XI
Me llamaron. Todos los que esperaban, al escuchar el número que les correspondía, tenían que pasar por una puerta diferente a la que yo crucé y que era la misma que había traspuesto la dama gorda. Así, pues, iba yo a ver a Mr. Grgrgrgrs, o como se llamara, es decir, la persona a quien más ansioso estaba yo por ver. A aquella persona tan amable, que era capaz de ayudar a una dama en apuros a conseguir un nuevo pasaporte y que sin duda comprendería mis dificultades mejor que nadie. El caballero aquel era bajito, delgado y su rostro expresaba tristeza o preocupación. Tenía la piel seca y pegada a los huesos y su apariencia denunciaba al hombre que desde los catorce años ha vivido tras un escritorio y está expuesto a morir en unos cuantos días en el momento en que deje de asistir puntualmente a la oficina y permanecer en ella hasta la acostumbrada hora de salida.
– Siéntese. ¿En qué puedo servirle?
– Quisiera un pasaporte.
– ¿Lo perdió?
– No mi pasaporte; solamente mi tarjeta de marino. -¡Ah! ¿Es usted marino?
Cuando dije yes, sir, la expresión de su rostro y el
tono de su voz cambiaron. Estrechó los párpados y empezó a mirarme con sospecha.
– Vera usted, señor, perdí mi barco.
– Borracho, ¿eh?
– Yo nunca bebo, señor, ni una gota. Soy abstemio jurado.
– ¿Pero no me ha dicho usted que es marino?
– Exactamente. Mi barco salió tres horas antes de la anunciada. Yo creía que saldríamos con la alta marea. Como no llevábamos carga e íbamos sin lastre, el capitán no tuvo que esperar la alta marea y ordenó la salida durante la noche.
– Y dejó a bordo sus papeles, ¿verdad?
– Así fue, señor.
– ¿Recuerda el número de registro de su tarjeta de marino?
– Lo siento, señor, pero no lo recuerdo.
– Tampoco yo. ¿Quién le extendió la tarjeta y en qué oficina se la extendieron?
– No recuerdo. Verá usted, yo fui tomado como marinero para el tránsito costero de Boston, Nueva York, Philly, Nueva Orleáns, Galveston y toda la costa del Golfo de México. Ningún marino consulta diariamente su tarjeta. De hecho, yo nunca me fijé en lo que decía. A menudo ni los capitanes exigen su presentación cuando lo contratan a uno. Dan por hecho que cada tipo cuenta con su tarjeta. Lo que más suele importarles es saber en qué barcos se ha trabajado con anterioridad, a las órdenes de quién, y lo hábil que uno es.
– Sé todo eso, no necesita decírmelo.
– Yes, sir.
– ¿Naturalizado?
– No, sir, nativo.
– ¿Registro de nacimiento?
– No lo sé, señor; cuando eso ocurrió yo era tan pequeñito que no recuerdo si lo hicieron o no.
– Entonces su nacimiento no fue registrado. -He
dicho que lo ignoro, señor.
– Pero yo lo sé.
– Entonces, señor: si todo lo sabe usted de antemano, ¿por qué me lo pregunta?
– Bueno, no se excite, que no hay razón para ello. ¿Estaba su madre casada con su padre?
– Nunca se lo pregunté a mi madre; siempre consideré que ese era asunto suyo y de nadie más.
– Es verdad, perdone. Si lo pregunté fue solamente pensando que la licencia de matrimonio podría encontrarse en alguna parte. ¿Era su padre marino como usted?
– Yes, sir.
– Así lo suponía. Y jamás regresó a casa, ¿verdad?
– No lo sé, señor.
– ¿Viven algunos de sus parientes?
– No lo sé, nunca conocí a ninguno.
– ¿Hay alguna persona en los Estados Unidos que le conozca desde que era niño?
– Creo que debe haber montones de personas que hubieron de conocerme.
