III
Por las costas del Mediterráneo y la costa occidental del África, corre el rumor de que dos hombres habían logrado enterarse de lo que había dentro de la cámara de los horrores. Aquéllos, desde luego, ya no se encontraban en el Yorikke. Los habían despedido en el preciso instante en que el capitán se había dado cuenta de su intromisión. Aquél no era el que mandaba el barco actualmente y había jurado matar al que se atreviera a espiar.
Pero aun cuando aquellos hombres habían sido despedidos, su relato persistía. La tripulación puede abandonar un barco, pero las historias relatadas por ella, persisten. Las historias se impregnan en los barcos, penetran todas sus partes: el hierro, el acero, la madera, todos los aposentos, las carboneras, la sala de máquinas, el almacén y hasta las sentinas. Cientos, miles de esas historias, son relatadas por los barcos sin omitir ni el menor detalle. Ellos las cuentan a sus mejores camaradas -esto es, a los miembros de la tripulación-. Las relatan con mayor exactitud y mejor que las impresas. Es necesario sólo escucharlas con corazón comprensivo y amor por el barco. Desde luego que los hombres que se enganchan por un viaje en la misma forma que pueden colocarse en una fábrica, nunca escuchan las historias relatadas por los barcos, y los abandonan siendo tan tontos como antes de embarcar. No hay razón para hacer saber a esos tipos que los barcos cuentan historias; ellos se sienten demasiado listos para creerlo; yes, sir.
La historia de los hombres que permanecieron en la cámara de los horrores, fue conservada, como todas las otras, en el Yorikke. Los hombres, guiados por su curiosidad insaciable, vieron algunos esqueletos en la cámara. Asustados como estaban no pudieron contar cuántos eran en realidad. Pero aun cuando lo hubieran intentado, la cosa habría sido difícil, ya que los esqueletos habían caído, y se habían desintegrado y mezclado. Pero no había duda, sin embargo, de que eran muchos. Aquellos invasores de la cámara pudieron determinar a quiénes pertenecían.
Eran aquellos los restos de una tripulación anterior, que había sido devorada por las ratas. Estas, grandes como gatos, se dejaban ver a menudo cuando salían de su escondite por algún agujero que jamás pudimos encontrar. Las ratas corrían por los camarotes en busca de comida o de algún zapato viejo, y desaparecían rápida y misteriosamente. Aquellas bestias salvajes nos asustaban, pero nunca pudimos atrapar ni matar alguna; eran demasiado listas y rápidas.
Por qué aquellos infortunados marinos habían sido enviados a la cámara de los horrores, era algo que no podíamos determinar. Sin embargo, tomando una frase acá y otra allá de las historias contadas en los puertos acerca del Yorikke, pudimos hilvanar la historia completa.
Esos marinos, de cuya existencia quedaban solo aquellos huesos dispersos, fueron sacrificados para aminorar los gastos del Yorikke y elevar los dividendos de los asociados de la compañía.
El reglamento apunta que un marino debe cobrar el tiempo extra que trabaje, porque las uniones y sindicatos han ejercido su mala influencia hasta en el negocio marítimo. Así pues, cuando algún marino se separaba del Yorikke reclamaba, naturalmente, el pago de sus cientos de horas extras, único dinero con que contaba, pues sus salarios les eran pagados con mucho tiempo de anticipación.
Y cuando decía: «Señor, ¿qué hay de mis ciento sesenta horas extras?», era inmediatamente conducido a la cámara de los horrores y arrojado en ella antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría. Al capitán no le quedaba otro remedio, pues tenía que ahorrar lo más posible para conservar el empleo. Los capitanes tienen mayores dificultades para conseguir trabajo que los marineros, ya que muchos quieren ser capitanes y muy pocos simples marinos, debido a la diferencia de salarios.
