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Estuve varios días en París. Sólo para saber qué ocurriría. Muchas veces circunstancias inesperadas suelen ayudarnos a salir del paso mejor que los planes muy elaborados.

Tenía derecho a recorrer las calles de París, ya que había pagado el importe de mi pasaje y que no debía un solo centavo a la nación francesa. Así, pues, me consideraba con pleno derecho para hacer uso de sus aceras y para gozar del alumbrado de sus calles. Debo confesar no haber encontrado el paraíso de los americanos que pensaba hallar a la vuelta de cada esquina.

Estaba aburridísimo, no sabía qué hacer, adónde ir ni cómo distraerme. Tuve la ocurrencia de que la forma más barata de divertirme sería hacer una visita a mi cónsul. Tenía curiosidad por saber si el examen que él había presentado al terminar la carrera diplomática había versado sobre el mismo tema que se presentara a su compañero el cónsul de Rotterdam. Pensé que emplearía bien el tiempo estudiando a nuestros representantes diplomáticos allende el mar. Muchos cónsules he visto en las películas y aun en comedias musicales como, por ejemplo, en Madame Butterfly. Y teniendo una rara oportunidad, juzgué buena la idea de averiguar si los productores de películas habían mentido nuevamente, como casi siempre, por no decir siempre.

Tuve que esperar la mañana entera. Tampoco en la tarde me llegó el turno. La clase a la que pertenezco siempre tiene necesidad de esperar y esperar; de permanecer en largas filas noches y días enteros para conseguir una taza de café y una rebanada de pan. Todo el mundo oficial y los amos consideran que nosotros, los de nuestra clase, disponemos de mucho tiempo para perderlo. La cosa es distinta con quienes tienen dinero; por esa sola razón ellos no tienen necesidad de esperar. Nosotros, los que no disponemos de efectivo, debemos pagar con tiempo. Supongamos que alguien se enfada con el empleado que nos obliga a esperar y a esperar, y dice algo acerca de los derechos de un ciudadano. Eso de nada le servirá; al contrario, entonces habrá de esperar un tiempo diez veces más largo, y se abstendrá en lo sucesivo de cometer semejante imprudencia. Ellos son los reyes, no hay que olvidarlo. No hay que olvidar que los reyes no fueron desechados cuando los padres de la patria hicieron la revolución.

La sala de espera estaba llena de gente, de gente humilde como yo. Algunas personas habían hecho antesala durante cuatro días. Otros habían estado allí veintenas de veces. Primero, algún documento se había extraviado; después, un certificado no estaba en orden o una relación era insuficiente. Cincuenta veces les obligaban a llenar impresos y cincuenta veces los rompían, y tirándolos al bote de la basura, les obligaban a reponerlos. Todo aquello no era para seres humanos. Entre aquella serie de papeles, impresos, certificados, filiaciones, fotografías, estampillas, sellos, carpetas, peso, estatura y discusión acerca del color de los ojos y del cabello, los seres humanos se perdían y eran olvidados. Un trozo de tela o de madera no habría sido tratado así.

Sobre el muro se veía nuestra vieja y buena bandera; junto a ella se veía la fotografía de un hombre que dijo algo acerca de que el país de Dios había sido creado para los hombres libres y era refugio de los perseguidos. La de otro que dijera grandes cosas acerca de los derechos de los seres humanos, incluyendo a los negros, y que hablara de no restringir las libertades, también se veía allí colgado.

Como se veía el gran mapa de un país suficientemente grande para dar cabida a cincuenta millones más de seres humanos deseosos de trabajar y de encontrar felicidad en la tierra. Miré el mapa y me complació saber que el viejo y buen Wisconsin se hallaba todavía en su sitio.

Me hallaba entretenido observando aquellas cosas, cuando una mujer penetró como un torbellino. Era pequeña e increíblemente gorda y en aquella sala en donde todos los que esperaban su turno eran gente delgada en cuyo rostro el hambre había dejado una huella, su presencia hizo el efecto de un insulto.

La gorda tenía el cabello rizado, negro y grasoso, peinado a la manera en que suelen peinárselo las muchachas de la calle, cuando concurren con su hombre al baile de los chóferes. Su nariz era un gancho pronunciado, tenía los labios gruesos y muy pintados y los ojos oscuros, soñadores y más grandes que las cuencas en que se hallaban colocados, lo que les daba la apariencia de estar próximos a saltar en cualquier momento. Vestía una de las más elegantes obras de arte confeccionada por los modistas franceses. Mirando el esfuerzo que hacía para caminar como cualquier ser humano sobre los altísimos tacones de sus zapatos, se tenía la impresión de que en cualquier momento se desplomaría bajo el peso del collar de perlas y los brazaletes de platino que llevaba. Los dedos de sus manos eran ridículamente cortos y gruesos. En todos ellos, a excepción del pulgar, llevaba anillos de diamantes, en algunos hasta dos o tres. Aquellos anillos parecían tener por objeto evitar que los dedos le reventaran.

