XVIII
Durante el tiempo que Stanislav permaneciera en el Yorikke, más de un paleador había sido tomado, comido y digerido por la cáscara aquella.
Allí estaba Kurt. Era de Memel, territorio arrebatado a Alemania después de la guerra, sin mayor justificación que restar a Alemania todo lo posible. Nadie tenía la menor idea acerca de qué hacer o a quién entregar aquel territorio. Así, pues, permaneció independiente.
Cuando los residentes y los nativos de Memel tuvieron que decidir la nacionalidad que querían adoptar, Kurt estaba en Australia. Durante la guerra no había sido molestado demasiado por los australianos. Cuando la guerra terminó, sintió nostalgia del hogar y regresó a Memel.
Poco antes de salir de allí se había mezclado en una huelga. Combatiendo con los esquiroles, habían golpeado a una de esas ratas hasta dejarla muerta en mitad de la calle. Se le imputó a Kurt responsabilidad en ello y fue buscado por la policía. No podía dirigirse al cónsul alemán. Si hubiera hecho algún daño al ejército australiano, el cónsul habría hecho cualquier cosa por ayudarlo a salir del país; pero el hecho de mezclarse en una huelga, ya es otra cosa. Los trabajadores que atacan la propiedad de los capitalistas están descartados. Cuando se trata de sofocar una huelga, todos los cónsules trabajan de acuerdo, sin importar que pocos meses antes hayan deseado rebanarse el pescuezo mutuamente. El cónsul, sin duda habría entregado a Kurt a la policía australiana, o por lo menos les habría dado la pista. Los cónsules siempre están del lado del orden y de la autoridad del Estado. Las huelgas son siempre en contra del Estado, cuando son conducidas por los trabajadores, porque cuando las dirige algún líder no es posible determinar a favor de los intereses de quién han sido declaradas.
Kurt pudo entrar en Inglaterra sin papeles, con la ayuda de la unión de marinos australianos.
Inglaterra, por ser isla, resulta dura. Es fácil colarse en ella, pero no muy fácil salir, sobre todo si hay que hacerlo en determinado plazo. Kurt se encontraba como encajonado. No le era posible salir. Necesitaba ver al cónsul. El cónsul quiso saber por qué había dejado Sydney o Brisbane, es decir, el pueblo que fuera, sin poner en orden sus papeles. Y por qué, sobre todo, había entrado ilegalmente a Inglaterra. Kurt no pudo contar su verdadera historia. No deseaba hacerlo. Inglaterra no ofrecía mayores garantías que Australia. Los ingleses le habrían enviado inmediatamente a Australia para que lo sujetaran a juicio.
Stanislav no recordaba exactamente qué pueblo de Inglaterra era aquel en el que Kurt había ido a ver al cónsul. Cuando se encontró en la oficina de éste, en donde todo, los cuadros que colgaban de las paredes, las etiquetas de los cajones, la voz del cónsul, le recordaba su país, del que había estado ausente durante tantos años, Kurt, no sabía por qué, empezó a llorar. El cónsul tomó sus lágrimas como expresión de hipocresía de un vagabundo que desea conseguir algo por medios torcidos. Así, pues, le ordenó a gritos que se dejara de comedias, porque de nada le servirían. Kurt le dio la única respuesta adecuada a la situación. La lengua alemana está bien provista de expresiones para casos semejantes. Para hacerlas aún más comprensibles, Kurt tomó un tintero y lo lanzó a la cabeza del cónsul, la cual empezó a sangrar inmediatamente. El funcionario llamó a la policía; Kurt no esperó a que llegara. Dio un empujón al conserje que trataba de impedirle que saliera, y ya en la calle echó a correr tan rápidamente como le fue posible.
Kurt había cometido un error al visitar al cónsul, pues debía haber sabido de antemano que nada haría por él. Era de Memel, y no habiendo adoptado nacionalidad alguna, de acuerdo con lo dispuesto por los tratados, esas obras maestras de la abrumadora y brillante estupidez de los hombres de Estado, ningún cónsul de la tierra podría ayudarlo. No era ni alemán, ni ciudadano de aquel gusanito que era la nueva nación, que no sabía qué hacer de sí, ni tampoco lo era de Australia. El cónsul era solo un criado al servicio del Estado; no tenía facultades ni para ayudar a buscar a una oveja extraviada.
