XIX
Con el resto de la tripulación hablaba muy poco. La mayor parte del tiempo estaban trastornados o furiosos por alguna cosa y siempre somnolientos. En cada puerto se emborrachaban como todos los marinos.
A decir verdad, sin embargo, debo aclarar que no era yo quien dejaba de hablarles, sino ellos quienes no nos dirigían la palabra ni a mí ni a Stanislav. Él y yo éramos solamente paleadores. Y un paleador no es en sociedad un hombre tan elevado como un simple marinero de cubierta y menos aún como un marino calificado. Ellos son caballeros comparados con los paleadores, que viven en la inmundicia, entre el polvo, las escorias y la ceniza. Aquél que se roce con un paleador se ensuciará de tal manera que no podrá volver a sentirse limpio ni en una semana. El contramaestre, el segundo, el carpintero, eran personajes ante los que los paleadores tenían que inclinarse. Los capitalistas son muy tontos, de otro modo ya habrían encontrado un medio para llevarse bien con los trabajadores. Habrían podido hacer uso, en beneficio propio, de las distinciones de clases que existen entre los trabajadores mismos. Existen hasta nobles entre ellos: los aristócratas, quiero decir, los miembros del sindicato. Aquél que no nació para ligarse a un sindicato, es mirado como un indeseable inmigrante de Bulgaria, aun cuando en su país haya sido un profesor de ingeniería. El contramaestre, el carpintero, el segundo y otros que merodeaban por allí y que nunca supe qué hacían a bordo, todos ellos eran llamados oficiales inferiores. Eran, sin embargo, tan sucios y miserables como nosotros. Ninguno de ellos tenía mayor experiencia en navegación que nosotros. Para la marcha regular del Yorikke, nuestro trabajo era mucho más importante que el de ellos. Sin embargo, nosotros, los siempre sobretrabajados y sobrecansados paleadores, teníamos que servir la comida al segundo en la pequeñísima mesa de su agujero, en un camarote separado. Teníamos que limpiar su cueva y lavar sus trastos. ¡Qué gran hombre aquél a quien teníamos que servir! Pero, ¿cuál era su trabajo? Cuando el barco está en marcha, todo lo que tiene que hacer es merodear sin propósito definido. A veces pone un poco de grasa en algún lado de la máquina o una gota de aceite en la flecha de un molinete, o bien quita el polvo de un lado para ponerlo en otro. Como el Yorikke tenía solo dos maquinistas, de vez en cuando él hacía un turno en el cuarto de máquinas, especialmente cuando el jefe estaba muy cansado o poco sobrio o cuando el mar estaba tan calmado que todo lo que el segundo tenía que hacer en el cuarto de máquinas era sentarse en un banco, fumar su pipa y leer confesiones verídicas. Cuando el buque estaba en el puerto, él era fogonero y paleador al mismo tiempo, y se encargaba también de las grúas que subían y bajaban la carga. Por esa razón se le consideraba un gran personaje, que debía disfrutar de habitación particular. Comía lo mismo que nosotros pero, para hacernos sentir la diferencia social que nos separaba, se le servía en domingo budín de arroz con mermelada bien humedecida por el «abuelo», para hacerla durar más y hacerla aparecer más abundante. El segundo también gozaba dos veces por semana de nuestras famosas ciruelas en almíbar, con almidón de color azul pálido. A nosotros nos daban budín solamente una vez por semana, y jamás budín de arroz. Esas elegantes diferencias se estilan hasta en la alimentación, para hacer notar que una persona vale más que otra, no por su trabajo o su talento, sino por su situación entre los trabajadores. Pero sin duda no habría César ni Napoleón sin esos jefecillos y capataces, que tienen un pie en el primer escalón de la escalera que conduce al generalato. Los jefecillos que vienen de más arriba no cuentan, son un fracaso. Los mejores son los que salen de la base, en donde fueron fustigados sin piedad solo unos días atrás. Ahora, pues, serán quienes mejor manejen el látigo. César puede confiar en ellos. Ellos desempeñan su trabajo mejor, y sin la colaboración de ellos estaría perdido.
