IV

Aquel mismo día por la tarde fui conducido a la estación. Me acompañaron dos hombres, uno de ellos era el intérprete. Sin duda pensaban que jamás me había subido a un ferrocarril, porque no me dejaron solo ni por un minuto. En tanto que uno de ellos compró los boletos, el otro se quedó conmigo; sin duda trataba de evitar que algún ratero tuviera éxito buscando en los bolsillos en los que ellos nada habían encontrado. Me hubiera gustado que algún ratero hábil encontrara siquiera un centavo en mis bolsillos después de que los policías los habían vuelto al revés.

Con toda cortesía me acompañaron hasta el tren y me ofrecieron un asiento en uno de los compartimientos. Pensé que después de eso, aquellos caballeros me abandonarían, pero no ocurrió así; se sentaron, aparentemente preocupados por evitar que cayera yo de la ventanilla en cuanto el tren se pusiera en movimiento. Quedé colocado en medio de ellos.

Los policías belgas son muy corteses; en realidad nada tengo que reprocharles. Me dieron cigarros pero no cerillas, temerosos sin duda de que incendiara el tren.

Llegamos a un pueblecito y descendimos del ferrocarril. Allí me llevaron a otra estación de policía. Tuve que sentarme en un banco. Los hombres que me habían conducido hicieron un largo relato al personaje encargado. Todos los policías me atisbaron como si fuera un asesino a quien no se hubiera ejecutado debidamente y que hubiera podido escapar. Repentinamente tuve la idea de que me iban a colgar y de que para ello solo esperaban al verdugo, a quien no habían podido encontrar por hallarse celebrando una boda. La idea me impresionaba más y más. ¿No me había dicho claramente el alto personaje de Amberes que no tendrían empacho en echarme al agua? Entonces, ¿por qué no habrían de colgarme en aquel pueblecito solitario?

No hay por qué reír de esto; no, sir. La cosa era en verdad muy seria. Póngase a meditar en ello. Yo carecía de papeles; el alto personaje no había encontrado la mía en su libro de fotografías. De haberla encontrado, las cosas habrían variado, porque hubiera sabido que yo era un marinero honesto. Cualquiera podía decir que el Tuscaloosa lo había dejado, pero ¿cómo podía probarlo? Yo me había enganchado sólo media hora antes de que el Tuscaloosa zarpara y estoy seguro de que el capitán ni siquiera sabía mi nombre. Él nunca se ocupaba de esas cosas; ¿qué podía significar para él un par de brazos más? El tenía sus preocupaciones, ignoraba lo que su mujer hacía mientras él se encontraba en el mar. Por lo tanto, aun cuando alguien se tornara el trabajo de telegrafiarle, él tan solo contestaría: «No conozco a ese vago, cuélguenlo si quieren.» Así era él. En su opinión más valía olvidarse de mí completamente en lugar de causar gastos a la compañía a fin de que yo pudiera regresar a mi patria.

Ya ve usted, señor; carecía de toda clase de pruebas acerca de mi existencia legal. No tenía lugar establecido en ninguna parte del mundo. No era miembro de ningún consejo industrial o cámara de comercio; tampoco era presidente de algún banco. Ni siquiera tenía relaciones bancarias, pues jamás he oído hablar de un marinero con cuenta corriente. Claro que no hay que culpar por ello al marino; su salario jamás le permite sufragar sus gastos en tierra.

Era simplemente un don nadie y tampoco los belgas podían ser censurados por negarse a alimentar a un don nadie, pues ya usted sabe que tienen que alimentar a un buen número de ellos, es decir, a la mitad de los habitantes de Bélgica, porque la otra mitad está compuesta de franceses, ingleses, australianos, alemanes, americanos, escoceses que se encuentran allí debido a las dificultades inherentes a la guerra y a la ocupación del país. Yo sería cuando mucho una razón más para que ellos se negaran a pagar lo que les prestamos cuando se encontraban entrampados.

Así, pues, el hecho de que me colgaran sería lo más sencillo y rápido deal mundo. Nadie en el mundo se habría preocupado por mí. ¿Qué importa un vago más o menos? Ni siquiera se tomarían el trabajo de escribir mi nombre en el libro en el que aparecen los de todos los colgados.

Solo esperaban al verdugo, porque, sin él, la ejecución habría sido ilegal y considerada como un asesinato y como una falta en contra de la civilización de una nación como la belga.

