XVI
Stanislav tenía que comer. No podía conseguir un barco careciendo de documentos; así, pues, tuvo que dedicarse nuevamente a lo que él llamaba su honorable profesión. Si todas las gentes tuvieran una ocupación decente y comieran con regularidad, la mayoría de los crímenes se evitarían. Resulta una bonita distracción sentarse en mullido asiento después de una cena excelente, rociada con medio litro de scotch, a conversar sobre el crimen y sobre la falta de moral de los sin trabajo. Pero parado sobre los zapatos de Stanislav, el mundo y la moral aparecían enteramente diferentes, y él no tenía manera de evitarlo. No tenía la culpa de que el mundo fuera como se le presentaba. Por ningún lado había trabajado para él, ni siquiera como tercer ayudante de un pepenador de basura. Todo el mundo confiaba en el seguro social del gobierno y en el socorro oficial, pero Stanislav sentía aversión a sostenerse de aquella manera. Prefería su honorable profesión.
– Se siente uno tan horriblemente deprimido -dijo-, parado todo el día entre los desocupados, para conseguir unos cuantos centavos. Parecía entonces que en el mundo entero sólo hubiera desocupados y que toda esperanza en tiempos mejores hubiera desaparecido para siempre. Preferí mirar en rededor para descubrir si alguna cartera se aburría de estar con su dueño, en vez de hacer fila entre aquellos desocupados que solo sabían hablar de su miseria. De hecho, yo respetaba los derechos de propiedad. Pero te aseguro que yo no hice este mundo, y que tenía que comer. Con solo que esos malditos burócratas me hubieran dado la tarjeta, hace mucho tiempo que habría iniciado el largo viaje.
Cuando fue al cuartel de policía y al Departamento de Ciudadanía, le preguntaron:
– ¿Dónde nació usted?
– En Posen, o en lo que ahora llaman Poznan.
– ¿Tiene certificado de nacimiento?
– Aquí está el recibo del correo de la carta certificada que envié hace varias semanas. Ni siquiera me contestaron, y se quedaron con el dinero que mandé para cubrir los gastos.
– Los sellos de identificación del inspector de su distrito servirán. Los acepto. El único detalle para llenar es el de la ciudadanía. ¿Adoptó usted la alemana? -preguntó el empleado.
– ¿Que si hice qué?
– Que si adoptó la alemana; es decir, que si eligió oficialmente la ciudadanía alemana. ¿Declaró usted en el tiempo fijado, ante una autoridad alemana, especialmente designada para tomar tales declaraciones, que deseaba usted hacerse ciudadano alemán después de que las provincias polacas fueron devueltas a Polonia, de acuerdo con los tratados?
– No lo hice -contestó Stanislav-. No sabía que eso tenía que hacerse. Pensé que, una vez que empezara a ser alemán, seguiría siéndolo mientras no me hiciera ciudadano de otro país. Yo estuve en la Marina Imperial, y combatí por Alemania en Skagerrack.
– Antes era usted alemán, porque Poznan pertenecía a Alemania. ¿En dónde estaba usted cuando todas las gentes nacidas en las provincias polacas, pero habitantes de Alemania, fueron oficialmente obligadas a adoptar uno de los dos países coma tierra natal?
– Navegaba en un barco danés, y debo haberme hallado en las costas de China.
– Tenía usted obligación de haberse presentado al cónsul polaco del puerto más cercano, para hacer ante él la declaración.
– Pero yo ignoraba que tal cosa debía hacerse. Verá usted, cuando se navega y se trabaja duramente en el mar, no se tiene tiempo para pensar en nada.
– ¿No le advirtió su capitán que debía acudir al cónsul polaco?
– Navegaba en un barco danés, y danés era el capitán. De seguro a él no le importaban las órdenes dadas por las autoridades polacas o alemanas.
– Malo para usted, Koslovski -el empleado se sentó y pareció meditar en una solución. Cuando después de largas meditaciones encontró una, dijo-: ¿Es usted rico? Es decir, ¿tiene usted alguna propiedad?
– No, señor; soy marinero.
– Entonces, punto final; nada puedo hacer por usted. Hasta los períodos concedidos para la elección han concluido. Lo siento, pero usted ni siquiera puede disculparse con el hecho de no haber declarado oportunamente por causas de fuerza mayor. Usted no naufragó, tocó muchos puertos en los que hay cónsul alemán, o por lo menos cónsules de otros países autorizados para representar los intereses alemanes. El llamamiento para la adopción de ciudadanía se publicó repetidas veces en todo el mundo civilizado. Los boletines aparecieron en los pizarrones de todos los consulados.