Apenas había abierto la puerta, cuando gritó: «¡Santo Dios, he perdido mi pasaporte! ¿En dónde está ese cónsul? Necesito verlo en seguida, necesito que me dé otro pasaporte porque partiré por la mañana en el expreso de Oriente.»

Ya iba yo creyendo que solo los marinos perdían sus pasaportes, pero entonces me di cuenta de que hasta a las gentes bien vestidas les ocurría. ¿Qué tal, Fanny? Ya verás qué cosas tan interesantes te dice el señor cónsul acerca de los pasaportes perdidos. Sentía cierta simpatía por aquella mujer, exactamente la que suelen sentir los galeotes por sus compañeros.

El empleado se aproximó a ella en actitud devota, le hizo una reverencia y habló gentil y suavemente: «Por supuesto, madame, la anunciaré a usted en seguida. Tendré un gran placer; espere un momento, por favor.»

Trajo una silla y rogó a la dama gorda que se sentara; no le dijo únicamente «¡Siéntese!», sino «¿Tiene la bondad de sentarse, madame? Gracias.»

Le ayudó a llenar todos los impresos necesarios. Los hambrientos tenían que hacerlo por sí mismos, y cuando no lo hacían satisfactoriamente tenían que repetir la operación cientos y cientos de veces. Pero tal vez aquella señora no podía escribir y el empleado tuvo que ayudarle. O a lo mejor era un personaje tan elevado que no tenía necesidad de escribir. Sin duda, en casa tenía una secretaria particular que escribía por ella y le enteraba de todas las murmuraciones.

Inmediatamente que el empleado llenó todas las solicitudes, tomó los impresos y corrió hacia una de las puertas tras las que las sentencias de muerte eran revisadas. En menos de medio minuto regresó, se dirigió a la dama, se inclinó y dijo: «Mr. Grgrgrgrs desea verla, madame. Sin duda traerá usted las tres fotografías.» Entonces el empleado saltó a la puerta, la abrió haciendo una reverencia, y la dejó entrar.

La mujer no permaneció por mucho tiempo en la cámara sagrada. Cuando salió cerró su bolsa de mano con gesto enérgico, expresando mejor que con palabras su agradecimiento al cielo por darle dinero y no tener que preocuparse por el pago del rápido y buen servicio. Un cónsul no puede vivir únicamente de su sueldo. Hay que vivir y dejar vivir. Después atravesó la sala moviendo las caderas como un perro satisfecho de sí mismo.

El empleado se levantó del asiento e invitó a la dama nuevamente para que se sentara. La dama gorda se sentó en la mitad de la silla, tal vez con la idea de que así pondría de manifiesto la prisa que llevaba. Después empezó a bucear en las profundidades de su bolsa de mano, sacó una polvera y se empolvó aquella nariz tosca. No solo la polvera había sacado, sino algo que crujía claramente entre sus manos. Puso aquel objeto rechinante entre los papeles que se hallaban en el escritorio y lanzó al empleado una mirada que él interpretó a la perfección. Sin embargo, disimuló haber comprendido. Cuando la dama se hubo blanqueado la nariz volvió a cerrar la bolsa con el mismo movimiento enérgico que empleara cuando salió de la cámara sagrada.

Los hambrientos que hacían antesala nunca habían estado en el país de Dios y deseaban dirigirse a él para gozar de las riquezas del mundo. Pero todavía eran inocentes y no comprendían el lenguaje universal de las bolsas de mano. Toda vez que ignoraban el uso de esa lengua, y como no sabían la forma correcta de emplearla, nadie les ofreció una silla y tenían que esperar a que llegara su turno.

– ¿Si desea usted, madame, puede recoger su pasaporte dentro de media hora, pero si le parece bien, se lo enviaremos a su hotel.

– No se preocupe usted, señor -dijo la dama-. Vendré por él dentro de una hora, cuando me dirija a la estación. Ya lo firmé en la oficina del cónsul. Buenas tardes.

La dama gorda regresó una hora después y recibió su pasaporte de manos del empleado, quien haciendo una reverencia más le dijo:

– Es un gran placer servir a usted, madame. Yo seguía sentado en espera de mi turno. Mentalmente pedía una disculpa por mi

injustificada mala opinión acerca de los cónsules americanos. No eran tan malos como yo creía. Era solo antipatía internacional por lo que los policías belgas, holandeses y franceses me dijeron que los cónsules americanos eran los peores burócratas que existían. Pero no cabía duda de que en aquel consulado yo conseguiría el pasaporte que me ayudaría a obtener trabajo a bordo de algún barco que me llevara a la patria en donde volvería a ser el trabajador honesto de siempre. Me establecería en cualquier lugar del Oeste, me casaría y pondría mi grano de arena para engrosar la población de mi país y hacer que los niños llegaran a ser buenos ciudadanos.