iluminar los camarotes de la tripulación.
Nosotros llamamos a esos aparatos lámparas de keroseno, pero los no iniciados les dan el nombre vulgar de lámparas de petróleo. Son una especie de bote abollado de lata. El quemador, que se regula con un tornillo, pudo haber tenido allá en sus buenos tiempos apariencia de latón, tal vez de bronce, pero hasta una niña de cuatro años sabe que el latón no se oxida y el hierro sí.
El moho acumulado durante los últimos quinientos años había destruido el quemador; sin embargo, debido al hábito adquirido a través de sus largos años de servicio, el quemador aún guardaba, como un fantasma, su forma original. A todos los recién llegados se les advertía que no manejaran con brusquedad el quemador, cuando llenaran la lámpara, porque el fantasma podía desmaterializarse y no quedar nada de él. La bombilla de cristal era solo un tubo siempre ennegrecido por el humo. Por orden del contramaestre, la lámpara debía ser limpiada todos los días. Así, pues, todas las mañanas se hacía la misma pregunta: «¿A quién le toca limpiar la lámpara?» Y nunca oí gritar a alguien: «A mí», o «A ti, Spainy». El «Tú» a quien hubiera correspondido habría peleado de palabra y de obra para rehuir la obligación. En tal virtud, la lámpara nunca se limpiaba.
Aquella, por su apariencia, debió ser la lámpara usada por las siete vírgenes cuando se lanzaron en medio de la noche para cuidar su virtud. La mecha no se había cambiado y era aún un trozo de la enagua de lana de una de las vírgenes. No era, pues, de esperar que una lámpara usada por vírgenes para guardar su virginidad, pudiera iluminar el camarote de la tripulación del Yorikke suficientemente para que los hombres se vieran unos a otros.
El keroseno usado en la lámpara se llamaba aceite diamante. Esa denominación le daba el capitán en las cuentas que presentaba a la compañía. Pero yo había visto al grumete que servía al capitán penetrar en el cuarto de máquinas cuando el maquinista se hallaba ausente y recoger todo el aceite de desperdicio, el que el capitán mezclaba con gasolina, y de aquella mezcla resultaba el aceite diamante para nuestra lámpara.
– ¿En dónde está el colchón de mi litera? -pregunté.
– Aquí no tenemos; debió usted haber traído el suyo.
– ¿Almohada?
– No tenemos.
– ¿Mantas?
– No tenemos.
– ¿Qué tienen entonces? -pregunté.
– Trabajo -contestó con calma uno de los hombres.
Me sorprendió verdaderamente que la compañía proporcionara el barco, por lo menos, y no me habría admirado si la compañía hubiera exigido que los marinos llevaran su barco.
Cuando llegué al barco vestía unos pantalones aún decentes, sombrero y chaqueta, y calzaba un par de zapatos. Se me consideraba como el más rico de a bordo, porque al pájaro a quien había yo visto ataviado con el traje de noche, no le estaba tan bien como había imaginado al verle por primera vez. Los pantalones eran tan cortos que apenas le alcanzaban las rodillas, y el elegante frac tenía cortadas las dos colas a un nivel que el frente aparecía más largo.
Al cabo de dos semanas en el Yorikke, me enteré de que el capitán gustaba más de aquellos tipos que podían llamar suyas a pocas cosas. El capitán miraba con malos ojos a quienes regresaban del puerto llevando encima algo nuevo. Pero le importaba muy poco que alguien regresara tan borracho que hubiera necesidad de llevarlo a bordo a cuestas, y recompensaba a los compañeros que ayudaban al marinero a encontrar el buque, y muchas veces pagó gustoso deudas de cantina de la tripulación. En cambio, nunca adelantaba a sus hombres ni un solo dólar, cuando sabía que lo querían para comprarse una camisa nueva.