Tomó un lápiz y se dispuso a escribir nombres y direcciones.
– ¿Quiere nombrar a alguna de las personas que le conocen de largo tiempo; digamos desde hace más de quince años?
– ¿Cómo podría recordarlo, señor? Todas son gentes sin importancia, humildes trabajadores obligados a cambiar de sitio cuando la labor lo exige. De algunos no sé ni el nombre completo y tal vez el que sepa no sea el verdadero.
– ¿Tiene usted un domicilio fijo en la patria?
– No señor, no podría pagarlo. Usted sabe que nosotros vivimos a bordo, casi todos los marinos, y cuando bajamos a tierra nos hospedamos en alguna casa para marinos o en alguna casa de huéspedes barata y cercana al muelle.
– ¿Vive aún su madre?
– Creo que sí, pero no estoy seguro.
– ¿Que no está usted seguro?
– ¿Cómo podría estarlo, señor? Cuando yo salgo, ella suele cambiar varias veces de domicilio. Tal vez se haya vuelto a casar con alguien desconocido para mí. Usted sabe, señor, que entre los trabajadores, entre los marinos, las cosas no marchan tan fácil y suavemente como entre la gente rica poseedora de una casa propia y una linda cuenta corriente, y teléfono, y un montón de criados. Lo primero que nosotros tenemos que buscar es trabajo, lo demás está en segundo término. Para nosotros trabajar es comer; sin trabajo somos rancheros sin rancho.
– ¿Votó alguna vez en una casilla durante las elecciones para gobernante de algún estado?
– No, sir, nunca tuve tiempo para mezclarme en política.
– ¿Es usted un pacifista?
– ¿Un qué, señor?
– Bueno, quiero decir un comunista; uno de esos que no desean pelear por su patria.
– Yo no diría eso, señor. Creo que un marino que trabaja duramente pelea por el engrandecimiento de su patria. La nuestra no sería grande sin marinos y sin trabajadores.
– ¿Dijo usted que había embarcado en Nueva Orleáns?
– Yes, sir. Así es.
– Entonces debe usted ser miembro de… Bueno, ¿cómo se llama eso? ¡Ah!, de los Trabajadores Industriales del Mundo, de los mezclados con el sindicalismo y todos esos líos.
– No, sir; nunca he oído hablar de eso.
– ¿Cómo? Ha dicho usted que embarcó en Nueva Orleáns.
– Yes, sir.
– ¿No ha estado nunca en Los Angeles?
– No, sir.
– ¿Ni en San Francisco?
– No, sir.
Durante largo rato me miró con ojos vacíos. No sabía qué más preguntar. Tamborileó con el lápiz sobre el escritorio y dijo:
– Bueno, lo único que me resta decir es que no puedo darle pasaporte. Lo siento.
– ¿Pero por qué, señor?
– ¿En qué pruebas puedo basarme? Lo que usted dice respecto a su ciudadanía nada prueba. Personalmente yo creo que usted es americano. Sin embargo, la Secretaría de Estado de Washington, ante la que yo soy responsable por los pasaportes y documentos de identificación extendidos, no toma en cuenta mi opinión personal. La oficina acepta únicamente evidencias y no se basa en lo que un cónsul allende los mares pueda tomar como cierto. Si usted me presenta pruebas, yo estoy en la obligación de extenderle el pasaporte. Pero, ¿cómo puede usted probar que es americano y que yo estoy en la obligación de perder el tiempo considerando su caso?
– Usted me ha oído hablar, señor.
– ¿Y qué? El lenguaje no constituye una prueba. -Cómo no, el lenguaje es una prueba.
– Debe usted saber que aquí en Francia, hay cientos de rusos que hablan el francés mejor que muchos nativos, y por esa circunstancia no se les va a considerar como franceses. En Nueva Orleáns, además, hay mucha gente que habla francés y algunos que hablan un poco o nada de inglés, y, sin embargo, son tan americanos como yo. En Texas y en el sur de California hay muchísima gente que habla castellano y que, no obstante, son ciudadanos de los Estados Unidos. Así pues, ¿cómo puede el lenguaje constituir una prueba de ciudadanía?
