IX

Treinta francos belgas.

La forma en que se consigan importa poco; la cuestión es que no duran mucho. El dinero en manos de todos desaparece antes de lo que se espera.

Vagando un día por los muelles, vi a dos tipos y pude escuchar algunas palabras de su conversación. Hay algo raro en las lenguas. Los ingleses dicen que lo que nosotros hablamos no es inglés, y nosotros decimos que lo que ellos hablan es una especie de godo antiguo, porque ninguna persona de mente despejada puede sospechar lo que dicen cuando discuten acerca de películas o carreras, o, lo que es peor, cuando hablan de política. Por ello los primeros colonizadores ingleses no pudieron avenirse con los indios tan bien como nosotros. Porque los indios son ciento por ciento americanos puros, nativos del gran país de Dios desde hace miles de años, y los ingleses, no.

Pero cualquiera que sea el lenguaje que los ingleses hablen, lo cierto es que a mí no me simpatizan. Tampoco nosotros les gustamos, nunca les hemos simpatizado. Por lo menos desde hace más de ciento setenta años, y la guerra empeoró las cosas.

Cuando se llega a un puerto en el que hay gran número de ingleses, se les oye gritar como si fueran los dueños del mundo. En Australia, en China o en las costas de la India, cuando un marino decente penetra en una taberna con el sano propósito de quitarse la sal de la garganta echando un buen trago, no es necesario identificarse; basta con caminar hasta el mostrador y decir: «Hello, pal, gimme a shot. No, Straight. Make it two.» (¿Qué tal, viejo? Dame un trago…No, solo. Que sean dos.)

Eso es todo lo que se necesita decir para que se abran las puertas del infierno.

¡Hey, tú, yanqui! ¿Quién ganó la guerra?

Y como marino decente, ¿qué puede contestarse? ¿Qué le importa a uno eso? Yo no gané la guerra; de eso estoy seguro, y aquellos que la ganaron prefieren que no se les recuerde.

Pero insisten: «¡Hey, yanqui, tú eres listo; dile al mundo entero quién ganó la guerra!»

Pero, ¿qué me importa? Sigo bebiendo y pido otra copa de whisky puro. Mi madre me aconsejó siempre no mezclarme con muchachos malcriados y camorristas.

Los ingleses son cerca de dos docenas, se hacen señas y ríen. Yo estoy solo, ignoro dónde están los que viajan conmigo en la misma cáscara y es difícil que se aparezcan por aquí.

«Dame otro doble; este hijo de su madre tiene mucha sed.»

«¡Hey, tú, almirante de submarino, pelmazo! Dinos a nosotros, marinos de verdad, ¿quién gano la guerra?»

Ni siquiera me vuelvo para mirar a los borrachos. Pero no pueden dejarme en paz, sobre todo cuando se dan cuenta de que estoy solo. Ni siquiera puedo confiar en la neutralidad del cantinero. Siento deseos de replicar; el honor de mi patria está en juego. No importa lo que esto pueda costarme. ¿Pero qué puedo decir? Si les digo «nosotros», soltarán la carcajada. Si les digo «los franchutes», se armará la gresca, y si les digo «yo», habrá combate, pararé en la cárcel y después en el hospital. Tampoco podré evitar la pelea si les digo que los canadienses, los australianos, los sudafricanos y los neozelandeses. Si me aferro al silencio, será tanto como decir «nosotros los americanos», y esto, bien lo sé, provocaría una verdadera batalla. Bien podría decir: «ustedes los ingleses, la ganaron». Pero eso sería mentir, y nuevamente pienso en mi madre, quien cientos de veces me aconsejó no mentir, y recordar el cerezo cortado al cual le debía un gran presidente su inmortalidad. Así pues, ¿qué puedo hacer? La pelea está a la vista. Es así como ellos tratan a aquellos a quienes acudieron cuando se hallaban en necesidad, «nuestros primos allende el mar». Míos, no; no, sir.

Por todas esas razones no me simpatizan los ingleses. Pero entonces no se trataba de simpatía o antipatía. Tenía que mostrarme amistoso, pues ellos eran mi esperanza.

– ¿Cuál es su buque, amigo?

– ¿Qué tal, yanqui, qué haces por aquí?

– Tuve un lío con una chica que tenía a su madre enferma, hubo necesidad de llevarla al hospital y el barco zarpó sin mí, ¿ven?

– Y ahora la cosa es dura, ¿verdad? Te la pasas puliendo las cadenas de las anclas, ¿no es cierto?

– Así es. ¿No podría ir con ustedes?

– Tal vez fuera posible, no es de despreciarse la ayuda gratuita de un compañero.