Así, pues, Kurt murió para siempre. Nunca más pudo volver a ver a su tierra natal, a sus padres, a sus parientes. Todo parece tan extraño y espantoso. Pero así es. Que los investigadores políticos traten de cerciorarse de si esas cosas existen en la moderna civilización. Desde luego que no lo intentarán, y se concretarán a decir a voz en cuello que se trata de una exageración o de una flagrante mentira.
A Kurt, un alto funcionario del Estado le había dicho que su añoranza del hogar era solamente la comedia de un vago. Un vagabundo no puede sufrir de añoranza. Los sentimientos refinados se destinan solamente a los hombres y las mujeres de elevado rango, que tienen posibilidad de sacar de un cajón todos los días dos pañuelos limpios, de seda, si hace el favor, o, por lo menos, de legítimo lino irlandés.
– Yo tenía añoranza del hogar, yo tengo añoranza del hogar. Toda mi lucha y mi ir y venir no es más que una droga para adormecer mi añoranza. Necesité de algún tiempo y sufrí de muchos dolores en el corazón, antes de convencerme de que había perdido esta cosa a la que uno supone tierra natal, la que Dios nos dio y la que ningún emperador, ningún presidente, puede quitarnos. Pero ahora, esa tierra natal es envasada y colocada en los anaqueles y pasaportes de las oficinas consulares. Ahora está exclusivamente representada por funcionarios con credenciales, por hombres capaces de destruir nuestros verdaderos sentimientos por la patria en forma tan completa, que no queda en nosotros ni rastro de amor patrio. ¿En dónde está la verdadera patria del hombre? Aquella en la que nadie pueda molestarme, en donde nadie quiera saber quién soy, de dónde vengo, a dónde deseo ir, qué opino sobre la guerra, sobre los prelados, sobre los comunistas; en donde yo pueda ser libre de hacer y de creer en lo que me dé la gana, en tanto no amenace la vida, la salud o la propiedad honestamente adquirida por otros. Esa sería la única patria en la que valdría la pena vivir y en la que sería dulce morir.
»Kurt, el hombre muerto de Memel, se coló en un barco español que dejaba Inglaterra en el preciso momento en que Kurt necesitaba un barco con urgencia. No pudo permanecer mucho tiempo en la nave española. La tripulación estaba completa, y tuvo que desembarcar cuando llegó a su país. Después de ir de puerto en puerto buscando destino, encontró al Yorikke, un día en que estaba hambriento y desesperado. Lo tomó y se enroló como paleador. Siempre había trabajo para paleadores en el Yorikke.
»En el Yorikke se desconocían todos los medios de protección empleados para los trabajadores en países civilizados. No podía el Yorikke ocuparse de semejantes simplezas; en primer lugar porque costaban dinero, y después, porque los medios de protección constituyen un estorbo a las horas de trabajo. Todos deberían saber que un barco al servicio de la muerte no es un jardín de niños. Hay que abrir bien los ojos. Si la piel se te chamusca, si los nudillos se te quiebran, si las espinillas se te amoratan, si un brazo se te fractura, es solo la parte más perezosa de tu puerco cuerpo la que sufre. Trabaja y trabaja bien y no necesitarás de nada para cuidar de tus extremidades.
»El tubo de cristal del medidor del agua de la caldera carecía de la cubierta de alambre demandada por la ley, aun en Afganistán. Un día, cuando Kurt hacía su turno en la cámara de calderas, el tubo reventó.
»Todas las calderas cuentan con una válvula que, con la ayuda de una varilla larga, sirve para cerrar inmediatamente la llave del tubo de agua conectado al medidor. Tan pronto como la válvula se cierra, ningún vapor puede pasar a través del manómetro roto, y es posible colocar un nuevo tubo de cristal sin peligro alguno para el hombre que lo hace.
»Pero la dificultad, en el Yorikke, consistía en que faltaban aquella válvula y la varilla, porque los fenicios no la empleaban y por lo tanto no había razón para que el Yorikke la tuviera. Solo existía la llave común y corriente, directamente conectada bajo el tubo de cristal, para lanzar el vapor y el agua hirviente que rebasaba el tubo roto. En menos de medio minuto el cuarto estaba tan lleno de espeso vapor caliente que no era posible mirarse la punta de los dedos, y parecía imposible para cualquier ser humano permanecer allí más de medio minuto sin asarse.
»Aquello no podía considerarse como una excusa para el hombre que tenía obligación de cerrar el tubo. Ello debía hacerse, porque la presión del vapor bajaba tan rápidamente que la máquina podía pararse en cualquier momento. Y elevar la presión nuevamente hubiera sido cuestión de dos horas. Y supongamos que el barco estuviera próximo a algún arrecife; entonces habría podido naufragar si la máquina se detenía, a causa de la falta de control.
