XVII
Un barco. Stanislav lo necesitaba horriblemente. -El tráfico honesto -dijo está bien por algún tiempo mientras éste no sea muy largo. Verás aquí una canasta, allá una caja, más allá un saco con azúcar o café. Ello no afecta a nadie, porque es cargado a gastos extraordinarios y considerado como pérdida inevitable de los grandes comerciantes. A ellos no les importa y a mí me ayuda a mantenerme a flote. Las cajas, las canastas, los sacos, bien pudieron ser rotos o averiados durante la descarga. Pero, en fin, ese no es el asunto. La cosa es que uno llega a cansarse «del tráfico honesto».
Yo nada dije y le dejé que mostrara hasta el fondo de su alma.
– Créeme, Pippip; llega uno a sentirse horriblemente cansado y aburrido de esa clase de negocios. Hay algo falso en el asunto y uno lo siente, ¿sabes? Parece que vivieras hurgando el bolsillo de alguien. Casi como si vivieras de una mujer. Y se siente uno ruin, ¿sabes? Durante algún tiempo, la cosa es inevitable. No puedes conseguir trabajo a pesar de todos tus esfuerzos, ni aun cuando quisieras vender el alma al diablo. Uno quiere hacer algo, ser útil, y no me refiero a esa tontería del deber de cada hombre. Eso no sirve. No, es algo que desde tu interior te guía a hacer algo útil y a no andar rondando eternamente como un mendigo vagabundo. Es que… ¡diablo!, no puedo explicarte claramente. Es que uno desea crear algo, ayudar a la marcha de las cosas. Tú…tú…, quiero decir que algún día, cuando todo haya terminado, uno desearía tener la satisfacción de haber hecho algo durante la vida en este loco mundo. Lo que deseo expresar es que uno quiere mantener el timón aun en medio de los peores temporales, sin perder la dirección. Lograrlo es algo que no tiene comparación en el mundo entero. Ningún «tráfico honesto», por jugoso que sea, puede compararse con esto. Te agarras al timón y el viejo buque trata una y otra vez de desviarse, lo intenta con todas sus fuerzas en medio de la tormenta; pero no importan sus esfuerzos; tú te agarras al timón y lo llevas por el camino recto, ¿sabes?
Stanislav me cogió por el cinturón y me hizo tambalear de un lado a otro, para mostrarme cómo sujetaría el timón.
– Déjame -le grité-. Yo no soy la rueda.
– No te enojes; solo quería demostrarte cómo se hace. Verás, cuando uno logra salir de la tempestad sin desviarse ni un ápice de la ruta, el corazón salta como un pescado en la sartén. Y entonces uno empieza a jurar a voz en cuello lleno de gozo y satisfacción. Piensa en lo poderoso que te sientes… tú, pobre gusanillo de la raza humana, tú, pudiendo sujetar a un buque de quince mil toneladas en medio de una gran tempestad, conduciéndolo como a un bebé hacia los brazos de su madre. Entonces el viejo o el piloto se te aproximan, miran la rosa y dicen: «Buen trabajo, Koski, amigo; es usted un buen marino, es uno de esos que no he visto muy frecuentemente durante los últimos veinte años. Vaya un trabajito el que ha hecho, muchacho. Condúzcalo así y le aseguro que podremos regresar sin haber perdido ni quince minutos del tiempo calculado.» Bien te puedo decir, Pippip, que entonces sientes el corazón latirte en el cuello, lo sientes claramente. Entonces serías capaz de gritar tu felicidad. Créeme, el mejor de los «tráficos honestos», no importa cuánto pueda producirte, no podrá hacerte sentir la felicidad que puedes obtener guiando al viejo Carolina a través de la tormenta.
– Nunca he tomado el timón de una buena cáscara grande -interrumpí-, pero he manejado el timón de barra de quinientas toneladas perfectamente. Supongo que lo que dices es perfectamente razonable. Pintar resulta muchas veces tan grato como sujetar el timón. Cuando puedes trazar una línea verde, sin pasarte al fondo café, te sentirás satisfecho de haber hecho un gran trabajo. Porque necesita uno emplear buen tiempo para hacerlo, sobre todo cuando el barco está en alta mar, y es necesario, además, aprender a no salpicar con la pintura todo cuanto nos rodea, como suelen hacer los perritos cuando se sacuden sobre un piso limpio.