– ¿Para dónde van? -pregunté.

– Primero a Lisboa, luego a la vieja Malta y después a Egipto. No podremos llevarte tan lejos, pero te podemos hacer llegar a Boulogne y allí ya verás qué haces.

– Me harán un gran servicio.

– La cuestión es que el contramaestre que tenemos es un verdadero demonio; si no fuera por él te podríamos llevar a recorrer el mundo. Ahora te diré lo que haremos contigo. Vendrás alrededor de las ocho de la noche. Para esa hora ese diablo estará tan borracho que habrá rodado bajo la mesa. Tú nada habrás de ver ni de oír. Ven, te esperaremos en la barandilla. Fíjate en mí; si me echo la cachucha a la nuca será señal de que no hay moros en la costa y puedes subir tranquilamente. Pero dame tu palabra de marinero que si alguien te encuentra a bordo no dirás quién te ayudó a subir.

– Entendido, allí estaré a las ocho.

Y a las ocho en punto vi cómo se echaba la cachucha a la nuca. El tiránico contramaestre estaba tan ebrio que no volvió en sí hasta Boulogne. Allí me dejaron y fue en esa forma como Llegué a Francia.

Cambié mi poco dinero por moneda francesa. Fui a la estación, compré un boleto para la siguiente parada y tomé el expreso de París. Los franceses son gente muy cortés. Nadie me molestó para que le mostrara mi boleto.

El tren llegó a lo que ellos llaman gare, que quiere decir estación. Así llegué a París, la ciudad considerada como el paraíso por los americanos aburridos del país de Dios.

Entonces me pidieron el boleto.

La policía obra rápidamente en París, y toda vez que yo carecía de boleto para París y había hecho el viaje sentado en mullido asiento sin ser molestado por nadie, me había convertido en un caso del Departamento de Investigación Criminal o algo por el estilo.

Sabía algunas palabras de francés y esperaba que ello me salvara, pero los policías hablaban más inglés que el francés que yo hubiera podido hablar alguna vez. Sin duda, sus maestros eran mejores de los que nosotros solemos tener.

– ¿De dónde viene? ¿De Boulogne?

– De Boulogne.

– ¿Cómo llegó a Boulogne?

– En un barco.

– ¿Qué barco?

– El Abraham Lincoln.

– A Boulogne no ha llegado ningún barco de ese nombre últimamente.

– ¿Que dónde está mi tarjeta de marino? No tengo.

– ¿Quiere decir que no tiene…?

– Eso es, no tengo tarjeta de marino.

Tan acostumbrado estaba a aquel interrogatorio que hubiera comprendido lo que se me preguntaba aun cuando me hablaran en sánscrito. El tono de la voz, los gestos y el movimiento de cejas que siempre acompaña a la pregunta, son absolutamente inconfundibles cuando las hacen los burócratas o policías de cualquier parte del mundo.

Tampoco tenía pasaporte ni carta de identificación de las autoridades francesas. Ni siquiera una estampilla de inmigración o un sello aduanal. Carecía en absoluto de documentos y jamás en la vida los había poseído.

Les espeté de una vez la respuesta a todo el cuestionario para evitarles el trabajo de interrogarme durante una hora. Sería capaz de presentar el más complicado examen para ser aprobado como empleado de inmigración, porque, en verdad, he tenido una gran escuela.

El jefe, que tenía el propósito de perder una o dos horas conmigo, quedó confundido. Me miró con ojos mortecinos y pareció expresar el sentimiento de la pérdida de su autoridad. Barajó un poco los papeles que se hallaban en su escritorio mientras meditaba sobre algunas preguntas que poder hacerme. Después, no encontrando qué agregar, luchó por recobrar la dignidad de su semblante y aplazó el asunto.

Al día siguiente escuché un parloteo del que nada pude desentrañar, pues todos hablaban en francés. Cuando terminaron de hablar, uno de ellos trató de explicarme que había ganado diez días de cárcel por haber estafado al ferrocarril viajando hasta París sin boleto. Más tarde me enteré de que las leyes francesas castigaban ese delito con dos años de cárcel, pero que en la corte alguien me había defendido diciendo que mi estupidez no me había permitido comprender las leyes francesas y que sería injusto castigarme con dos años de prisión.

Esa fue la bienvenida que los franceses dieron a un buen americano de los que de tan buena voluntad les ayudaron a pelear por la democracia.