Esto ocurría por supuesto en el puerto. Hasta ahora todavía no se han podido contratar marineros en alta mar, a menos que algún barco se encuentre próximo. Y estando en el puerto, el capitán no puede tirar a un hombre por la borda. Las autoridades del puerto no permitirían semejante cosa para evitar que éste se ensuciara. A las autoridades les importaba muy poco lo que un capitán hiciera con sus hombres, siempre que el puerto se conservara limpio. Ahora, supongamos que el capitán dejara ir a sus hombres sin cubrirles el tiempo extra; éstos (tan malvados son los marinos) se dirigirían inmediatamente a la unión de marineros, o peor aún, al sindicato de fogoneros o, en caso menos grave, al cónsul. En cualquiera de esos casos, el capitán habría sido obligado a pagar el tiempo extra, si quería evitar que el Yorikke fuera embargado. Los del sindicato de estibadores y en particular los comunistas, habrían sido capaces de embargar el barco por medio dólar si el capitán se hubiera negado a pagarlo.
Así, pues, ¿qué podía hacer el capitán, pese a su humanitarismo? No le quedaba otro camino que arrojar al marinero en la cámara de los horrores.
No pretendía hacer daño alguno al marinero, solo quería evitarse dificultades con las uniones y con las autoridades, pues perdería la oportunidad de zarpar a tiempo y se vería obligado a pagar mayores derechos de anclaje. Ya en alta mar, el capitán se dirige a la cámara de los horrores a rescatar al hombre que le es tan necesario, porque como ocurría corrientemente con el Yorikke, dos o tres de sus hombres se habían quedado en tierra, o habían sido encarcelados por hallarse borrachos o debido a alguna dificultad relacionada con una chica que resultara madre.
Pero en la cámara de los horrores había ocurrido algo no previsto por el capitán. Algunas ratas de las que habitaban la cámara habían obtenido su licencia de matrimonio con la perspectiva de un gran banquete de bodas. Así, pues, estaban en lo justo no dejando escapar al marino, una vez que éste se ponía a su alcance. De nada servía la energía y habilidad del capitán para luchar contra las ratas, pues si no andaba listo podría verse, en un momento dado, compartiendo la suerte del marino. El capitán no se atrevía a disparar o a pedir auxilio, temeroso de revelar su secreto y perder para siempre la oportunidad de desembarazarse del pago de horas extras. Nada le quedaba entonces que hacer más que dejar al marinero en las garras de los invitados a la boda.
Nadie habría podido hacer creer a un hombre que hubiera navegado en el Yorikke, esos cuentos terribles acerca de esclavos y de los barcos que transportan esclavos de África a tierras lejanas. No, sir. Ningún esclavo fue jamás vigilado tan de cerca, ninguno trabajó tan duramente ni se sintió tan hambriento, cansado y deprimido como nosotros. Los esclavos tenían sus festivales, sus cantos, sus danzas, sus bodas, sus amadas, sus hijos, su alegría, su esperanza religiosa. Nosotros nada teníamos. Toda nuestra distracción la constituían una insensata borrachera o diez minutos en compañía de una muchacha de a dos pesetas. Nuestro semblante era tan alegre como un balón desinflado dentro de un bote de basura.
A los esclavos se les consideraba como mercancía, se pagaban buenos precios por ellos y hasta solían aumentar de valor cuando se les cuidaba bien. Se les manejaba como a cristal fino, ya que nadie habría pagado ni su transporte, de encontrarse muertos de hambre, golpeados y trabajados hasta el grado de no poder menear ni un dedo. Se les trataba mejor que a caballos finos, porque tenían un alto valor comercial.
Los marineros son esclavos que ni se venden ni se compran. Nadie se interesa por ellos, pues si resbalan de la cubierta o mueren en el fango, nadie pierde nada con ello. Además, hay cientos de hombres que esperan ansiosamente la oportunidad de ocupar el lugar de los que son lanzados a la cuneta que bordea el camino del progreso y de la prosperidad del transporte marítimo.