– Los marineros nunca leemos los periódicos. Cuando tocamos un puerto tenemos muchas otras cosas que hacer que no son ir a los consulados para enterarnos de los boletines. ¿Dónde podía conseguir periódicos alemanes? Los periódicos publicados en otros idiomas, me resultan incomprensibles. Algunas veces, por casualidad, cayó en mis manos alguno, pero nunca me enteré del asunto de la adopción.
– Yo no tengo la culpa de ello, Koslovski. Lo siento. Tenga la seguridad de que me gustaría ayudarle, pero no tengo facultades para ello. Soy solamente un empleado que obedece órdenes. Ahora que la cosa, en realidad, no es tan mala como usted puede imaginar. Todavía le queda un camino, haga una solicitud al Secretario de Estado. Él puede ayudarle; pero el asunto requiere tiempo. Probablemente dos o tres años. A partir de la guerra, la ciudadanía se ha convertido en algo más estricto de lo que solía ser. Además, los polacos no guardan consideración alguna a nuestros nacionales. ¿Por qué nos habríamos de mostrar nosotros generosos? Y usted es polaco. Nació en territorio polaco. Y si he de ser sincero, amigo, creo que llegará un día en que esos roñosos polacos expulsen de su suelo a todos los alemanes que hayan adoptado la nacionalidad alemana. Y le aseguro, Koslovski, que nosotros haremos lo mismo, porque es la única forma de tratar con esos bandidos piojosos.
Todos los empleados le aseguraron que deseaban ayudarle; pero que no tenían facultades para hacerlo. Pero supongamos que Stanislav hubiera gritado o faltado al respeto a alguno de esos empleados, de humilde o elevado rango, o que se hubiera atrevido a mirar con severidad a algún funcionario; entonces lo habrían enviado sin piedad a una prisión, por haber insultado a un funcionario y por haber cometido un atentado criminal contra el Estado. Entonces el funcionario, automáticamente se habría convertido en el omnipotente Estado, en el Estado investido de todos los poderes, fuerzas y privilegios posibles. Un semejante del funcionario insultado le habría perseguido judicialmente, otro le habría golpeado con un garrote y un tercero le habría encerrado en la cárcel, y otro lo guardaría durante el largo tiempo que otro funcionario más considerara suficiente para purgar el crimen. Pero toda esa confraternidad carecía de poder para ayudar a aquel pobre individuo a resolver sus dificultades… ¿Para qué sirve entonces el Estado y todo su aparato, si no le es posible ayudar a un pobre ser necesitado?
Eso se preguntó Stanislav.
– Lo único que puedo darle es un buen consejo dijo el empleado, meciéndose perezosamente en el asiento: Más vale que se dirija al consulado polaco. El cónsul tiene la obligación de proporcionar a usted un pasaporte con el que pueda obtener fácilmente una tarjeta de marino. Si nos trae un pasaporte polaco, haremos una excepción con usted, por haber servido en la marina germana y por haber vivido en Hamburgo ahora y antes de la guerra. Yo mismo veré que consiga su tarjeta de marino alemán cuando presente el pasaporte polaco. Ese es el único consejo que puedo darle.
Stanislav recurrió al consulado polaco.
– ¿Dice usted que nació en Poznan?
– Sí, mis padres aún viven en Poznan.
– ¿Habla polaco?
– No, en realidad muy poco.
– ¿Vivió usted en Poznan, o en la Prusia Oriental o en alguna provincia polaca entonces bajo el control ruso, alemán o austríaco en el momento en que Polonia fue declarada nación libre?
– No.
– ¿Vivió usted en algún territorio considerado polaco entre 1912 y el día del armisticio?
– No, me hallaba en alta mar, navegando en mercantes daneses o alemanes.
– Lo que hacía usted o los barcos que tripulaba en aquel tiempo es cosa que no le he preguntado; solo una pregunta le he hecho y quiero que la conteste.
– Stanislav -interrumpí en ese punto de su relato-. Aquel era el momento oportuno para que lo hubieras cogido de las solapas y le hubieras espetado lo mejor de tu repertorio.
– Ya lo sé, Pippip, y de eso tuve deseos. Pero fui listo, mantuve aquella sonrisa de muchacho que va al primer baile, porque primero quería mi pasaporte; luego, una hora antes de que mi barco partiera, volvería yo adonde aquel tipo y le zurraría hasta dejarlo medio muerto y, en seguida, volvería al barco.