En mi país jamás estuve en la cárcel. Allá era un hombre ordenado y decente como el que más. Pero cuando se vive entre gorilas, hay que obrar como ellos. La vida así resulta más fácil y hasta es posible hallar a alguna chica que nos aprecie y que encuentre en uno a un gran tipo, para ella quizá el mejor del mundo. Pero de todos modos en los países extranjeros la cosa es distinta y yo también soy distinto. Por eso dicen que los viajes ilustran. Cuando se permanece siempre en la patria confundido con el rebaño, no hay posibilidad de olvidar que se es un imbécil. Si se muestra un poco de inteligencia que lo distinga a uno del resto, inmediatamente dirán que está uno loco o algún mal le acontecerá y nuestra actitud alarmará a los demás. En mi tierra, jamás me atrevería a relatarles una historia, pues en seguida me llamarían tonto y me aconsejarían que mejor pensara en adquirir la estación de gasolina que Mr. Jorgson vendía. Por eso ignoraba cómo sería la vida de un prisionero en mi tierra.

En París era así:

El primer día se dedica al registro, baño, examen médico, entrega de ropas de cama y un libro de la biblioteca de la prisión. Después asignan la celda, uno toma posesión de ella y finaliza el primer día.

El segundo, entrega del dinero que me hallaron encima al tesorero de la prisión. Tuve que dar los datos para que hicieran una relación que anotaron en tres gruesos libros respecto a si aquel era mi dinero, a si algo se había perdido y a si las monedas eran hasta donde mi memoria alcanzaba las mismas que me habían quitado. Me hicieron preguntas también acerca de otros valores, pero les informé que carecía de ellos, cosa que tuve que asegurar estampando mi firma cerca de doce veces en otros tantos libros e impresos. En la tarde fui conducido a la presencia del cura de la prisión, una especie de protestante calvinista. Hablaba buen inglés, sin duda parecido al que debió hablar Guillermo el Conquistador antes de desembarcar en las costas inglesas, pues yo no comprendí una sola palabra de lo que decía. Me hallaba en Francia y por lo tanto debía ser más cortés de lo que solía ser en mi tierra, en donde a la gente cortés se la considera tonta. Así, pues, no dejé que el sacerdote se enterara de que yo no comprendía lo que él me decía. Cada vez que me hablaba de God (Dios), le oía yo decir goat (cabra). Yo no tenía la culpa; era así como él pronunciaba la palabra.

El tercer día: en la mañana, no menos de quince oficiales me preguntaron si alguna vez me había dedicado a pegar tirantes en los delantales. Les contesté que no, y que además no tenía ni la menor idea de cómo podría hacerse. En la tarde, siete u ocho oficiales me avisaron que me habían asignado al departamento de costura y que tendría que pegar tirantes a los delantales. Tuve que firmar docenas de impresos y la tarde expiró.

Cuarto día: me enviaron al almacén, en donde me proveyeron de unas tijeras, una aguja, alrededor de cinco metros de hilo y un dedal que no ajustaba a ninguno de mis dedos. Me quejé de ello, pero me hicieron callar alegando que no tenían otro para complacerme. Tuve que firmar en varios libros y cada vez que lo hacía me interrogaban si la aguja estaba aún en mi poder, si su estado era bueno o si estaba despuntada. En la tarde me enseñaron a montar un banquito que debía colocar en medio de la celda en forma tal que fuera visible desde la ventanilla, y sobre el que había de colocar la aguja, el hilo, el dedal y las tijeras. La colocación no debía hacerse a capricho. Las cosas debían arreglarse en forma especial, y para aprender la colocación tuve necesidad de emplear toda la tarde. Yo creía haberlo hecho bien; el oficial me decía que estaba mal y tuve que comenzar nuevamente hasta que lo hube satisfecho. Sin embargo, faltaba algo para que las cosas fueran perfectas. Sobre la ventanilla de mi celda colocaron un cartel en el que se decía que el residente de la celda tenía tijeras, aguja, hilo y dedal. Cuando aquel cartel fue colocado, el cuarto día expiró.

El quinto, domingo, dijeron algo acerca del buen comportamiento y que ya Dios se encargaría de lo demás.

Sexto día. En la mañana me conducen al taller en el que debo prestar mis servicios. En la tarde me señalan el lugar en el cual debo trabajar.

Séptimo día. En la mañana me presentaron al prisionero que debía enseñarme cómo pegar tirantes a los delantales. En la tarde, el profesor me enseñó la forma de emplear la aguja y de ensartarla sin morder demasiado el hilo.

Octavo día. El prisionero encargado de mi enseñanza me mostró la forma empleada por él para pegar tirantes. En la tarde me bañé y me pesaron. Luego me preguntaron si no tenía quejas que formular por el trato o la alimentación. Les dije que acostumbraba comer bien y beber un café de mejor calidad. Nadie hizo aprecio de mis quejas. Solo dijeron no poder cultivar un café especial para mí.