– Nací en los Estados Unidos.
– Pruébelo y dentro de dos días tendrá su pasaporte. Pero aun cuando hubiera nacido en los Estados Unidos todavía tendría que preguntarle algo sobre su ciudadanía, porque bien podría haber ocurrido que su padre, antes de que usted fuera mayor de edad, lo hubiera declarado ciudadano de otro país. Sin embargo, no ahondaré tanto. Bastará con que pruebe usted haber nacido en los Estados Unidos o que me nombre algunos testigos de su nacimiento.
– Nada puedo probar desde el momento en que mi nacimiento no fue registrado.
– Bien, pero de eso yo no tengo la culpa.
– Parece, señor, que usted duda hasta de que yo haya nacido.
– Exactamente, amigo; aunque le parezca tonto. Yo dudaré de su nacimiento mientras no me presente un certificado de él. El hecho de que esté usted sentado enfrente a mí no es prueba de que haya nacido. Oficialmente esto no constituye prueba alguna. La Ley o el Departamento de Trabajo pueden aceptar o rechazar mi aseveración de haberle visto y de que, por el hecho de haberle visto, usted debió haber nacido. Yo sé que esto es necio, que esto es tonto. Pero no fui yo quien hizo las leyes. Usted bien sabe que me cesarían si extendiera un pasaporte sin más pruebas que la palabra de usted y su presencia. Francamente, no sé qué hacer con el caso de usted.
Oprimió un botón. Momentos después apareció un empleado. El cónsul escribió mi nombre en un trozo de papel, obligándome antes a deletrearlo, y ordenó al hombre:
– Hágame el favor de confrontar este nombre; Gerard Gales, marino del Tuscaloosa, último lugar de residencia Nueva Orleáns.
El empleado dejó la puerta medio abierta y le vi dirigirse a una piececita llena de fotografías. Yo sabía adónde iba a confrontar mi nombre: con los expedientes de los deportados, de los indeseables, de los criminales, de los anarquistas, de los comunistas, de los pacifistas y de toda esa clase de gente cuyo nuevo ingreso al país trata de evitar el gobierno a toda costa.
Mientras tanto el cónsul se había parado en la ventana para mirar a la calle, en donde la vida seguía su curso. El empleado regresó.
– ¿Bien? -preguntó el cónsul.
– No está fichado, carece de registros.
– ¿Dio usted su verdadero nombre? -preguntó el cónsul-. Quiero decir, el nombre bajo el cual vivía usted en la patria.
– Sí, señor, y nunca tuve dificultades allá.
El empleado abandonó el cuarto y yo volví a quedar solo con el cónsul.
Durante algún tiempo reinó el silencio. Empecé a mirar los retratos que se hallaban en las paredes; todas eran caras familiares desde la niñez, todas pertenecían a grandes hombres, amantes y defensores de la libertad, de los derechos del hombre; constructores de un gran país, en el que los hombres pueden ser libres y perseguir su felicidad.
El cónsul se levantó y abandonó la sala.
Al cabo de cinco minutos regresó. Se le había ocurrido una nueva pregunta:
– Bien pudiera ser que usted, no lo insinúo, fuera un convicto escapado. Tal vez la policía lo requiera en la patria o en algún otro país.
– Tiene usted razón, señor; podría ser. Ahora veo que en vano he ocurrido a mi cónsul a quien se paga un sueldo para ayudar a sus compatriotas a salir de apuros. Comprendo que no hay ninguna esperanza para mí. Gracias por haberse tomado tantas molestias, señor.