Stanislav calló por un momento. Meditaba. Al cabo de unos minutos, escupió sobre la borda como buen marinero. Cortó con los dientes la punta de un puro negro, que había comprado una hora antes a un vendedor que se había aproximado con su bote de remos para vender tabaco, cerillas, tarjetas postales, fruta, chocolate, chicle, botones, hilo, agujas, papel para cartas, estampillas y todas esas cosillas que suelen ofrecer esos traficantes a la tripulación de los barcos.
Stanislav encendió su cigarro, escupió nuevamente sobre la borda y dijo:
– Tal vez te rías de lo que voy a decirte; pero es absolutamente cierto. Ahora estoy en esta cáscara paleando carbón, levantando cenizas y haciendo los trabajos más sucios y miserables, esos que cualquier grumetillo puede hacer, cuando en realidad yo soy un marino calificado y con seguridad diez veces mejor que cualquiera de esos tres borrachos que se creen aquí la gran cosa. Tal vez sea una vergüenza, una verdadera desgracia que siendo buen marino me vea obligado a palear carbón y a todo lo demás; pero también puede que no lo sea. Ello es necesario para que la cáscara marche y alguien tiene que hacerlo. Y te diré, Pippip, hasta esto tiene su gracia. Eso de echar al túnel unas seiscientas paladas de carbón, y hacerlo en mal tiempo, y mirar después a la montaña de combustible que uno ha amontonado frente a los hornos, arrancando una mirada de admiración a tu fogonero, produce tanta felicidad que serías capaz de ir y besar esa montaña de carbón. Todo parece entonces divertido y útil al mismo tiempo. La montaña también lo mira a uno con visible sorpresa, pues solo media hora antes se encontraba en un rincón de la carbonera alta, y antes de darle tiempo para reflexionar se encuentra abajo, lista para entrar en los hornos y convertirse en vapor para el buque. ¿No te hace eso feliz? ¿No sientes haber hecho algo importante? Seguramente que sí. Y aun aquí, créeme, los resultados del tráfico más honesto no pueden compararse con lo que se siente cuando has formado una montaña de carbón en la cámara de calderas. Se siente uno tan saludable y sensato como no creo yo que ni el capitán pueda sentirse al llegar a puerto, sin averías, después de capear una tempestad.
– Algunas veces me he sentido así -dije.
– ¿Por qué dedicarse entonces al «tráfico honesto»? ¿Es de uno la culpa? Claro está que no. Se ve uno obligado a ello porque no hay nada mejor que hacer. Podrías tenderte en la cama todo el día, o vagar aplanando calles día y noche; pero te volverías loco.
– Pero has olvidado decirme qué ocurrió cuando el holandés se fue -inquirí.
– No pude soportarlo más. Necesitaba conseguir un barco y salir, para no volverme loco. Vendí aquel excelente pasaporte, que de nada me servía, en veinte dólares, a un norteamericano extraviado. Después ocurrió que una noche, en la estación de carga, un saco de café se desfondó y yo conseguí algo de plata. El café era muy caro entonces. Una que otra vez ayudé a algunos pescadores daneses a introducir brandy a Dinamarca, pues los impuestos cobrados allí por brandy extranjero eran elevadísimos. Aquél era un buen negocio. Cuando logré juntar algún dinero tomé el tren para Emmerich, estación fronteriza entre Alemania y Holanda. Pude atravesar la frontera durante la noche; pero cuando estaba comprando mi boleto para Rotterdam, me echaron mano y en la noche me volvieron a echar por la frontera a Alemania. Sorprendido de aquello, le pregunté:
– ¿No querrás hacerme creer que los guardafronteras pasan gente de contrabando a través de la línea alemana durante la noche?