El cónsul polaco continuó:
– ¿Dijo usted que sus padres viven aún en Poznan? -Sí.
– Tomando en cuenta que es usted mayor de edad, nosotros, desde luego, no podernos considerar la adopción de nacionalidad que sus padres hayan hecho por usted, suponiendo que lo hubieran hecho. Lo que nos importa es la respuesta correcta a nuestras preguntas: ¿Registró usted personalmente sus deseos de permanecer siendo polaco ante un cónsul polaco, o ante cualquier otra persona autorizada por nuestro gobierno para aceptar tal declaración?
– No. Ignoraba que debía hacer tal cosa.
– Lo que usted sepa o lo que ignore carece de importancia para mí. Lo que deseo es que me conteste: ¿Registró usted su declaración?
– No.
– Entonces, ¿qué hace usted en esta oficina? Usted es alemán, no polaco. Vaya a ver a los funcionarios de su país y no nos moleste más. Es todo. Buenas tardes.
Stanislav relataba ese pasaje de su historia sin alterar la voz ni irritarse, más bien hablaba con tristeza. Habría gustado de expresar su opinión acerca de la burocracia a la manera de los marinos, pero el cónsul se encontraba lejos de su alcance.
Yo le dije:
– Mira qué pronto esos países, recién nacidos, han adquirido las costumbres de los funcionarios prusianos. Algunos de esos países ni siquiera contaban ayer con un lenguaje propio, civilizado, y ahora se manejan más brillantemente aún que los poderosos. Puedes tener la seguridad de que estos nuevos países, que ni siquiera están seguros de sus propios nombres, harán todo lo posible por convertir a la burocracia en única religión del Estado. Deberías estar enterado de lo que Norteamérica ha logrado en los ciento cincuenta años de su nueva existencia. Con qué rapidez ha sobrepasado aun a la Rusia imperial en cuestión de pasaportes, visas y restricciones de la libertad. En todo el mundo, a consecuencia de la guerra por la democracia, y por temor a las ideas comunistas, la burocracia se ha convertido en el nuevo zar que gobierna, poniendo en juego mayor omnipotencia que la de Dios Todopoderoso, negando el nacimiento de seres vivientes cuando éstos no presentan un certificado, y haciendo imposible a los humanos moverse libremente sin un permiso debidamente firmado y sellado.
– Todo se vuelven conferencias de hombres de chistera acerca de la cultura, la civilización y el bienestar de la raza humana -dijo Stanislav-. La cosa se ve bien en la primera plana de los periódicos, pero todo son palabras vanas, hipocresía y un nacionalismo loco… Difícilmente puede retornarse a la vida una vez que se embarca uno en el Yorikke, sobre todo en las condiciones reinantes. La única esperanza de liberación reside en la posibilidad de que el barco se hunda sin arrastrarlo a uno consigo; sí, expulsándolo como si se tratara de un leproso. Pero supongamos que después de ello vuelve uno a encontrarse nuevamente en alguna playa. ¿Qué se puede hacer? Solo volver a otro Yorikke.
Stanislav regresó al cuartel de policía y al Departamento de Ciudadanía.
– El cónsul polaco no me reconoce como tal -dijo.
– Debería haber sabido eso antes -explicó el inspector-. Esos puercos roñosos polacos merecen una paliza, eso es lo que necesitan. El viejo Dios Cristiano es nuestro testigo en los cielos. Pero ya recibirán su merecido y no les quedarán ganas de volver a las andadas -el inspector subrayó esta última frase con un puñetazo dado en su escritorio. Cuando se hubo calmado dijo-: Ahora, Koslovski, ¿en qué puedo ayudarle? Debía usted tener algunos documentos, pues de otra manera nunca conseguirá un barco. Por lo menos en estos días.
– Ciertamente, señor inspector; debería tener papeles.
– Bien, bien, Koslovski. Le diré lo que debe usted hacer. Le daré un certificado policial. Mañana por la mañana irá con él al departamento de pasaportes. Es despacho… espere un momento…, sí, despacho 334, de este mismo edificio. Y de seguro le darán el pasaporte. Con él irá usted a la oficina de navegación y allí conseguirá la tarjeta de marino. En posesión de la tarjeta conseguirá usted el mejor trasatlántico de la Rot.
– Gracias, señor inspector.
– La cosa va bien, ya ve usted que hacemos cuanto podemos.
Stanislav se sentía tan feliz que habría abrazado al mundo entero. Los alemanes probaban ser, en último término, menos burócratas que los de otras naciones.