– Lo siento mucho, pero, en el caso de usted, sencillamente no veo la forma de ayudarle. Yo soy solo un empleado y debo plegarme a los reglamentos de trabajo. Debió usted haber tenido más cuidado con sus papeles. En estos tiempos nadie debe perder su pasaporte o documentos de similar importancia. No vivimos ya con la despreocupación de los buenos tiempos pasados, cuando en realidad a nadie se exigía documentación alguna.
– ¿Podría usted decirme, si no le es molesto, una cosa, señor?
– Sí, cómo no.
– Estuvo aquí ayer en la tarde una dama muy gorda, que llevaba en los dedos una docena de diamantes, y un collar de perlas, que por lo menos valía diez mil dólares, le adornaba el grueso cuello. Pues bien, esa dama había perdido su pasaporte, como yo he perdido el mío, y pudo obtener uno nuevo en menos de una corta hora.
– Veo que se refiere usted a la señora Sally Marcus, de Nueva York. Sin duda usted ha oído antes ese nombre, pues corresponde al de una poderosa casa bancaria del puerto.
Esto fue dicho por el cónsul con un gesto y una entonación de voz, como expresando: «Pero, buen hombre, ¿no sabe usted que se trata de su alteza real el duque de Windsor y no de un marinero borracho, abandonado por su barco?»
Tal vez por la expresión de mi rostro se diera cuenta de que yo no había tomado la cosa en el sentido que él pretendía, y se apresuró a decir:
– La bien conocida firma de Nueva York, ¿sabe usted?
Pero aún no quedó satisfecho con mi semblante, pues no me vio palidecer al escuchar el nombre de la gran institución.
El caso era que Wall Street, la casa de Morgan, las riquezas de los Rockefeller y los puestos en la bolsa de valores, jamás me han impresionado ni levemente. Todas esas cosas suelen impresionarme tanto como el sabor de una papa cruda.
Así pues, dije al cónsul:
– Yo no creo que esa dama sea americana. Creo que debe haber nacido en algún lugar de Bucarest.
– ¿Cómo lo sabe usted? -dijo el cónsul abriendo los ojos ampliamente y perdiendo el aliento-. Claro que nació en Bucarest, en Rumania. Pero es ciudadana americana.
– ¿Trajo consigo sus papeles de naturalización?
– Desde luego que no. ¿Por qué?
– ¿Entonces, cómo puede usted decir que es ciudadana americana? Ella ni siquiera habla correctamente nuestro idioma. Su jerga no se aproxima ni a la del East Side. Puede apostar que ni siquiera en Whitechapel la aceptarían.
– Déjeme que le diga. En el caso de esa dama no era necesaria evidencia alguna. Su marido, Mr. Reuben Marcus, es uno de los banqueros más conocidos en Nueva York. La señora Marcus viajó en el camarote más costoso del Queen Mary. Yo vi su nombre en la lista.
– Sí, ya comprendo, señor cónsul. Yo viajé solo en calidad de grumete, en un carguero y en el dormitorio general de proa. En esto está, según veo, la diferencia. No en los documentos, no en los certificados de nacimiento. La única evidencia requerida para probar la ciudadanía de un hombre consiste en el respaldo de una gran firma bancaria. Gracias, señor cónsul. Eso era exactamente lo que deseaba saber. Gracias.
– Pero entienda, marinero; pongamos las cosas en claro. Yo no quiero que se marche llevándose una mala impresión de mí. Ya le he dicho antes que en su caso nada puedo hacer. La culpa no es mía, es del sistema al que yo mismo me hallo esclavizado. Si yo pudiera, digamos, si yo estuviera dispuesto a retirarme en el plazo de un año, le daría, bajo mi palabra de honor, todos los papeles que usted necesitara. Pero no puedo hacerlo, tengo las manos atadas. Con franqueza, yo doy crédito a su historia, me parece enteramente cierta. Ya se han presentado casos similares al suyo con el mismo resultado. Yo nada puedo hacer. Yo creo que usted es ciudadano americano, que usted es mejor ciudadano que muchos banqueros. Usted es de los nuestros, por sus venas corre la misma sangre. Pero también he de decirle con franqueza que si la policía francesa lo trajera ante mí para que yo lo identificara, negaría vehementemente la ciudadanía americana de usted. Como hombre, semejante acción me haría sangrar el corazón, pero como empleado tendría que obrar en la misma forma en que se ven obligados a obrar los soldados en tiempo de guerra, cuando tienen que matar incluso a sus amigos si se encuentran frente a ellos en el campo de batalla vistiendo el uniforme enemigo.
