XXI

Estábamos a medio día de Trípoli y en medio de un temporal. Nuestra situación en el cuarto de calderas era tal que no sabíamos la mayoría de las veces si nos encontrábamos a babor, a estribor o en cualquier otro punto de los cuatro ángulos opuestos. En cierta ocasión en que fui lanzado sobre un montón de combustible y cuando hacía esfuerzos por enderezarme, miré casualmente al tubo de cristal del medidor del nivel de agua en las calderas, maravillándome de cómo semejante cosilla de tan buena apariencia era capaz de matar a un hombre en la forma espantosa que lo había hecho con Kurt, de Memel.

Entonces se me ocurrió preguntarme a mí mismo: ¿Sería yo capaz de saltar al tubo roto y cerrar la llave, sacrificando mi preciosa vida?

Decididamente, no. Dejaría que lo hiciera cualquiera que se sintiera valiente. A mí no me importaba un cacahuate ser valiente y que otros me llamen gran hombre.

Pero ¿quién puede asegurar lo que será capaz de hacer en determinada ocasión, cuando nadie hace la pregunta y se tiene que obrar rápidamente sin tiempo para reflexionar en las consecuencias? El fogonero sería el primero en sufrirlas. No tendría escapatoria, por hallarse atrapado por la puerta del horno, o cegado. ¿Podría dejar a mi fogonero en el lodo? Recordar sus gritos día y noche durante el resto de mi vida:

– ¡Pippip, por el diablo, sácame de aquí que me estoy quemando. Pippip, ven a rescatarme, pronto, o todo habrá acabado. Pippip, Pipppp!

Solo hay que probar eso e intentar seguir viviendo. Solo hay que tratar de salvar el propio cuero abandonando al fogonero que pide ayuda a gritos. No, eso no; uno salta y hace lo que debe, aun cuando en ello vayan las vidas de ambos.

Si tuviera tiempo de reflexionar, no lo haría. Mi vida tiene tanto valor para mí como la del fogonero la tiene para él; mi vida pudiera…

– ¡Pippip, por el diablo, salta hacia atrás; no te pares, no te detengas; salta a babor y brinca!

Mi fogonero gritó con voz tan poderosa que el ruido de la máquina desapareció. Sin volver la cabeza ni titubear, salté hacia babor y caí sobre mis rodillas, pues tropecé con el atizador que estaba junto a la pared. Caí y simultáneamente escuché un horrible estruendo tras de mí.

Vi palidecer al fogonero en forma tal, que a pesar de la capa de hollín y de sudor, parecía bañado con cal. Entonces supe que hasta los muertos pueden palidecer.

Me levanté, me froté las estropeadas rodillas y espinillas y me volví para mirar lo que ocurría.

El tubo de las cenizas había caído.

Era un tubo pesado, hecho de una gruesa hoja de hierro, de cerca de un metro de diámetro por tres de largo. A través de él se subía hasta la cubierta el depósito de las cenizas para ser vaciado en el mar. Ese tubo estaba suspendido por cuatro cadenas del techo del cuarto. La parte inferior del mismo se hallaba como a un metro y cuarto sobre el piso. Tal vez los agujeros de los cuales pendían las cadenas se habían roto u oxidado o quizá las cadenas se habían reventado. Cualquiera que haya sido el motivo, fue sin duda el temporal lo que precipitó la caída del tubo, que pesaba una tonelada, más o menos. Supongamos que alguien estuviera debajo de él en el momento de caer; habría sido dividido en dos, como cortado por un afilado cuchillo, o tal vez decapitado, o habría perdido una pierna, un brazo o ambos. ¿Quién habría pensado jamás que ese tubo podría caer? Pendía de aquel sitio desde que la reina Betsy tuvo su primer amante. ¿Por qué no había de permanecer allí otros trescientos años? Lo que ocurre es que en estos tiempos revolucionarios, nada está a salvo; todo y todos se hallan inquietos, deseosos de cambiar posiciones y puntos de vista. Así, pues, el tubo cayó.

«Si, fogonero, de buen tajo nos escapamos.» Casi me alcanza. Me hubiera aplastado bien y bonito sin dejar de mí nada para el Día del Juicio. Bueno, de cualquier manera, algunas veces me pongo a pensar: ¿Qué harán los tipos encargados de reunir a todos los muertos para el Día del juicio con los marineros lanzados por la borda y devorados por los peces, por cientos de peces? Me gustaría saber cómo solucionan el problema de juntar a todos los marineros que fueron lanzados al mar, de entre cien mil millones de desechos de peces. Es por eso por lo que los marinos están excluidos y por lo que no les importa jurar por todos los diablos y escupir a todos los santos.

