V

Rotterdam es una hermosa ciudad, cuando se tiene dinero. Si se carece de él, más vale quedarse en Nueva Orleáns. Además Nueva Orleáns es tan bonita como Rotterdam y más interesante.

Yo no tenía dinero, así es que Rotterdam me pareció una ciudad como cualquier otra. A decir verdad es un gran puerto, pero en él no había un solo barco en el que necesitaran un grumete, ni un marino ni un maquinista. Hubiera aceptado el puesto de maquinista en jefe inmediatamente que me lo hubieran ofrecido. El lío se hubiera armado cuando nos encontráramos en el mar. El capitán no me hubiera tirado por la borda porque eso hubiera sido un asesinato. Además siempre hay algo que pintar o algún metal que pulir a bordo y es fácil hacerlo aun cuando se haya firmado contrato como maquinista de segunda. Desde luego, yo no hubiera exigido que se me pagara de acuerdo con el contrato;

no, sir.

En cualquier barco habría aceptado desde el puesto de pinche de cocina hasta el de capitán; pero como suele ocurrir, ni siquiera un capitán hacía falta.

En estos puertos europeos resulta difícil conseguir trabajo a bordo, y conseguirlo en alguno que se dirija a la patria es imposible. Todo el mundo desea dirigirse al gran país de Dios. Lo que yo no comprendo es por qué todos ponen sus ojos en él. Deben haber concebido la loca idea de que allá todo el mundo se pasa el día acostado y que basta solo abrir la boca para que le caiga un pavo asado con salsa de arándano y demás aderezos; nadie necesita trabajar y todos perciben salarios altos sin hacer nada y con la única ocupación de presenciar partidos de béisbol.

Así pues, con esos cientos de tipos merodeando por los buques en busca de trabajo que ofrecen hacer sin recibir salario alguno, no queda lugar para que un marino honesto como yo consiga trabajo en algún barco en ruta a la patria.

Los policías belgas habían hablado acerca de mi cónsul. Sí. ¿Por qué no? ¿Por qué no había pensado en él antes? Mi cónsul, el cónsul americano. Buena idea, espléndida. Él, mi cónsul, documentaba veintenas de barcos americanos. Si hay algún hombre que sepa de todos los barcos americanos entrantes y salientes, es él. Es a él a quien se le pide que proporcione marinos cuando un capitán necesita más brazos. Siempre hay quien prefiera la humedad, aun cuando sea disfrutando de un salario bajo, a la tierra firme con montones de dólares cada semana.

El asunto fue despachado en menos tiempo del que necesité para concebir la idea de ver a su santidad el Cónsul norteamericano.

– ¿Es usted americano?

– Sí, señor.

– ¿En dónde está la tarjeta que lo identifica como

marino?

– La perdí, señor.

– ¿Pasaporte?

– No, señor.

– ¿Papeles de ciudadanía?

– Nunca los tuve, nací en el país, soy nativo de… -No importa. ¿Qué es lo que quiere?

– Pensaba que tal vez, señor, es decir, estaba

pensando, que siendo usted mi cónsul quizá podría… lo que quiero decir es que pudiera ser que a usted le fuera posible hacer algo para ayudarme; porque, verá usted, señor, estoy muy amolado; eso es.

Me sonrió en forma desagradable. Esos burócratas siempre sonríen desagradablemente cuando quieren librarse de uno.

Sonriendo aún, dijo:

– Su cónsul, ¿eh? Buen hombre, déjeme que le diga una cosa: Si usted pretende dirigirse a mí como a su cónsul tendrá, en primer lugar, que probar que en realidad lo soy.

– Soy americano, señor, y usted es el cónsul americano.

– Si, soy el cónsul americano, ¿pero quién es usted para decirme que es americano? ¿Tiene algunos papeles que lo acrediten? ¿Certificado de nacimiento, pasaporte, tarjeta de identificación?

– Ya le dije antes que la había perdido.

– Perdido, perdido, perdido. ¿Qué quiere decir con eso? En tiempos como los actuales no deben perderse papeles tan importantes como esos. Debiera usted saberlo, hombre. Ni siquiera puede usted probar que perteneció a la tripulación del Tuscaloosa.

Pronunciaba las palabras en forma especial para hacerme sentir a mí, pobre diablo del Medio Oeste, la superioridad adquirida en Cambridge, en Oxford o sepa Dios dónde.

– ¿Podría usted probar que ha pertenecido a la tripulación del Tuscaloosa?

– No.

– Entonces, ¿qué pretende usted? Podría cablegrafiar al barco, pero ¿quién pagaría el cable?

– Tal vez usted pudiera hacerlo.

– Lo siento, pero el gobierno no me provee de los fondos suficientes para esos servicios. ¿Firmó usted su contrato en las oficinas de la compañía naviera de Nueva Orleáns?

– No, no tuve tiempo para ello, porque el barco estaba por zarpar y me tomaron porque dos hombres habían decidido no embarcar.

El cónsul meditó durante algunos segundos y dijo:

– Supongamos que pudiera usted probar que se embarcó en el Tuscaloosa; eso no sería prueba de que es usted ciudadano americano. Cualquier hindú y hasta un hotentote podría trabajar en un barco mercante si el patrón del buque necesita brazos y no puede disponer de marinos americanos.

– Pero, señor cónsul, yo le aseguro que soy americano.

– Eso es lo que usted dice, hombre. Eso es lo que me ha dicho repetidas veces, pero tiene usted que probarlo, y probarlo con papeles. Esa es la regla. No puedo aceptar su declaración como evidencia. Y dígame, ¿cómo es que vino de Amberes a Rotterdam? ¿Cómo pudo cruzar la línea internacional sin papeles?