– Lo que en pocas palabras quiere decir, que me vaya al diablo.
– Nunca he dicho semejante cosa. Pero ya que los dos hemos hablado con franqueza, admito que en realidad eso quise decir. No me queda otro recurso. Podría escribir a Washington exponiendo su caso, y siempre que usted pudiera darme los nombres y los domicilios de algunas personas que le conocieran en la patria, no menos de ocho meses serían necesarios para que la ciudadanía de usted quedara satisfactoriamente comprobada. ¿Tiene usted los medios suficientes para permanecer durante todo ese tiempo en París, esperando el resultado de mis gestiones en Washington?
– ¿Cómo podría yo, señor? Soy solo un marino, necesito encontrar trabajo a bordo y en París no hay barcos. Yo soy marino de alta mar, no barquero del Sena.
– Ya sabía yo que usted no podría permanecer en París por meses y meses, y nosotros no tenemos fondos para sostenerlo aquí. Y de paso, ¿quiere usted que le dé una orden por tres días de comida y alojamiento? Cuando se venza puede venir por otra.
– No, se lo agradezco; yo sabré arreglármelas.
– Tal vez prefiera usted un boleto de ferrocarril para dirigirse a algún puerto, en el que quizá consiga trabajo en alguna embarcación bajo bandera extranjera, o a lo mejor la fortuna le ayude a encontrar a un patrón americano que le conozca.
– No, muchas gracias; ya veré qué hago.
Suspiró y se dirigió a la ventana. Nada nuevo parecía ocurrírsele, y hubiera sido muy raro que un empleado concibiera alguna idea no prevista en los reglamentos.
Así pues, lo único que pudo agregar fue:
– Lo siento. Adiós, y buena suerte.
Después de todo hay una gran diferencia entre la generalidad de los empleados americanos y la generalidad de los europeos. Las horas de oficina terminan a las tres o a las cuatro; cuando me encontré en la calle eran las cinco. En ningún momento durante mi conversación con el cónsul mostró éste impaciencia, ni me dio a entender que tenía prisa por llegar a casa, o por dirigirse a algún campo de golf. No todos los empleados americanos son como éste. En Europa, nunca encontré un empleado que cincuenta minutos antes de la hora en que daba por terminadas sus labores no me diera a entender su deseo de que me marchara, sin tomar en cuenta la importancia del asunto que me llevaba a su oficina.
Ahora yo sabía que había perdido mi barco para siempre.
¡Adiós, mi lindo Nueva Orleáns! ¡Adiós, y buena suerte!
Bien, mi amor, más vale que busques otro cariño. No me esperes más en Jackson Square o en el Levee. Tu hombre no volverá más, el mar se lo tragó. Hubiera podido luchar con los puños o con la brocha en contra de los huracanes y las tempestades; pero nada pude contra los todopoderosos certificados y documentos. Busca otro cariño, mi amor, antes de que sea tarde y los vientos del otoño te marchiten. No desperdicies las rosas de tu dulce juventud esperando a un hombre sin patria, a un hombre que no ha nacido.
¡A bordo! ¡Tenemos viento, amigo! ¡En juego los brazos! ¡Tiendan las lonas! ¡Vengan cables! ¡El viento es fresco y amigo! ¡Que pongan todas las velas! ¡Hay viento de primera! ¡Vámonos!