Quería saber la opinión de Stanislav en aquellos asuntos, en los que yo me consideraba un experto.
– ¿Ellos? -dijo-. ¿Ellos? No me hagas reír. Ellos hacen eso y cosas peores. Todas las noches, por todas las fronteras de Europa, se efectúa un animado intercambio de viajeros no gratos. Hombres, mujeres y niños. Echan a los polacos, a los extranjeros indeseables, a los comunistas y pacifistas, a través de las fronteras holandesas, belgas, francesas, polacas, suizas y danesas, sin darle importancia al asunto. Y, por supuesto, los checos, los rumanos y todos los demás hacen lo mismo. No pueden hacerlo abiertamente, porque les costaría un dineral. ¿Y quién es capaz de pagar por eso? La cosa se hace en tan gran escala que ha llegado a considerarse como un procedimiento legítimo. Todos lo saben, aun cuando nadie lo admite.
Moviendo la cabeza dije:
– Stanislav, no creas que soy tan inocente; eso no me lo puedes hacer creer.
– Es la pura verdad, créaslo o no. He encontrado veintenas de hombres en la frontera holandesa a quienes han ocurrido cosas que te harían abrir la boca de sorpresa si te las contara. Pero, ¿qué pueden hacer los funcionarios? Parece que el procedimiento es el más humano bajo las circunstancias reinantes. No es posible que los asesinen o los echen al mar. Esas gentes no han cometido ningún crimen, no han hecho nada malo. Solamente carecen de pasaporte. Algunos no pueden pagar por él. Algunos han tenido dificultades cuando debieron hacer la adopción. Otros perdieron su país, por haber sido éste dividido entre cinco o seis naciones. Todos los países tratan de deshacerse de gentes sin pasaporte o sin nacionalidad debidamente establecida, pues siempre causan dificultades en los países que los guardan. Ahora que si todos los países mantuvieran la costumbre de que la gente pudiera viajar a donde quisiera, sin pasaporte, como antes de la guerra, ese tráfico con seres humanos, ese expulsar gentes -las más de las veces gentes decentes- cesaría inmediatamente, toda la corrupción y todos los males inherentes a pasaportes y visas y restricciones del movimiento del hombre dejarían de existir.
– Ya yo lo había dicho -interrumpí.
– Ya sé que lo habías dicho; pero quítate de la cabeza la idea de que tú lo inventaste. Miles de personas lo dijeron antes que tú. ¿A quién benefician los pasaportes? A nadie más que a los burócratas. Pero por el hecho de que quinientos millones de personas sensatas admitan la razón de lo que tú y yo decimos, no hay que esperar cambio alguno. Eso es lo que yo puedo decirte.
Los funcionarios de la frontera holandesa habían advertido a Stanislav que si intentaba cruzarla nuevamente lo condenarían a trabajos forzados, lo encadenarían o, por lo menos, lo enviarían a un campo de concentración. Nada de aquello le importó. Él necesitaba un barco tanto como los banqueros necesitan depositantes. Nada temía. Así, pues, la misma noche volvió a cruzar la frontera, internándose nuevamente en Holanda. Había aprendido a esquivar las patrullas fronterizas, y actuó con más cuidado e inteligencia. Llegó a Amsterdam. Cuatro días después consiguió un barco italiano, un real y verdadero barco de la muerte, adecuado para hacer marinos-ángeles o marinosdemonios, según el caso. En el primer viaje, se estrellócontra las rocas. Él y dos compañeros más sobrevivieron y pudieron alcanzar tierra. Andrajoso y mendigando logró llegar a un puerto en el que, al cabo de dos semanas, consiguió otro buque. Otra cáscara al servicio de la muerte. En la primera oportunidad la abandonó en un puerto nordafricano. Había agotado todas sus posibilidades de sobrevivir cuando el Yorikke atracó en aquel puerto. Sabía al servicio de quién estaba y de quién estaría; pero hacía días que no probaba bocado. Y habiendo puesto en práctica varias veces su «honorable tráfico», la atmósfera se había tornado demasiado pesada para él y necesitaba buscar un respiradero; el único que pudo hallar fue el Yorikke. Saltó a él y fue bien recibido. Cuando se sintió seguro sobre cubierta, se aproximó a la barandilla y se dio el gusto de hacer gestos indecentes a la policía que estaba en el muelle.