Sí, solo esperaban al verdugo. Hacían preparativos; uno de los policías se me aproximó y me entregó dos cajetillas de cigarros, sin duda el último regalo para un condenado a muerte. Después me dieron cerillas y empezaron a hablar en inglés. Me dieron palmaditas en la espalda, rieron y empezaron a lisonjearme y hasta trataron de contarme un chiste irlandés, el cual, explicaron, habían leído en un libro en cuyas páginas se prometía enseñar a hablar inglés sin necesidad de maestro, en seis semanas.

– No lo tome tan a pecho -dijeron-. Fume su cigarro y sea feliz. Todos tendremos que morir algún día. Yo me salvé durante la guerra, pero también tendré que comer tierra. En cuanto a usted, marinero, tendremos que esperar a que oscurezca; no podríamos hacerlo a plena luz del día.

«No lo tome tan a pecho…» ¡Quisiera saber si alguna vez ese tipo se encontró tan cerca de la horca como yo! O tal vez pertenecía a la clase de individuos que no toman la horca muy a pecho. Tal vez estaría habituado a ella. Yo no lo estaba; no, sir.

Los cigarros carecían de sabor, parecían hechos con paja. ¡Por el diablo, yo no quiero que me cuelguen! Empecé a mirar en rededor, en busca de alguna ocasión para escapar, pero era imposible, todos me vigilaban. Era yo el primer marino americano que tropezaban en su camino y era algo así como un animal de circo para ellos. ¡Cómo odio a los belgas! No sé cómo pudimos ayudarlos cuando traían los pantalones mojados de miedo.

Cuando había oscurecido completamente, ya cerca de las nueve, alguien me llevó la cena. Gente chocante estos belgas; así es que a eso es a lo que ellos llamaban la última cena de un condenado; pues de ser así yo podía asegurar que jamás cometería crimen alguno en Bélgica. Un poco de ensalada de papas, tres rebanadas de salchicha de hígado tan delgadas como una hoja de papel, y unas cuantas rebanadas de pan ni blanco ni negro con la inevitable margarina. Quizá en Bélgica no hay vacas y por lo tanto carecen de mantequilla. Esa gente debía darse una pasadita por Wisconsin, en donde hay quien echa mantequilla al fuego para hacer que el café hierva pronto. ¡Qué cena! ¿Es así como muestran su gratitud los belgas? ¡Y pensar que yo estuve muy cerca de ser herido cuando ellos imploraron nuestra ayuda de rodillas!

El policía que había empleado hora y media tratando de contarme el chiste irlandés, apareció con una botella.

– ¿Qué es usted, amigo, bueno o mal americano? -preguntó.

Viendo la botella que traía en la mano, contesté:

– Malo, señor.

– Exactamente como yo lo suponía -dijo riendo-, y ya que es así, me han permitido que le traiga esta botella de vino rojo para que se enjuague la boca. Si me hubiera asegurado ser un buen americano le habría considerado partidario de los prohibicionistas.

– ¿Prohibicionista, yo? -dije- ¡Al diablo con esos hipócritas! Dame la botella y le enseñaré cómo bebe un buen marino americano; los tragos que me verá echar son únicos en el mundo.

– Eso es, amigo. Yo ya sabía la realidad de la prohibición. ¡No me hagan reír! Nunca creí que hombres como los americanos se dejaran guiar por beatas histéricas. Cosas como ésas no nos pasan a los belgas; nosotros todavía somos los que llevamos los pantalones. Y si queremos echar un buen trago, bebemos y dejamos que el diablo se lleve a las mujeres con su temor al pecado.

¡Qué lástima que un hombre como ése fuera policía! ¿Por qué no era marino, y por qué no iba al país de Dios? Los belgas no son tan malos, después de todo, y me satisface que les hayamos prestado nuestro dinero, aun cuando no haya ni la menor probabilidad de que nos lo devuelvan. Me satisfizo ver que por lo menos nuestro dinero sirvió para que sobreviviera un individuo con un espíritu como el de aquél. El préstamo no había sido inútil.

Alrededor de las diez, el oficial que me había agasajado con el vino me dijo:

– Ya es hora, marinero. Venga.