Después viene el marino calificado. Y luego los grumetes que pintan y hacen cualquier trabajo en la cubierta o abajo. Todos ellos tenían un rango más elevado que el nuestro. Stanislav sabía más de navegación que los tres marinos calificados juntos. No solo el segundo y el marino calificado, sino hasta los grumetes se daban aire de grandes señores cuando pasábamos junto a ellos, como si trataran de sugerirnos que les pidiéramos licencia para ello. Esperábamos que algún día uno de aquellos tipos nos lo exigiera. Stanislav y yo habríamos deseado que lo hicieran.
Todos estábamos muertos. Todos estábamos convencidos de que seríamos alimento de los peces. Y resulta curioso que aun entre los muertos existan esas distinciones de rango, de clase. Quisiera saber lo que ocurre bajo la superficie de un cementerio, especialmente de los cementerios de Boston, San Francisco y Filadelfia, en donde está enterrada la rancia aristocracia del país. Sin embargo, había un lazo que nos mantenía unidos. Todos nos sabíamos moribundos. El nuestro era el destino de todo gladiador; pero nunca hablábamos de ello. Los marinos no hablan de naufragios. No es una buena costumbre. Aquél que no quiera ver acercarse al lobo, que no lo mencione. No hay que hacer ni la menor alusión al demonio, si no se quiere ir al infierno. Todos sentíamos aproximarse cada vez más nuestro último momento. A menudo nos poníamos nerviosos. Tal vez ese mismo sentimiento tengan los criminales que saben que su última semana ha llegado.
No simpatizábamos entre nosotros. No nos odiábamos. Simplemente no podíamos ser amigos, ni siquiera camaradas. Pero, aun cuando parezca extraño, cuando pisábamos tierra jamás lo hacíamos solos. Siempre marchábamos en grupos de cuatro o de seis.
Ni siquiera un grupo de piratas que no hubiera echado mano a un botín en seis meses, tendría el aspecto que presentábamos nosotros. Ningún marino de los otros buques anclados nos habló jamás ni siquiera para decir «¿qué tal?» Estábamos tan sucios y andrajosos que ningún marino decente se habría considerado de nuestro gremio. Supongamos que hubiéramos tratado de hablar con otros marinos; habrían huido de nosotros tan rápidamente como les hubiera sido posible. Cuando nos divertíamos en alguna taberna o cantina en la que hallábamos compañeras de baile, podíamos decir cuanto queríamos; podíamos insultar a cualquier otro hombre presente, marinero o no marinero. Todos simulaban no haber oído lo que decíamos o no se daban por aludidos. Y, de paso, esas peleas entre marinos en puertos extranjeros, tan a menudo presentadas en las películas, son como otras muchas cosas de ellas, un embuste, una gran mentira. Los marinos no pelean ni la décima parte de lo que las historias de mar o las películas tratan de hacer creer al público que paga. Los marinos son más sensatos que los productores de películas. Nadie quiso jamás pelear con nosotros. Estábamos demasiado sucios y andrajosos hasta para ser golpeados por un marino decente. Tal vez de hacerlo, se habrían sentido infectados. Algunos marinos bebían su copa, pagaban y salían. Ocasiones hubo en las que ni siquiera bebían. Pagaban y salían. Todos ellos pertenecían a la honesta clase trabajadora, al cuarto rango del Estado moderno. Nosotros sentíamos no pertenecer ni al sexto, si éste existe dentro de la moderna civilización, lo que bien puede ser.
Pero había una razón más, por la que otro marino o grupo de ellos jamás peleaba con nosotros. Fácilmente se percataban de que a nosotros nada nos importaba. Habríamos sido capaces de matar despiadadamente una vez metidos en la pelea. Los habríamos despedazado. No habríamos dejado buena ni una de sus prendas de vestir y, aun ganando la batalla, les resultaría caro. ¿Qué podía preocuparnos a nosotros? ¿La prisión o la horca? Todo nos era igual. Ningún castigo nos asustaba, porque sabíamos lo que era que cayeran seis o diez barras de los hornos durante un turno. Teníamos a bordo a un portugués en espera solamente de acuchillar a un hombre hasta matarlo. Lo había dicho, explicando que necesitaba pasar unas vacaciones en la cárcel, pues de otro modo moriría como un perro en el Yorikke. Decía que la peor prisión en la que había estado era la de un pueblecito en Nordáfrica. Pero que, sin embargo, era mejor que trabajar por la comida que daban en el Yorikke. Estoy seguro de que había a bordo otros que pensaban como él y que esperaban su oportunidad, pero que no lo confesaban con la franqueza de aquel muchacho.