Y ahora ¿en dónde se encuentra? Un hombre bueno, cordial y físicamente de primera, deseoso de trabajar honestamente. ¿En dónde estoy? ¿Dónde están todos los que algún día serán muertos? En algún arrecife desolado, o en alguna playa a bordo de algún barco de la muerte al que va unido su destino. Nadie puede navegar eternamente en barcos de la muerte. Algún día, no importa lo lejos que se encuentre, tendrá que pagar por su viaje, y el pago de éste se hace siempre a bordo del barco, hasta terminar con él.
Un día le dije a Stanislav:
– Me han dicho que en la litera que queda arriba de la mía se murió alguien. ¿Lo conocías, Lavski?
– Claro que lo conocía. Éramos casi hermanos. Era alemán de Mülhausen, en Alsacia. No sé cuál sería su verdadero nombre, pero decía llamarse Paúl. Aquí le llamaban franchute. Era paleador. Una noche, sentados los dos sobre un montón de combustible, me contó su historia y mientras hablaba lloraba como un niño.
»Aprendió la profesión de calderero en Estrasburgo o en Metz, no recuerdo en cuál de esos dos pueblos. Cuando terminó su aprendizaje, viajó, como suelen hacer la mayoría de los artesanos alemanes, hasta lograr una buena experiencia en su oficio.
»Fue a Francia, en donde trabajó durante algunos meses. Después se dirigió a Italia, en donde también trabajó por cierto tiempo.
»Cuando el lío sangriento empezó, él se encontraba en Suiza. No tenía ni dinero ni trabajo. Lo aprehendieron por vagancia y lo deportaron a Alemania. Allí lo enrolaron en el ejército. Peleando en el frente italiano, fue capturado por las tropas de ese país. Pudo desertar, robó algunas ropas de civil y empezó a vagar por Italia. Se hallaba en la parte sur, la que conocía por haber trabajado en ella antes de la guerra. Sin embargo, lo cogieron nuevamente. Nadie sabía que era desertor; aceptaron la historia que contó respecto a que había andado vagando por Italia durante todo aquel tiempo.
»De allí escapó antes del armisticio y voló a Suiza. De Suiza lo deportaron nuevamente a Alemania. Allí encontró trabajo bien pagado, en una cervecería. Era en el tiempo en que había ciertas dificultades con los comunistas; pero éstos, después de un corto éxito, fueron sofocados por los socialistas. Lo encarcelaron y más tarde lo deportaron como francés. Los franceses, sin embargo, no lo aceptaron, posiblemente porque lo creyeron comunista. Todas las gentes temen ahora a los comunistas, como en el tiempo de los emperadores romanos toda la gente temía a los cristianos. Oficialmente, por supuesto, los franceses rehusaron reconocerlo por el hecho de haber permanecido largo tiempo fuera de Alsacia, que entonces había vuelto a ser territorio francés, y porque no había declarado la adopción de su nacionalidad. ¿Qué pueden importar esas tonterías a un trabajador? Muchas otras cosas tiene en qué pensar y por las que preocuparse cuando no tiene trabajo, y se ve obligado a correr como conejo hambriento para encontrar algo que comer.
»Lo curioso era que, mientras los franceses sin declararlo, no lo aceptaban debido a sus ideas comunistas, él ni siquiera conocía los fundamentos del comunismo. No tenía ni la menor idea de lo que eso era. Y hablaba sólo de tonterías, sin propósito determinado. En eso residen las dificultades de novecientas noventa y nueve de cada mil personas que creen saber algo y en realidad nada saben. Si los capitalistas supieran la verdad acerca del comunismo, estoy seguro que aceptarían ese sistema de la mañana a la noche, para vencer su temor a la depresión. Desde luego que es mucho mejor que no lo acepten, pues echarían a perder el asunto, tanto como las originarias ideas cristianas fueron estropeadas en el preciso momento en que fueron adoptadas por un emperador.