De nada me hubiera servido llorar entonces diciendo «No quiero que me ahorquen.» Aquel era mi destino. Si el Tuscaloosa hubiera esperado solamente dos horas más, nada de eso me habría ocurrido, pero al parecer yo no valía una espera de dos horas. Bueno, vamos; no hay más remedio.

Pero entonces algo se despertó dentro de mí. Yo no era un animal a quien cualquiera podía tratar como le diera la gana. En donde hay vida hay esperanza. Así decía un viejo marino, y es muy cierto. Me deshice de las manos que me oprimían el hombro y grité:

– No voy, me resisto a ir. Soy americano, soy ciudadano americano, me quejaré al embajador y al cónsul. Nada malo he hecho.

Entonces el intérprete dijo:

– ¿Conque usted se va a quejar? ¿Y quién es usted? Usted no es americano; si lo es, pruébelo, ande, muéstrenos su pasaporte o su tarjeta de marino; nos satisfaría hasta una carta de su cónsul. Somos generosos, hasta una carta del capitán de su barco serviría. No tiene pasaporte. En cualquier país civilizado quien carece de pasaporte carece de personalidad, y deja de existir para nosotros y para cualquiera. Podemos hacer de él lo que nos venga en gana. Y eso es exactamente lo que vamos a hacer ahora mismo. Si quisiéramos podríamos hasta colgarlo o fusilarlo o matarlo como a un piojo. Así, con una uña acabaríamos con usted -dijo frotando las uñas de sus pulgares entre sí y ordenando después-: Llévenselo.

– Y no vuelvan a traerlo -gritó el alto personaje desde detrás de su escritorio, sobre el que había dormido durante algunas horas, hasta verse despertado justamente por el escándalo que yo había hecho. Se dirigió a los dos hombres que me conducían y les dijo:

– No lo vuelvan a traer, porque los colgaré en su lugar, o por lo menos los pondré tres años entre rejas. Llévenselo y ejecútenlo frente a la estación, a nadie le interesará.

No dije nada más. Los policías estaban armados y yo no.

Los tres salimos del pueblo y pronto nos encontramos en campo abierto. La noche estaba muy oscura, e íbamos por un atajo en muy mal estado. Cuando habíamos caminado alrededor de dos kilómetros dimos vuelta y entramos en una vereda angosta que atravesaba una pradera.

De pronto hicimos un alto. Estuve a punto de creer que los policías belgas leían el pensamiento, pues en el preciso momento en que me disponía a dar un puñetazo a la quijada de uno de ellos, el otro me tuvo por el brazo derecho y dijo:

– Hemos llegado; ahora nos diremos adiós sin derramar lágrimas.

Tuve una sensación desagradable al saber que el último instante había llegado. Toda la vida había deseado ir a Australia y hacer una fortuna, y he aquí que en el momento menos pensado llegaba al final de mi existencia. Tenía un sin fin de planes que pensaba llevar a cabo algún día, pero ya era demasiado tarde, palabras terribles: ¡Demasiado tarde!

Tenía tan seca la boca que me hubiese gustado pedirles una botella de aquel buen vino que me habían ofrecido para probar que aún eran ellos quienes llevaban los pantalones. Pero pensé que en realidad nada importaba que mi garganta se secara o no. ¿Qué más daba que me fuera al infierno con un trago de más o de menos? Siempre había imaginado a los verdugos como a carniceros borrachos; pero no con la apariencia que aquellos muchachos tenían. De cualquier forma, dedicarse a colgar hombres a cambio de dinero era un oficio muy sucio y no comprendo cómo hay quien se dedique a ello cuando hay tantos oficios interesantes en el mundo, tales como el de pianista, acompañante de coristas y otros por el estilo.

Antes de aquel momento nunca había reparado en la verdadera belleza de la vida.

– Oui, Oui, mister. Tenemos que decirnos adiós -volvió a decir el intérprete-. No nos cabe duda de que usted es un gran muchacho, y un excelente marino; pero en estos momentos no lo necesitamos en Bélgica.

Y por esa razón cuelgan a un hombre en Bélgica. ¡Qué país!

Uno de ellos estiró el brazo aparentemente para echarme la soga al cuello y principiar a estrangularme evitando que pudiera defenderme. Por lo que veía ni siquiera se habían preocupado por levantar un cadalso. No lo merecía puesto que, no habiendo cometido crimen alguno, ningún diario se interesaría por la forma en que me ejecutaran.