Los marineros, ciertamente, no son esclavos. Son ciudadanos libres, y si fijan su residencia en algún sitio, hasta tienen derecho a votar por el nuevo alcalde; yes, sir. Los marineros son trabajadores libres, hambrientos, descamisados, cansados, con los miembros quebrados y las costillas deshechas, con los pies, los brazos y la espalda quemados.
No siendo esclavos se ven forzados a tomar cualquier trabajo en cualquier barco, aun sabiendo de antemano que el buque está destinado a hundirse para que sus propietarios cobren el seguro. Aún existen barcos que surcan los siete mares bajo las banderas de países civilizados, a bordo de los cuales los marinos son azotados sin piedad cuando se niegan a desempeñar dobles y hasta triples turnos.
A los esclavos hay que alimentarlos bien, como a los caballos finos. El marinero libre tiene que comerse lo que le ponen enfrente, aun cuando el cocinero fuera anteayer asistente de un sastre. La compañía no puede pagar el sueldo de un buen cocinero, porque los accionistas necesitan gozar de sus dividendos. Supóngase que un buen cocinero llega a bordo y pretende hacer algún buen guiso para la esforzada tripulación; no podría hacerlo porque el capitán tiene que hacer economías.
En todo el mundo hay reglamentos maravillosos respecto al trato que debe darse a los marinos a bordo. Tienen una gran apariencia en el papel esos reglamentos. Los hay también estupendos respecto a la pureza de los alimentos, especialmente en las plantas empacadoras. Pero nada más hay que abrir una lata en la que se espera encontrar los frijoles con tocino anunciados por la elegante etiqueta, y, en lugar de éstos, encontramos el resultado del reglamento de alimentos puros. Exactamente lo mismo ocurre con los cinco mil reglamentos relativos al bienestar del marinero a bordo. Siempre que se establece cualquier nuevo reglamento aquí o allá, pienso en el Yorikke, e inmediatamente y sin la ayuda de un mitin comunista o de una conferencia de paz, sé exactamente a quién favorecerán los reglamentos.
Se publican cuentos y más cuentos sobre la vida de mar. Cada semana ven la luz por lo menos setecientos cincuenta, y cuando se les lee con calma se encuentra que hablan de marineros que son cantantes de ópera disfrazados, que se manicuran y que no tienen más preocupación que sus malditos líos amorosos… Hasta esos celestiales y altamente apreciados, hasta esos grandes escritores de cuentos de mar, saben encomiar solamente el valor de los capitanes, caballeros de los mares, de las islas y de las costas; en tanto que la tripulación es siempre cobarde, perezosa, pervertida, despreciable y constantemente dispuesta a amotinarse; carente de ideas elevadas y de ambiciones refinadas. Claro que la tripulación es así. ¿Por qué? ¿Qué ambición ha de tener? ¿Por quién? El capitán tiene ambiciones porque los salarios elevados y los ascensos le esperan. Sus nombres suelen aparecer en la primera página de los periódicos y hasta llegan a leerse en letras doradas, en cuadros colgados de las paredes del local del Consejo de Industria. La tripulación nada tiene en el mundo a excepción de su salario, su alimento, su salud y su vida. No tiene ninguna perspectiva de ascenso ni participación alguna en los dividendos de la compañía. Así, pues, ¿en qué razón terrena puede fundar su ambición? Cuando se trata de salvar la vida del pasaje en un naufragio, la tripulación jamás deja de cumplir con su deber humano; en cambio, los capitanes tienen que velar por los intereses de la compañía. Los marineros saben todo eso, y por lo tanto son la única gente capacitada para leer en forma debida las historias de mar y para interpretar la valentía de los capitanes, de la que hablan los periódicos. No es el capitán, sino el marinero, el primero en arriesgar su vida, porque es siempre él quien se encuentra cerca del peligro, en tanto que el capitán en su puente, como el general en su cuartel, se encuentra bien lejos del sitio en que podría perder algo; yes, sir.