»Después, los alemanes le ordenaron que dejara Alemania en cuarenta y ocho horas si no quería ser condenado a trabajos forzados durante seis meses, y hallarse a la salida de la prisión con la misma orden de deportación. Además, se repetiría la sentencia, si reincidía, una y otra vez, hasta su muerte.
»¿Qué podía hacer ante semejante dilema? Tenía que dirigirse a Francia. Varias veces había estado en el consulado francés sin éxito alguno. Cuando se presentó allí por octava vez, el cónsul no lo recibió y le prohibió volver a poner los pies en su oficina. Hacía mucho tiempo que no tenía trabajo. En la frontera francesa lo cogieron y lo enviaron de regreso a Alemania, en donde lo condenaron nuevamente a seis meses de trabajos forzados. Los alemanes le advirtieron nuevamente que debía alejarse. Caminó a Luxemburgo. Dos días después de su arribo, fue empujado una vez más a Francia. No hablaba mucho francés. No pasó mucho tiempo sin que volvieran a aprehenderlo. Juró ser ciudadano francés. Se hicieron investigaciones oficiales, que dieron por resultado se pusiera en claro que había adquirido una ciudadanía fraudulenta y que no tenía derecho a ella.
»Esto es considerado como un crimen mayor que el asalto a un banco o la violación de una muchacha en el buque sin su entero consentimiento. Lo condenaron a cinco años, más o menos, por semejante delito. Pero la sentencia de cinco años por crímenes de esa especie es solo el comienzo; ya recurrirían después a la silla eléctrica. Dios, el Todopoderoso, ya no puede conceder nacionalidad a seres humanos, porque cualquier burócrata puede oponerse a ella si le viene en gana.
»Los franceses le dejaron un hueco por donde escapar unos dos años de los cinco de prisión. Se dirigió a la oficina de reclutamiento de la legión extranjera y se convirtió en legionario. Si podía soportar aquella vida durante nueve años, los franceses le concederían una pequeña pensión y un décimo de ciudadanía.
»No pudo soportarlo y, para sobrevivir, tuvo que huir. Me contó que la cosa no era tan sencilla como la pintaban en las películas. ¿Adónde podía ir? Si tenía suerte, tal vez a territorio español. Pero la distancia era muy grande, y, además, había ciertos marroquíes que ambicionaban el dinero que se paga por la captura de desertores. Se dijo que prefería matarse antes de regresar al campamento como desertor cautivo, pues lo que les espera a su retorno no es muy agradable.
»Hay otra clase de marroquíes que no entregan a los desertores, aun cuando la suma ofrecida por su captura sea muy elevada. Estos cogen al desertor, lo desvisten enteramente y lo dejan tendido sobre la arena ardiente. De hallar tal destino preferiría ser enviado nuevamente al regimiento. Otros hay que cogen a los legionarios y los torturan para que mueran lentamente, con refinamiento tal, que muchas veces el tormento dura más de una semana. Entre ellos nadie es más odiado que los legionarios. Hay también tribus que cogen al cautivo y lo venden a buen precio a gentes de remotos lugares, al sur del desierto de Sahara, para hacerles trabajar como esclavos en las norias.
Eso también es muy agradable. Por estas razones, la legión extranjera cuenta con muy pocas deserciones. La verdadera legión, la camaradería y honor de los soldados, no son exactamente iguales a como se pintan en las películas para deleite de las muchachas vendedoras de los grandes almacenes, y para provecho de las compañías cinematográficas.