– Señor cónsul, ya le expliqué a usted cómo la policía belga…

– Embustes. No trate de burlarse de mí si no quiere que pierda la paciencia ahora mismo. ¡La policía belga! A quién se le ocurre decir semejante cosa. Asegurar que empleados del gobierno, que autoridades del Estado envían a un hombre en contra de su voluntad y sin papeles a través de la línea internacional a medianoche. ¿Con quién cree usted que está tratando? ¿Cómo pretende usted hacerme creer que hay autoridades capaces de ayudar a alguien a entrar de contrabando en un país extranjero? ¡Pua! Simplezas. ¿Cómo pudo inventar esta historia? ¿La leyó en alguna revista? Vamos, hable con verdad.

Mientras pronunciaba su discurso jugaba con el lápiz, y cuando terminó empezó a canturrear My Old Kentucky Home, marcando el compás con el lápiz sobre su elegante escritorio.

Me di cuenta de que hablaba, pero sus pensamientos se hallaban muy lejos, tal vez recordando una cena para dos con una dama de Louisville.

Yo era excesivamente cortés; sin embargo, una voz interior me aconsejó tomar el tintero y arrojarlo sobre la caraza sonriente de aquel hombre. Yo no ignoraba la forma en que un americano debe portarse en la oficina del cónsul de su país y en tierra extraña.

Durante un largo rato me miró con ojos vacíos; estoy seguro de que su pensamiento seguía al lado de la dama a quien no estaba seguro de haber expuesto la razón por la cual la había invitado a cenar en su departamento a hora avanzada de la noche y a solas.

No quise esperar a que desayunara con su dama de Kentucky y dije:

– Tal vez, señor cónsul, fuera posible que algún buque me llevara a la patria. Tal vez algún capitán necesite brazos.

Volviendo en sí dijo:

– ¿Cómo dice? No, no, por supuesto que no. Eso es imposible. ¿En un barco americano sin papeles? No, no seré yo quien le ayude para eso.

– Entonces ¿de quién puedo conseguir papeles sino de usted?

– Eso a mí no me importa. ¿Acaso fui yo quién se los quitó? No, desde luego. Imagínese, cualquier vago podría presentarse aquí y solicitar que lo proveyera de documentos legales.

– ¿Querrá usted decir que nunca se ha presentado ante usted alguna persona para decirle que ha perdido sus papeles, o que se los han robado?

– Desde luego que sí; cosas como esas suelen ocurrir, pero esas gentes tienen dinero. No andan vagando por el mundo en calidad de marineros a quienes gusta emborracharse y vender sus papeles para poder tomar más copas.

– Pero yo ya le expliqué que mis papeles están en el Tuscaloosa.

– Tal vez estén, tal vez no. Y aun cuando sea cierto lo que usted dice, ¿cómo podría saber si alguno de sus compañeros los vendió? ¿Qué piensa de eso?

– No lo creo.

– Ahora que si usted tiene dinero podemos cablegrafiar a Washington. Pero no teniendo un centavo yo nada puedo hacer por usted. Mi salario no es tan alto que me permita gastar cincuenta o sesenta dólares en un cable.

– Entonces ¿qué me aconseja usted que haga?

– Pues tomando en consideración que carece usted de papeles y de toda prueba de ciudadanía, yo nada puedo hacer por usted. Yo no soy más que un empleado y tengo reglas que obedecer. De ello yo no tengo la culpa, yo no hice las leyes. A propósito, ¿ha comido usted?

– No señor, ya le dije antes que no tenía dinero y aún no he empezado a pedir limosna.

– Espere un momento.

Se levantó de su asiento y se dirigió a otra habitación.

Al cabo de unos instantes regresó y me entregó una especie de boleto.

– Con ese boleto le darán comida y alojamiento durante tres días. La dirección de la casa de huéspedes se halla impresa ahí. Cuando haya agotado esta orden, si todavía no ha encontrado acomodo, venga a verme para que le dé otra; será bien recibido. Oiga, ¿por qué no trata de conseguir trabajo en algún buque que navegue bajo bandera extranjera? En la actualidad hay muchos en los que no son estrictos respecto a la documentación. Algunos de ellos suelen llegar hasta las costas del Canadá. Desde luego, ésta es solo una idea que le doy, pero es usted quien debe solucionar su problema, pues en casos como el suyo yo me encuentro atado de manos. Después de todo yo no soy más que un servidor del gobierno. ¡Lo siento hombre, adiós y buena suerte!

Sus razones casi me convencieron. Tal vez no había por qué culparlo. Desde luego que él no tenía razón alguna para portarse de aquel modo. Yo nunca lo había visto; jamás le había hecho daño alguno. ¿Por qué entonces me dañaba él a mí? Él era solo un servidor de esa bestia desalmada que se llama Estado. Antes de que yo le hablara él ya tenía formuladas todas sus respuestas. Ellas debían ser parte de su educación y debió haberlas recitado de memoria cuando lo examinaron para otorgarle su diploma.

Sin embargo, cuando me preguntó si tenía hambre, debe haber olvidado por uno o dos segundos su papel de servidor del Estado; sin duda se humanizó y puso de manifiesto que aún le restaba un poco de alma. Nada extraño hay en esto. Tener hambre es humano. Tener o carecer de papeles es inhumano. Ello va contra las leyes naturales. Y ese debe ser el punto de apoyo de su conducta. El Estado no puede servirse de seres humanos, los humanos solo son causa de dificultades. En cambia, los hombres de cartón no dan trabajo. Eso es claro, señor, es decir: yes, sir.