El camarote en que yo estaba tenía dos compartimientos separados por una gruesa pared de madera, contra la que, en ambos lados, se hallaban dos literas. La cama alta y la baja de mi compartimiento se hallaban fijadas a la pared del corredor; las otras dos, a la pared de madera. En el otro compartimiento había dos literas en la pared y dos fijadas contra el casco. Las construidas para cuatro hombres servían para ocho.
El reglamento prohibía a los hombres comer en los camarotes. Debían comer en el refectorio. Pero no había tal refectorio en el Yorikke por la sencilla razón de que, cuando este barco fue construido, el trabajo en Egipto, Grecia y Persia era hecho por esclavos, y demandar un comedor para ellos habría significado, en el lenguaje árabe, sindicalismo criminal, crimen por el que ser arrojado a los leones se consideraba como castigo muy leve. Ahora que hay algunos puertos en el mundo en donde los inspectores de trabajo suben a bordo para ver si los comunistas, que protestan continuamente diciendo que se trata a los tripulantes como a animales, mienten o son pandilleros. Esos inspectores de trabajo parecen hechos a la medida de las compañías, pues les prestan una amplia cooperación para resolver sus problemas. Estos inspectores se muestran encantados de dejarse vendar los ojos por el capitán. La compañía poseedora del Yorikke usaba, a guisa de velo, el refectorio para la tripulación.
La pared de madera que dividía el camarote en dos, no abarcaba toda su longitud, terminaba medio metro después de las literas, lugar en que se hallaba sujeta a un poste de hierro, y entre el poste y el arco quedaba un pequeño espacio libre. En aquel espacio se habían colocado una mesa tosca y dos bancos. Aquello era el refectorio. A decir verdad, se encontraban en el mismo camarote, aun cuando daba la impresión de hallarse aparte. Para ello se necesitaba solo de una poca de imaginación. Desde luego no había pared que dividiera el camarote del refectorio ni era posible la existencia de puertas. Pero considerando que un marinero con cabeza es capaz de imaginar una pared con una puerta, todo el mundo quedaba satisfecho y los informes acerca del Yorikke fueron siempre buenos.
En un rincón, exactamente junto a la ruda mesa, había un cubo que goteaba constantemente. Aquel cubo abollado servía de lavamanos, de tina, de ducha y se empleaba también para fregar el piso. Se le utilizaba, además, para recibir unos kilos de desahogos de los marineros borrachos cuando lograban regresar a bordo.
Hacinados en aquel pequeño espacio llamado refectorio, había cuatro roperos destinados a la tripulación. Y a no ser por los andrajos y los sacos sucios que colgaban dentro de ellos, se les habría considerado vacíos. En el camarote vivían ocho hombres, pero había solo cuatro roperos. Hasta el armador había sobreestimado las propiedades de los marineros, ya que nada de algún valor se guardaba en los roperos. Por orden especial del capitán, el camarote debía barrerse diariamente. Generalmente aquello lo hacía alguien que se quedaba pegado en el lodo sin poder levantar los pies, o aquel que perdía una aguja o un botón de los que no podía prescindir. Una vez por semana, los camarotes eran empapados con agua salada y a aquello le llamábamos fregar el castillo de proa; para ello no se nos proporcionaba ni jabón ni cepillos. El capitán sin duda pasaba la cuenta por jabón, escobas y cepillos, pero nosotros nunca los vimos.
