XX

Hay gentes que por el solo hecho de haber cruzado el mar media docena de veces en barcos de pasajeros, creen sinceramente saber algo acerca de buques, marineros y océanos. Podría incluirse entre el número de los ignorantes a los oficiales y a los camareros. Los oficiales son simplemente burócratas con derecho a pensión en su vejez, y los camareros no son más que mozos.

El capitán está al mando del buque. Perfectamente. Pero no lo conoce. No señor, créame. El individuo que se sienta sobre el dromedario y le indica al arriero adónde debe ir, no conoce al dromedario. Solo el arriero conoce y comprende al animal. Es a él a quien éste habla, y es él quien contesta a la pobre bestia. Solamente él conoce las aflicciones, las penas y los goces del dromedario.

Lo mismo ocurre en los buques. Al capitán siempre se le ocurre hacer algo que el barco no puede hacer y no hará. El barco lo odia a él tanto como odian a sus jefes todos aquellos que tienen que soportarlos. Cuando un jefe es amado o cree serlo, ello se debe únicamente a que aquellos que se hallan bajo sus órdenes saben que es más fácil llevarse bien con el viejo si se le da por el gusto. Siempre debes considerar como loco a tu jefe. Estarás en lo cierto y además las relaciones entre ambos serán mejores.

Los barcos aman a la tripulación. Son sus miembros los únicos buenos camaradas con que cuentan en el mar. Son ellos quienes los pulen, los lavan, los aliñan, los acarician y los besan con sincero afecto, porque en lo que a su buque concierne, no son hipócritas.

El capitán tiene un hogar, algunas veces un hogar campestre o una hacienda; tiene familia, una bella esposa y muchas preocupaciones acerca de ellos. Algunos marinos también tienen esposa e hijos, pero raramente son buenos marinos. Ven al barco con los mismos ojos que un obrero fabril mira a la fábrica en que trabaja para ganarse la vida.

Los buenos marinos, los verdaderos marinos, los marinos de nacimiento, no tienen más hogar en el mundo que su barco. Puede ser éste o aquél, pero siempre será un barco.

El barco sabe perfectamente que no puede moverse ni una pulgada sin su tripulación. Los barcos pueden marchar bien sin capitán y sin oficiales, sé de muchos casos, pero nunca he oído decir que alguno marchara sólo con el capitán a bordo.

El barco conversa con la tripulación, nunca con el capitán o con los oficiales. Es a la tripulación a la que cuenta y de quien escucha a la vez historias maravillosas y fantasías de todas clases. Cuando empiezan a devanar viejos ensueños, el cascabeleo y los crujidos del cascarón cesan, y la embarcación queda silenciosa para no perder una sola sílaba del relato. Todos los cuentos de mar que yo sé me los han relatado los barcos, no las gentes. Y las historias escritas por los capitanes pensionados son los grandes mamarrachos.

Algunos sábados por la tarde, cuando la tripulación se sienta en la cubierta a relatar cuentos sobre los siete mares, y a hacer bromas acerca de los capitanes y jefes, he visto a los barcos reír disimuladamente. También les he visto reír y llorar cuando escuchan la historia de algún valiente marinero que fuera a parar al fondo del mar después de salvar a un niño, o a un compañero. Y he escuchado los amargos sollozos de un barco al enterarse de su retiro después de un último viaje. Fue ese, un barco que llorara desconsoladamente, y que nunca más regresara a casa y que cuatro meses más tarde se anotó en el Lloyd’s como «perdido en aguas desconocidas».

El barco siempre se pone de parte de la tripulación, nunca de parte del capitán. ¿Por qué? Porque el capitán nunca trabaja para el barco ni se ocupa de él. Trabaja y se ocupa de la compañía que le paga. En cambio, los hombres de la tripulación ignoran muchas veces a qué compañía pertenece su barco; ellos no se preocupan por semejantes detalles; no, sir. Se interesan, sí, por el barco y por los alimentos que se les dan. Supongamos que la tripulación se amotina, el barco inmediatamente se pone de su parte y el capitán no sabe qué hacer con él. Esto es un hecho, extraño quizá, pero cierto. Sé de un barco que se hundió con una pandilla de esquiroles. Se encontraba a la vista del puerto, cuando mucho a veinte millas, cuando se hundió con el solo propósito de ahogar a la pandilla, y lo hizo tan repentinamente que ni un solo hombre pudo salvarse; yes, sir.

Volviendo la vista nuevamente hacia el achacoso Yorikke, no pude comprender cómo, con tripulación completa, podía abandonar a España, la del generoso pueblo. Viajar en aquel barco en lugar de permanecer en ese puerto, era algo que estaba fuera de mi comprensión. Sin duda había algún secreto de por medio. Tal vez fuera… pero no, eso no podía ser. No en un sitio tan cercano a la civilización. ¿Cómo no me percaté de ello en el primer momento? Sin embargo, aún existía algo respecto a él que lo apartaba del concepto de viejo truhán. El buque empezó a interesarme. No puedo dejar de verlo aunque solo sea para descubrir el misterio que oculta.

Finalmente parece darse por vencido y decidirse a caminar voluntariamente. Entonces me enteré de que tenía personalidad. El capitán lo ignoraba porque era estúpido. El Yorikke era mucho más inteligente que su capitán. Era, por lo que veo, como un experimentado y excelente caballo de pura sangre; pertenecía a la especie de individuos a quienes hay que dejar obrar por cuenta propia si se desea que pongan de manifiesto sus mejores cualidades. Todo lo que un capitán tiene que hacer, es presentar un certificado de examen para tomar el mando de un barco tan delicado y de carácter tan individualista como el Yorikke. Esto es una prueba más de que los capitanes no conocen sus barcos; no, sir. Además, ¿de qué se ocupa un capitán durante todo el día? Su única preocupación consiste en encontrar la manera de ahorrar gastos a la compañía, cosa que generalmente logra recortando la ración de los tripulantes y dejando algo en su propio bolsillo.

El capitán trataba de forzar al Yorikke contra viento y marea. Un viejo achacoso, con cinco mil años de experiencia, no debiera ser forzado. Si ello se intenta, es posible hacer estallar sus arterias. Si toma una dirección equivocada, no podrá culparse al piloto, quien tiene solo obligación de conocer las aguas, no el barco. Ese es asunto del capitán, y era fácil saber qué clase de capitán era aquél que fustigaba al pobre viejo. El barco frotó con fuerza el muelle, tanto, que tuve que encoger las piernas para evitar que se las llevara, pues no abrigaba la intención de enviarlas a Marruecos en tanto que el resto de mi cuerpo permanecía en España.

Meneó la popa como un viejo verde que intenta bailar la rumba. La hélice levantó un remolino de espuma lodosa. Se agitó, respingó, resopló como mula de rancho con mataduras. Después se tambaleó como los borrachos que intentan esquivar los postes sin lograrlo nunca.

El capitán hizo un intento más para sacarlo del muelle. Viéndolo a lo más a un metro de distancia, y dándome cuenta cabal de su mal estado, me dije, que ni aun representando él el único medio para escapar de la horca lo aprovecharía; preferiría el cadalso, pues no recordaba haber visto en el mundo ni barco, ni cosa alguna que tuviera un aspecto tan absolutamente desesperanzado y perdido como aquel Yorikke. Me estremecí, era preferible ser un marino abandonado y hambriento, a formar parte de la tripulación de aquel barco.