Se dirigió al departamento de pasaportes. Presentó el certificado policial y las fotografías selladas por el inspector, como prueba de que él era el mismo hombre que aparecía en las fotografías. Firmó su hermoso pasaporte con escudo impreso, pagó setenta y cinco mil billones de marcos, y abandonó el departamento con el pasaporte más elegante que jamás poseyera en su vida. Con aquel pasaporte en su poder, habría podido emigrar hasta la mismísima tierra del Señor y habría sido recibido en Ellis Island con la música de una gran banda y el canto de múltiples sirenas. Yes, sir.
Apenas podía creer que él fuera poseedor de un pasaporte como aquél, en el que todo era perfecto. Nombre, lugar y fecha de nacimiento; ocupación: marino calificado. Honrosamente relevado del servicio en la marina imperial. Aquello parecía un himno. Pero veamos, ¿qué es esto? ¿qué? «¿Sin nacionalidad?" Bien, ello no importa. Sin duda que conseguiré la tarjeta de marino. Bien, bien, ¿pero qué significa esto? «Válido solamente en el interior del país.» Tal vez el empleado cree que los buques navegan en las arenas de Brandenburgo; pero no importa, el pasaporte es un primor.
Al día siguiente, Stanislav se presentó con su lindo pasaporte en la oficina de navegación para solicitar su tarjeta de marinero.
– ¿Quiere usted una tarjeta de marinero?
– Sí, por favor.
– Con ese pasaporte no podemos dársela. Usted carece de nacionalidad. Y lo más importante para obtener su tarjeta que lo identifique como marino, es tener debidamente establecida su nacionalidad. Su pasaporte está perfectamente para Alemania; pero no para un país extranjero, y no le da derecho a la tarjeta de marino.
– ¿Cómo puedo conseguir entonces un barco? ¿Puede usted hacerme el favor de decirme cómo?
– Su pasaporte es bueno. Con él puede enrolarse en cualquier barco extranjero; los únicos que le están vedados son los alemanes. El pasaporte dice que usted vive en Hamburgo, dice quién es usted, de dónde viene y todo eso. Es usted un viejo marino con experiencia, y le será fácil conseguir un barco, cualquier barco extranjero. Además, ganará usted más dinero en un barco extranjero.
Dos días después, Stanislav consiguió un barco holandés. Era un mercante elegante, casi nuevo. Aún olía a pintura fresca, y pagaban en hermosa moneda holandesa.
Cuando el capitán vio el pasaporte rió ampliamente y dijo:
– Buen papel. Eso es lo que a mí me gusta, gente con buenos documentos. Vayamos con el cónsul, leamos el reglamento, firmemos y le daré su adelanto. Zarparemos con la marea alta, por la mañana temprano.
El cónsul holandés registró su nombre completo: Stanislav Koslovski. Marino calificado; edad, estatura, peso. Entonces preguntó:
– ¿Tarjeta de marino?
Stanislav dijo:
– Pasaporte.
– Es lo mismo -dijo el cónsul.
– El pasaporte es nuevo, todavía la tinta está fresca. Hace dos días apenas que se lo extendieron. Todo está en orden. Conozco personalmente al funcionario que lo firmó -dijo el capitán, encendiendo un cigarro.
El cónsul tomó el pasaporte, satisfecho de tener en sus manos aquella obra de arte de la burocracia. Volvió las hojas y asintió aprobatoriamente. Estaba satisfecho.
De pronto fijó la mirada. La sonrisa de satisfacción desapareció de sus labios. Volvió y revolvió las hojas.
Tomó aliento y dijo con voz cortante:
– No puede usted enrolarse.
– ¿Qué? -gritó Stanislav.
– ¿Qué? -gritó también el capitán. Tanta fue su sorpresa que dejó caer la caja de cerillas.
– El hombre no puede enrolarse -repitió el cónsul.
– ¿Por qué no? -preguntó el capitán-. Le he dicho a usted que yo conozco al funcionario que firmó el pasaporte. El documento está en orden.
– No estoy haciendo objeciones al pasaporte -dijo el cónsul-, pero no puedo dar mi visto bueno, porque este hombre carece de nacionalidad.
– ¿Y a mí qué me importa? -dijo el capitán-. Yo quiero a este hombre; mi primer piloto lo conoce y sabe que es un excelente hombre para el timón. Sé qué barcos ha tripulado y conozco a sus amos. Así, pues, sé lo que vale. Por eso lo quiero; necesito hombres como él.
El cónsul dijo, haciendo sonar los dedos:
– Mire, capitán, toda vez que usted gusta tanto de este hombre, ¿por qué no lo adopta?