En aquella ocasión no hubo funeral con el escatimado trozo de carbón atado a los pies, con el despreocupado toque a la cachucha y la oración: «¡Maldita sea! ¡Por el diablo! ¡Otra vez nos falta un paleador! ¿Cuándo podremos estar completos?»

El medidor del agua de las calderas causó una víctima; el tubo de las cenizas no lo logró. Quisiera saber qué será lo próximo y quién será el próximo. Tal vez sea el tablón que sirve de pasadizo entre la carbonera alta y el cuarto. Se le oye rechinar en forma amenazadora cuando uno lo cruza. Y si no es el tablón será…¿Pero qué objeto tiene aventurar? El fin llegará, de cualquier forma bien distinta de como uno lo supone.

En el siguiente puerto me escabullo y me quedo. Sabía, sin embargo, que solo podría conseguir otro barco al servicio de la muerte al cabo de un corto lapso de libertad. Los muertos tienen que volver a sus tumbas, aunque de vez en cuando aspiren con toda la fuerza de sus pulmones para conservarse saludables.

Los pensamientos de Stanislav y los míos deben haber sido arrebatados por el viento en alguna forma, porque cuando nos encontramos nuevamente en tierra, la policía no nos perdió de vista. En nuestra primera tentativa para dirigirnos a las afueras del puerto, a la primera manifestación de nuestros deseos de escabullirnos, la policía nos habría echado mano y nos habría obligado a regresar al buque. El capitán habría tenido que cubrir los gastos por la aprehensión de dos desertores de un barco extranjero. Nosotros, desde luego, habríamos tenido que responder por el pago de ella, sufriendo deducciones de nuestro salario. Y nuevamente nos veríamos arrodillados ante el capitán para sacarle un pequeño adelanto para un trago.

Volvimos a intentarlo en Beirut. Estábamos en una taberna esperando que el Yorikke zarpara para ir al encuentro de nuestro destino, cuando inesperadamente dos hombres se presentaron preguntando: «¿Marineros, son ustedes del Yorikke?» No contestamos afirmando ni negando. Pero aquellos pájaros no esperaron nuestra respuesta. Solamente dijeron: «Su barco ha izado la bandera azul y no querrán ustedes perder su empleo, ¿verdad, caballeros? ¿Podemos mostrarles el camino de regreso? Si no tienen inconveniente, mucho nos complacerá mostrarles el camino de regreso a su buque.»

Cuando subimos tristemente por la escalera, aquellos amables tipos esperaban aún en el muelle y allí estuvieron hasta que el Yorikke se encontraba tan lejos que hubiera sido imposible que regresáramos a nado. En algunos puertos hay tipos ciertamente bondadosos, que se preocupan por devolver a bordo de sus barcos a los marinos y los despiden con sus pañuelos hasta que se pierde la última nube de humo.

Después de todo, Stanislav tenía razón: «No hay modo de evadirse una vez que se está dentro. Si uno tiene la suerte de escapar del barco, ellos te encuentran en uno o dos días y te llevan directamente a otro barco de la muerte. ¿Qué otra cosa podrían hacer contigo? De algún modo tienen que sacarte, y no pueden deportarte, toda vez que careces de país.»

– Pero Lavski, ¿cómo pueden obligarme a que me enrole nuevamente? No pueden.

– ¡Ah! ¿Conque no pueden? Ya verás cómo sí. El capitán, siempre necesitado de brazos, paga una o dos libras porque te obliguen a regresar, jurándoles que te alistó cerrando el trato en una taberna y que te dio dos guineas adelantadas. Y un capitán, honesto hombre como él, siempre tiene razón, en tanto que el marinero mugroso está siempre borracho y equivocado. Aunque el capitán jamás te haya visto, ni lo hayas visto tú a él, como te necesita, te reclama como desertor. Y no trates de acogerte a la justicia, porque caerás en una trampa. El capitán jura y ¿qué será entonces de ti? Te acusarán de perjurio y te cobrarán diez libras, dejándote bajo la custodia del capitán. Después trabajarás durante medio año sin remuneración alguna, debido a las diez libras por las que tienes que responder.

Quedé horrorizado al escuchar aquella espantosa historia de la moderna esclavitud. Entonces dije:

– Lavski, que Dios me ayude y bendiga mi alma extraviada; debe haber alguna justicia en este mundo.

– Hay justicia en este mundo. Montones de ella, pero no para los marineros y tampoco para los trabajadores que buscan dificultades. La justicia es para las gentes que pueden pagarla, y nosotros no somos de esos. Todos saben que uno no puede recurrir al cónsul, pues si uno pudiera no estaría en el Yorikke; hasta los niños saben quién y qué es uno. Si pudiéramos acudir al cónsul, nada ocurriría; pero los cónsules de nuestro país no son nuestros cónsules. Nosotros no podemos pagar cuotas ni deslizar un billete de cien dólares entre los papeles de su escritorio.