»¿Quién tenía que hacer el trabajo y cerrar la llave? Por supuesto, el paleador. ¿Quién más? Los más bajos y sucios hombres de la tripulación tenían que sacrificar su vida para que el Yorikke sobreviviera. En las historias de mar y en las películas, esas cosas son hechas, desde luego, por el capitán en persona, o cuando menos por el señor ingeniero jefe, porque en cualquier sitio del escenario, alguna chica espera para ofrecer un beso al gran héroe. En la vida real ocurre en forma totalmente distinta. Es el soldado raso el que lo hace. En los barcos, son los hombres más sucios y despreciados los que hacen lo que en el libro de bitácora se llama «el hecho más glorioso» del jefe.
»Kurt cerró la llave. La presión del vapor subió rápidamente. La máquina no se detuvo ni un segundo, y el piloto de guardia sobre el puente no perdió ni un momento el control del barco. Abajo, sin embargo, Kurt yacía sobre un montón de carbón. Tuvo que ser llevado a su litera por el segundo maquinista y el piloto.
»Yo no le deseo a nadie en la tierra, no importa cuánto pueda odiarle, que escuche los lamentos y sollozos que partían del catre que ocupaba Kurt y que nosotros tuvimos que oír durante horas y horas, sin cesar ni un minuto. Nunca antes, ni siquiera cuando me hundí con mi barco en Skagerrack, había creído que un ser humano pudiera lamentarse por tanto tiempo sin perder la voz. No podía reposar ni sobre la espalda ni sobre el vientre. La piel le colgaba en largas tiras y jirones sobre el cuerpo a la manera de una enagua rota. Estaba cubierto de ámpulas, algunas tan grandes como la cabeza de un hombre. No creo que se hubiera salvado aun cuando hubiera sido atendido en un hospital. Tal vez se habría logrado, reponiendo toda la piel de su cuerpo en alguna forma. Pero sin duda los doctores habrían necesitado toda la piel de una cabra para reponer la pérdida. ¡Y cómo gritaba y se lamentaba! Yo hubiera querido sólo que el cónsul que le había negado el pasaporte hubiera escuchado durante su sueño aquellos quejidos. Sin duda no habría logrado paz en el resto de su vida, al enterarse de que el desgraciado papelito sellado que constituye el pasaporte era culpable del terrible destino de un joven, que se supone tenía alma. Pero esos tipos sentados ante un escritorio, garrapateando con una pluma, puliéndose las uñas y sonriendo, fastidian al que necesita algo de ellos, aun cuando solo sea un papel. ¡Se sienten tan superiores a nosotros, los trabajadores! Es fácil sentirse grande cuando uno se encuentra a cien leguas de la vida real, tal y como aquí la vivimos.
»¿Valor en el campo de batalla? No me hagas reír. Valor en el campo de trabajo. Aquí, por supuesto, no se obtienen medallas, ni informes especiales.
»Aquí uno no es héroe, es solamente un vagabundo, o un comunista que busca dificultades y nunca está de acuerdo ni satisfecho con las condiciones de vida ordenadas por el mismísimo Señor para que algunos acumulen ganancias.
»Gritó hasta morir. El primer piloto, que funcionaba como médico a bordo, no tenía absolutamente nada en el botiquín para aliviar al pobre diablo. Tratamos de hacerle beber un vaso de ginebra, pero no pudo pasarlo. Ya avanzada la tarde, tiraron por la borda a aquel muchacho de Memel. No puedo evitarlo, Pippip, tengo que descubrirme cada vez que hablo o pienso en ese muchacho. ¡Maldita sea! No me mires así. No soy una vieja llorona, pero no puedo sino poner la bandera a media asta en su honor y no puedo evitarlo al pensar cómo fue echado al mar como un convicto escapado. El segundo maquinista se asomó a la baranda cuando cayó al agua. Entonces dijo: «¡Mal rayo! ¡Por todos los diablos! Otra vez nos falta un paleador. ¿Cuándo estaremos completos?» Aquella fue la oración que dedicó al último viaje del muchacho. Era el hombre que tenía obligación de cerrar la llave. Ni el fogonero ni el paleador tienen obligación de hacerlo.»
Eso ocurrió con Kurt, de Memel. Su nombre tampoco aparece en el libro de bitácora. Es el segundo el que aparece como autor de ello. El «abuelo» miró el libro cierta ocasión en que fue a buscar jabón de tocador al escritorio del capitán. Yes, sir.