Con el brazo extendido señaló en cierta dirección y dijo:

– Por allí justamente, hacia donde señala mi dedo, está Holanda, los Países Bajos, ¿sabe? ¿Nunca ha oído hablar de los Países Bajos?

– Yes, officer.

– Váyase exactamente en la dirección que le señalo, ¿ve? No creo que encuentre a ninguna patrulla guardafrontera por el camino. Pero si la encuentra, apártese de su lado y procure no reparar en ella. Cuando haya caminado en esa dirección durante una hora, encontrará la vía de un ferrocarril, sígala hasta llegar a la estación y quédese por allí hasta el amanecer, pero tenga cuidado. Procure que no lo vean. En la mañana llegará un gran número de trabajadores a tomar el tren para Rotterdam, lugar en el que trabajan. Entonces se dirigirá a la oficina de boletos y dirá: «Rotterdam, derde klasse.» No diga una palabra más. Tenga este dinero, son cinco guilders.

Me entregó cinco monedas y dijo:

– Aquí tiene un bocado. No compre nada en la estación, porque sus palabras lo traicionarían. Alguien podría sospechar y empezar a interrogarle. Entonces todo estaría perdido. ¿Entiende? Tome esto.

Me entregó dos sandwiches cuidadosamente envueltos, dos cajas de cigarros y una de cerillas.

– Como ve, nada tiene que comprar, ahí tiene todo lo que necesita. Pronto estará en Rotterdam. No hable con nadie, fínjase sordo.

Me encontraba embargado de júbilo. Después de ordenar que me colgaran me ayudaban a escapar de la mejor manera posible. Ahora me alegro de que les hayamos ayudado a ganar la guerra. No me importa ya que no devuelvan lo que les prestamos. A mí me compensaron con creces, y si otros no han logrado lo suyo es cosa que no me preocupará más.

Di un salto de gusto y grité:

– Gracias, muchas gracias. Si alguna vez van a Cincinnati o a algún lugar de Wisconsin, búsquenme. Gracias, muchachos.

– No haga tonterías -dijo uno de ellos, interrumpiéndome-. Alguien podría oírlo y eso no resultaría bien ni para usted ni para nosotros, y ahora ponga cuidado en lo que voy a decirle -y en voz muy leve repitió dos o tres veces para que se me grabaran sus advertencias-: Nunca se le ocurra regresar a Bélgica; se lo advierto, marinero. Si lo volvemos a ver en Bélgica le juro que lo encerraremos por toda la vida y noventa y nueve años más. La prisión perpetua no es una broma, marinero; créamelo. Tengo órdenes de hacerle todas las advertencias del caso para que más tarde no diga que no se le habló claramente. Porque nosotros no tenemos qué hacer con usted. Tenemos ya demasiados vagos, desocupados y rateros de todas clases y no queremos más.

Yo no deseaba dejar a los oficiales belgas con una mala impresión sobre un marinero americano, así que dije:

– Tal vez mi cónsul pueda…

– Otra vez con su cónsul -dijo interrumpiéndome-. ¿Tiene pasaporte? No tiene. ¿Tiene tarjeta de marino? No tiene. ¿Qué podría hacer su cónsul si no tiene nada que le identifique? Le daría una patada y lo tendríamos de nuevo entre nosotros para que la nación lo sostuviera. Deje en paz a su cónsul. Ya se le han hecho las advertencias del caso: prisión perpetua. Más vale que deje lo del cónsul de una vez.

Les estreché las manos varias veces y les dije:

– Tienen ustedes razón, caballeros; les prometo no volver a poner un pie en Bélgica.

– Así se habla.

– Porque -añadí- me siento feliz de dejar Bélgica en donde nada he ganado. Espero que tengan razón y que en Holanda me vaya mejor. Trabajé en Pennsylvania por algún tiempo y por ello entiendo casi la mitad de lo que los holandeses dicen, en tanto que en Bélgica nunca sé lo que se pretende de mí.

– Ya no diga más tonterías -dijo el intérprete-. Más vale que se vaya; despabílese; si escucha a alguien que se acerca, tiéndase en el suelo y espere a que el peligro pase. No deje que lo cojan. Recuerde la prisión perpetua. Sería duro, marinero; sé lo que le digo. Adiós.

Desaparecieron como sombras y yo emprendí el camino a la estación.