– ¡Qué tontería! -ladró el capitán.
– ¿Se hace usted responsable de este hombre hasta que abandone su barco?
– No le entiendo, señor cónsul.
– Le explicaré. Este hombre, no importa lo buen marino que sea, no podrá desembarcar en ningún puerto; es decir, podrá hacerlo mientras el barco no haya zarpado. La compañía naviera a la que usted pertenece será responsable y estará obligada a sacarlo de ese país inmediatamente y ¿a dónde lo llevaría usted o su compañía?
Rápidamente, el capitán contestó:
– Siempre podrá volver a Hamburgo, de donde ha salido.
– Podrá, podrá. La verdad es que no podrá -el cónsul empezaba a adoptar el tono de un juez moralizador-. Él tiene un pasaporte alemán bueno solo para Alemania, y Alemania no está obligada a recibirlo una vez que él la abandone. Ahora que él puede obtener un certificado especial, independientemente de este pasaporte, en el que se estipule que puede salir y entrar a Alemania, siempre que quiera. Solo que un certificado de esa especie nada más puede ser extendido por el ministro de Estado alemán, y no creo que le sea fácil obtenerlo, porque sería igual a un certificado de ciudadanía, que es justamente lo que se le ha negado. De otro modo, se le habría extendido un pasaporte sin restricciones. El hecho es, y está bien establecido, que él nació en Poznan y que ni Alemania ni Polonia, por una u otra razón, le han reconocido nacionalidad. Bien podría acudir a la Liga de las Naciones; pero la Liga no tendría país que adjudicarle. Así, pues, cualquier documento que la Liga extendiera en su favor, no vendría a solucionar el hecho de carecer de nacionalidad. Ahora que si usted está dispuesto a hacer constar que se hace responsable de él, después de que abandone su barco…
– Yo no puedo hacer semejante cosa, porque soy solo un empleado de la compañía -dijo el capitán.
– Entonces, yo no puedo hacer nada -y al decirlo, el cónsul tachó con energía el nombre de Stanislav anotado ya en el registro, con lo que indicaba que el caso estaba concluido.
– Escuche -dijo el capitán inclinándose sobre el escritorio-. ¿No podría usted hacer una excepción? Me gustaría contar con él, porque sería difícil encontrar un hombre para el timón tan bueno como él. Yo podría acostarme a dormir y entregarle el barco, con la seguridad de que nada malo ocurriría. Nació con el instinto de la navegación, lo sé. Hemos conversado durante más de dos horas.
– Lo siento, capitán; lo siento mucho, pero no puedo servirle -y el cónsul se levantó de su silla-. Mis facultades están extremadamente limitadas, tengo reglamentos que obedecer. Yo no soy más que un fiel servidor del gobierno.
Cuando terminó, estiró la boca diagonalmente como si tratara de producir una sonrisa de antemano estudiada ante un espejo. Al mismo tiempo levantó los hombros casi hasta hacerlos alcanzar sus orejas, dejó caer los brazos laciamente, balanceándolos hasta la altura de los codos. Parecía un pájaro herido con ambas alas rotas. Hacía una triste figura, pero era la figura real de un burócrata excelente, que sabe que de su palabra depende que algunos hombres mueran o vivan.
– ¡Maldita sea! ¡Al diablo con todo eso! -juró el capitán, e irritado tiró el cigarro al piso y lo aplastó, bailando sobre él como un negro salvaje. En seguida miró al cónsul como si ese enano fuera un grumete a quien sorprendiera vertiendo un cubo de pintura negra sobre la cubierta recién lavada. Después, de dos zancadas atravesó la habitación, y salió golpeando la puerta en forma tal que todo el edificio se estremeció.
Stanislav, que había salido primero, le esperaba en el corredor. El capitán se le aproximó y preguntó:
– Y ahora, ¿qué puedo hacer contigo, Lavski? Nada. El diablo sabe cuánto me gustaría tenerte en el barco. Pero ahora no es posible que te tome, ni bajo pretexto de emergencia, porque ese tipo sabe tu nombre y, si se entera, no me sería fácil salir bien del lío. ¡Cómo odio a estos malditos escribientes! ¡Más que a un chubasco en el Zuider! Bueno, toma cinco guilders y vete esta noche de paseo. Ahora tendré que echarme a buscar otro marino calificado, los buenos son más raros que el sol en el mar del Norte. Buena suerte.
El capitán desapareció y junto con él el hermoso y elegante barco holandés.