La tripulación no tenía jabón ni para lavar sus camisas. El jabón era cosa rara y altamente apreciada en el Yorikke, cosa que ponía de manifiesto que el barco no llegaba aún a la etapa en la que la civilización comienza. Ya podía sentirse feliz el hombre que llevara en el bolsillo un pedacito de jabón con qué lavarse la cara cuando se sintiera avergonzado de sí mismo. Nadie se atrevía jamás a dejar olvidado ni el más pequeño trocito de jabón, pues aun cuando fuera del tamaño de una cabeza de alfiler, alguien lo encontraría y lo escondería como un diamante. Este aprecio por el jabón ponía de manifiesto que la tripulación no era salvaje y que aún guardaba un ligero contacto con la civilización. La suciedad del piso y de las paredes formaba una capa tan gruesa y dura, que solamente con un hacha habría sido posible quitarla. Me hubiera gustado probar, no por apego a la limpieza, sino solo por razones científicas, lo que se había perdido totalmente en el Yorikke. Estaba seguro -y aun ahora lo estoy- de que si hubiera roto la corteza de suciedad y lodo, capa por capa, habría encontrado monedas fenicias y medallas de la antigua Macedonia cerca del fondo. Y todavía me emociono al pensar en lo que habría hallado de haber profundizado bastante. Hay una gran posibilidad de que hubiera yo encontrado las uñas que se cortara con los dientes el bisabuelo del hombre de Java, tan esenciales para precisar si los hombres de las cavernas habían oído hablar de Henry Ford y si los antiguos matemáticos, al servicio de la banca, podían determinar el monto del capital de la familia Du Pont.
Al salir del camarote había necesidad de atravesar un corredor muy oscuro e increíblemente angosto. En el lado opuesto de éste había otros dos camarotes, exactamente iguales al nuestro por su disposición y moblaje, pero diez veces más sucios. Yo hubiera jurado por mi alma que en el mundo no existía nada más sucio que el camarote en que yo dormía, pero cuando vi el camarote opuesto dije: «Este es el peor.»
Uno de los extremos del corredor desembocaba a la cubierta y el otro a una especie de toldilla. Cerca de éste y a ambos lados había dos cuartos pequeñísimos. Eran los camarotes de los oficiales inferiores, del carpintero, del donkeyman, del contramaestre y de otro hombre que tenía voz y voto a bordo. Su ocupación era un misterio. Algunas veces ayudaba al donkey, otras al carpintero y alguna más fungía como segundo contramaestre, fustigando a los hombres que trabajaban en la proa, en tanto que el primero gritaba como un loco a los de la popa por su pereza infernal. De haber vivido en los días que precedieron a la revolución de independencia, le habría tomado por capataz, encadenador o verdugo. Tenía la apariencia de un contramaestre escapado de algún barco pirata capturado. Bajo la toldilla había dos rincones, uno destinado a las cadenas, en el que se podían ver de todas clases, y otro a las anclas de emergencia y herramientas para hacer reparaciones.
La pieza que quedaba a estribor era llamada el cuarto de los horrores o, más bien, la cámara de los horrores. Nadie en el Yorikke podía asegurar haber estado en su interior. Muchas veces tratamos de encontrar algún agujero o hendedura por donde poder mirar adentro, pero no había uno solo. Y una noche, cuando Spainy perforó la puerta, descubrimos que estaba protegida por una armadura de hierro.
En una ocasión en que, por una u otra razón, alguien preguntó por la llave de aquella cámara de horrores, resultó que nadie en el barco sabía de ella. Los compañeros decían que el capitán debía tenerla. El capitán, por su parte, juró por su alma y por la seguridad de sus hijos nonatos, no saber absolutamente nada de la llave, dio órdenes inmediatas y estrictas para que la puerta no fuera abierta, y agregó que mataría como a un perro rabioso y echaría al agua sin compasión los despojos del que se atreviera a abrir aquel cuarto. Aquello nos amedrentó y procuramos no acercarnos siquiera más que cuando se nos ordenaba ir por alguna cosa al cuarto próximo.
Nunca he encontrado un capitán exento de caprichos, pero aquél estaba plagado de ellos. Uno de sus muchos caprichos era no inspeccionar jamás el cuartel de la tripulación, cosa que, de acuerdo con el reglamento, debía hacer por lo menos una vez por semana. Siempre tenía una excusa para no hacerlo y alegar que lo haría al día siguiente, porque en aquel momento no deseaba estropear su apetito y además tenía que darse prisa a rectificar la posición del barco.