Noveno día. En la mañana me enviaron a ver al jefe de la crujía. Me preguntó mi nombre y luego quiso saber si yo era propietario del nombre que le había dado. Contesté: «Yes, sir.» Después me preguntó si tenía alguna queja y le repetí que ni la comida ni el café me satisfacían, a lo que él contestó: «Las leyes francesas son las mejores del mundo y no existe país más civilizado que Francia.» Tuve que firmar en dos libros. Tengo que mostrar mi habilidad pegando tirantes a los delantales.

Décimo día. Durante la mañana pego un tirante. El tipo que me había enseñado lo examina; yo había empleado en aquel trabajo una hora y media, tal vez dos. Me dijo que no estaba tan bien pegado como él creía que yo podía hacerlo y que lo sentía mucho, pero que tendría que cortar el tirante y obligarme a pegarlo de nuevo. Llegó la tarde. Cuando estaba en mitad de la tarea fui llamado por el jefe de la crujía, quien me comunicó que al siguiente día mi condena expiraba, que sentía mi partida, pero que así lo disponía la ley. Que estaba satisfecho con mi comportamiento, el cual había servido de ejemplo a los otros prisioneros. Después me pesaron y fui examinado por el médico, quien me preguntó si me sentía bien. Fui requerido en el corredor de la prisión, donde hice entrega de los adornos que me habían dado. Tuve que esperar en una celda abierta cubriéndome sólo con una toalla, después tuve que ir a un mostrador en donde me entregaron mis ropas de civil. Me preguntaron si algo se me había perdido. Contesté: «No, sir.» Entonces me permitieron vestir mis propias ropas. Así terminó el décimo día.

Al día siguiente me llamaron para preguntarme si deseaba tomar el desayuno allí o si deseaba salir inmediatamente. Les dije que prefería desayunar en la ciudad. Entonces obraron rápidamente. No tuve que esperar hasta la hora del desayuno. Me presenté al tesorero y me devolvieron el dinero. Me preguntó si estaba de conformidad con la suma que me entregaban. Tuve que firmar en tres libros. Se me notificó haber ganado cincuenta y cinco centavos por el trabajo que había ejecutado. Me los pagaron y tuve que firmar nuevamente en tres o cuatro libros. Me volvieron a interrogar acerca de si tenía alguna queja. Contesté: «No sir, muchas gracias; mercy beaucoup.»

Me condujeron a la puerta de salida; el guardián leyó varios papeles y después dijo: «Marshey», lo que en francés significa «¡lárgate!»

No creo en verdad que el gobierno francés se haya beneficiado con mi prisión y me pregunto si el ferrocarril francés creerá haberme hecho pagar el importe del boleto con la cárcel.

Apenas había caminado veinte metros cuando dos policías salieron a mi encuentro para decirme que me daban quince días para abandonar Francia en la misma forma que había entrado a ella y que si cuando venciera el plazo me encontraba aún allí, la ley se encargaría de mí y no debía esperar que me trataran suavemente, y por ello me aconsejaban, como lo mejor que podía hacer, que me marchara antes de los quince días. No me especificaron la forma en la que la ley me trataría. Pero pensé que tal vez me embarcarían a la Isla del Diablo dejándome allí «hasta que la muerte nos separe». Todas las edades tienen su inquisición. Corresponden a la nuestra la falta de pasaporte y el desempleo compitiendo con las torturas de la Edad Media.

– Necesariamente hay que tener documentos para probar qué se es -me advirtió el oficial.

– No necesito documentos; yo sé qué soy.

– Tal vez, pero hay otras personas que necesitan saberlo. Desde luego, yo puedo hacer que le extiendan una constancia de que su condena expiró, pero creo que ésta no le serviría de mucho. Y yo carezco de autoridad para proveerle de otra clase de documentos.

– Pero para encarcelarme sí tiene usted autoridad, ¿verdad?

– Esa es mi obligación; por eso me pagan. ¿Cómo dice usted? No le comprendo. Ahora puede irse. Ya ha recibido aviso oficial de que debe marcharse antes de quince días. Lo que usted haga al respecto me importa muy poco. En la misma forma que vino puede irse. Pero si se queda tenga la seguridad de que lo encontraré. ¿Por qué no va a Alemania? Aquel es un gran país. Pruebe suerte con los alemanes; a ellos les gustan los tipos como usted. ¡Buena suerte! Espero no volverlo a ver.

Alguna razón debía existir para que la policía de todos los países en los que había estado tratara de enviarme a Alemania. Tal vez deseen ayudarles a pagar las reparaciones o piensan que Alemania, ocupada o no ocupada, es el país de Europa en donde se goza de mayores libertades.