– ¿En dónde está tu libreta de pago, de marino danés? -pregunté.

– Mira, imbécil; hay momentos en los que realmente creo que no tienes sesos. ¡Preguntar eso! Si la tuviera no estaría aquí. Tan pronto como me dieron aquel pasaporte alemán, vendí la tarjeta danesa por diez dólares norteamericanos, y te juro que para el pájaro que me la compró valía un ciento. Tenía que salir de Rotterdam por cualquier medio. Yo lo hice porque estaba segurísimo de la validez de ese pasaporte. Era perfecto. Uno podía fiarse de él como de una chica a la que has hecho tres hijos y es tan fea que no te presentarías acompañado de ella en pleno día sin sentirte mal.

– ¿Por qué no probaste suerte con aquel pasaporte en algún lugar, cuando el cónsul holandés te dijo que no podía autorizar tu enrolamiento?

– ¡Vaya si lo intenté! Yo hubiera sido el último en no acogerme a ese expediente. Conseguí un sueco. El capitán no tuvo tiempo de llevarme ante el cónsul porque ya estaba a punto de zarpar. Cuando me pidió mis documentos, le mostré aquel elegante pasaporte. El lo tomó, lo miró sorprendido y dijo: «Lo siento hijito, no hay trato. Si te tomo jamás podría deshacerme de ti y eso es imposible.»

– Cualquier alemán te habría tomado, ellos no podían rechazarte con ese pasaporte.

– También lo intenté, Pippip. Conseguí un buen alemán. Aun cuando la paga era miserable, decidí hacer uno o dos viajes para comenzar. Pero cuando el primer piloto vio mi pasaporte, me dijo inmediatamente: «No aceptamos puercos polacos. ¡Largo de aquí! Este es un barco decente.» Entonces conseguí otro alemán, pero de tercera categoría. No lo soporté. Los trabajadores, todos aquellos que dicen: «Proletarios de todos los países, uníos», son más patriotas que lo que jamás pudo serlo un general del Káiser, y de criterio más estrecho que el de la esposa de un predicador metodista. Casi nunca dejaba de escuchar las frases: «¡Fuera los polacos!» «¿No quisieras tragarte también el resto de Silesia, polaco?» «Hasta los puercos de los campesinos alemanes apestan menos que un polaco.» «¿Dónde está nuestro puerco polaco?» Nunca me lo decían directamente, a la cara. Pero lo oía por dondequiera que pasaba. Me sentía siempre con deseos de lanzarme por la borda. Yo aguanto bastante, pero no podía con aquello. Así, pues, cuando por primera vez regresamos a Rotterdam, me dirigí al capitán. Era amable y dijo: «Sé bien, Koslovski, lo que es esto y lo que siente usted. Créame que lo lamento; pero no puedo hacer absolutamente nada. Es usted un hombre de confianza y siento dejarle ir; pero si no lo hace enloquecerá o matará a un par de hombres de la tripulación. Y ninguna de esas cosas nos beneficiaría. Creo que le convendría mejor buscar un barco que no sea alemán. Sin duda lo encontrará.»

– Maravillosos estos camaradas marinos, y sin duda que deben vivir hablando de comunismo y de internacionalismo y de la eterna hermandad de la clase trabajadora. ¡Mal rayo! -dije.

– No hables así, Pippip -repuso Stanislav, excusándolos todavía-. Así los han educado. No pueden evitarlo. Lo mismo les ocurrió cuando estalló la guerra. Tenían a Karl Marx en el librero y las armas al hombro para marchar en contra de los trabajadores del mundo. Todavía tendrán que pasar quinientos años para que no se emboben con lemas podridos. Ves; por eso me gusta el Yorikke. Aquí nadie te aprieta el pescuezo para que confieses tu nacionalidad. Porque nada tienen que arriesgar. Y no te creas que hay mucha diferencia con los rusos. Ellos están tan engreídos con su Rusia bolchevique como lo estaban con Alemania los nacionalistas que lanzaban hurras. Los bolcheviques cierran sus puertas a los trabajadores hambrientos de afuera con tanta energía como la empleada por los sindicatos norteamericanos. Los perros se comen a los perros, y los demonios son demonios entre sí. Prefiero irme al fondo con mi dulce Yorikke, antes que comer y vivir en un barco alemán. No lo querría ni como regalo de Navidad, si quieres saberlo.

– ¿No tienen los polacos actualmente una marina mercante de su propiedad?

– La tienen. ¿Pero en qué puede ello beneficiarme? -preguntó Stanislav-. Una autoridad de primera categoría, me aseguró que yo no era polaco, en tanto que los alemanes me consideran un puerco polaco. ¿Comprendes?