»Sin embargo, el muchacho caminó con suerte. Encontró a unos marroquíes que lo primero que deseaban era atarlo a la cola de un caballo y descuartizarlo. Pudo hacerles comprender que era alemán. Pero los alemanes son tan perros cristianos como los franceses. No hay entre ellos mucha diferencia. Solo que los alemanes han combatido a los malditos franceses, lo que les acredita en algo. Ello obedece a la misma causa por la cual los alemanes son queridos en Cuba, Nicaragua, en general en la América Hispana y en España, por haber matado a unos cincuenta y cinco mil yanquis. Para todos los mahometanos, incluyendo a los marroquíes, los alemanes gozan de algún aprecio. Han peleado al lado de los turcos, también mahometanos. Todos los mahometanos cautivos de los alemanes fueron tratados como ningún otro prisionero, en virtud de que se les consideraba más amigos que enemigos. Ello es sabido en todo el mundo musulmán.
»Solamente que es difícil hacer entender a un mahometano no turco, que uno es alemán y, sin embargo, pelea al lado de los franceses en su legión. Unos árabes creen que un alemán tiene diferente apariencia que un inglés o un francés. Al ver que un alemán tiene gran semejanza con un francés, los marroquíes sospechan de su legionario cautivo, y creen que éste trata de engañarlos.
»Nadie puede saber lo que ocurrirá en la mente de un marroquí cuando captura a un Paúl. Llega a creer, sin embargo, que nunca ha combatido a los marroquíes y que si se encuentra en la legión es sólo para evadir varios años de prisión en Francia, por alguna falta de la que en realidad no es responsable. Así, pues, lo visten, lo alimentan, curan sus heridas y lo pasan de tribu en tribu y de clan en clan hasta que puede llegar a la costa española, en Marruecos. Fue allí donde abordó al Yorikke, anclado para entregar una carga especial a los marroquíes.
»El capitán se mostró encantado de contar con él. Necesitaba con urgencia un paleador. Paúl también estaba contento de hallarse entre nosotros. Él era ignorante y no podía saber que su situación no había cambiado.
»Sin embargo, dos días fueron suficientes para que se percatara del lugar en que se encontraba y de que era más difícil escapar del Yorikke que de la legión. Después de un turno durante el que cayeron tres barras en un horno y cinco en otro, y a pesar de tener el combustible casi a la mano, me dijo: “Me arrepiento de haber dejado la legión. Si he de decir verdad, esto es diez veces peor que nuestras campañas de sudor y castigo combinadas. Comparándolo con esto, créeme, camarada, allá se vive como príncipe encantado. Por lo menos la comida es pasable, las habitaciones limpias y se dispone de jabón, camisas lavadas y algún descanso. Aquí siento que muy pronto iré a alimentar a las ratas.”
»-“¡Te expresas como una vieja, Paúl! -dije, tratando de consolarlo-. Ya te acostumbrarás y hasta llegarás a encontrarlo divertido alguna vez, cuando te encuentres en puerto con algún dinero. No dejes caer la cabeza. ¡Arriba con esa barba!”
»Parece que a Paúl le había ocurrido algo ya antes, debido a sus aventuras, a sus angustias y a la inclemencia de los cambios bruscos de temperatura del desierto, porque aquello ocurrió con verdadera rapidez. Empezó a escupir sangre espesa. Cada día más y más. Después vomitó cubos de sangre. Una noche, cuando llegué a relevarlo lo encontré en la carbonera alta, yacente sobre un montón de carbón y con la cara bañada en sangre. No estaba muerto. Lo llevé al camarote y lo coloqué en su litera. Tomé su turno, a fin de que pudiera descansar.
»En la mañana, cuando fui a verlo, estaba muerto. A las ocho lo echaron al mar en un tablón grasiento. El capitán ni siquiera se descubrió y dijo una oración por él. Se concretó a tocar su visera y a decir: “¡Abajo!”
»El muchacho no estaba vestido, sobre el cuerpo llevaba sus andrajos pegados a la piel con su sangre. A uno de los pies le ataron un gran trozo de carbón para que permaneciera en el fondo. Sentí que el capitán habría gustado de ahorrar hasta aquel trozo de carbón; eso leí en su expresión.
»A Paúl jamás se le registró en el libro de pago del barco. Dejó el mundo como un pedazo de lodo que se deshace. Nadie supo jamás su verdadero nombre. Era solamente el franchute, miembro de un país civilizado, que le había negado una existencia legal.»