La tripulación del Yorikke era conocida, digamos notoriamente, en todos los puertos del Mediterráneo, a excepción de los de Francia e Italia, en los que jamás se nos permitía desembarcar. Todos los puertos del oeste de África hasta el Congo francés, eran tocados ocasionalmente por nuestro buque, cuando el capitán lo consideraba prudente o cuando alguna tribu o nación pequeña enarbolaba las ideas de libertad e independencia, aconsejadas por nuestros paladines de la democracia y de los derechos de las naciones pequeñas maltratadas por las grandes.
Siempre que entrábamos a una cantina, el dueño estaba ansioso por sacarnos tan pronto como fuera posible, aun cuando dejáramos en su mostrador todo el dinero que llevábamos en la bolsa o en la boca. En ocasiones alguien tenía los bolsillos hechos pedazos y entonces guardaba su dinero en la boca y, si eran billetes, dentro de la cachucha. Éramos buenos clientes. El cantinero lo sabía. Sin embargo, ni por un momento nos quitaba la vista de encima. Vigilaba cada uno de nuestros pasos y de nuestros movimientos.
La gente que pasaba a nuestro lado por la calle, frecuentemente se retiraba de nosotros con horror. La lucha constante del Yorikke por su vida, para evitar ser enviado al fondo del mar, se hallaba impresa en todos nuestros gestos, en todos nuestros movimientos. Las mujeres palidecían cuando inesperadamente nos acercábamos a ellas, y las que estaban encinta lloraban lastimeramente al vernos. Se ponían ambas manos sobre el vientre y susurraban alguna oración para ahuyentar el mal agüero, y después corrían y corrían, sin volver la cabeza.
Los hombres sencillos, los campesinos, perdían la confianza en sí mismos cuando nos encontraban. Muchos de ellos mostraban su temor abiertamente. La mayor parte volvían la cara para otro lado, para que ni por un momento pudiéramos pensar que tenían intención de ofendernos.
Generalmente nos seguían uno o dos policías, que hacían todo lo posible por no perdernos de vista desde respetable distancia, para que no maliciáramos que les habían ordenado vigilarnos durante todo el tiempo que permaneciéramos en el puerto. Pensaban que de habernos percatado de ello, habríamos enfurecido e incendiado a toda la población. En algunos puertos se corría la versión de que en realidad el Yorikke contaba con una tripulación de doscientos hombres, listos para asaltar cualquier pueblo o cualquier nave en alta mar en cuanto su jefe se lo ordenara. En esa parte de África hay cientos de puertecitos cuyos habitantes creen aún en cuentos de piratas de la época de los fenicios y los cartagineses.
La impresión que causábamos a los niños era tal vez la más notable. Algunos, especialmente los mayorcitos, lloraban llamando a su madre cuando nos veían. Otros se paralizaban como tocados por una vara mágica; otros corrían como gamos. Los más chiquititos, sin embargo, se detenían ante nosotros con los ojos bien abiertos, como si vieran a algún ave del paraíso. Otros nos seguían, se aproximaban a nosotros y sonreían abiertamente con sus caritas de sol dorado, diciendo con frecuencia: «Buenos días, marinero, ¿tienes un barco lleno de hadas para cruzar el mar?» Luego nos tendían la mano y nos rogaban que les trajéramos princesitas y doncellas, de dos centímetros de la Tierra Azul del Ensueño. Después nos miraban nuevamente, tomaban aliento y su cara adquiría la expresión de alguien que despierta de un dulce sueño. Entonces corrían y lloraban, sin volver la cara. Era en ocasiones como ésas, cuando yo pensaba que tal vez ya estábamos muertos, y que solamente las almas de los niños eran capaces de vernos como éramos en realidad.