VIII
Desde luego, señor, yo también puedo trabajar aquí. Otros trabajan aquí. ¿Por qué no podría yo hacer lo mismo? La aptitud de imitar hace de los hombres héroes y esclavos. Si el látigo no mata a aquel hombre, tampoco me matará a mí. Así, pues, dejemos trabajar al látigo. «Mirad a aquel otro. ¡Qué valor! Camina directamente, sin pestañear, hacia la ametralladora. Es un gran hombre. Tú no serás cobarde ¿verdad?» Si otros lo hacen, tú también podrás hacerlo. Es así como se hacen las guerras, es así como navegan los barcos de la muerte. Todos persiguen la misma idea. No se necesitan ni ideas nuevas ni modelos nuevos. Los viejos sirven aún admirablemente.
– ¡Hey!, ¿qué estás cavilando? ¿Cómo te llamas?
Mi fogonero había bajado y parecía estar de muy mal humor.
– Me llamo Pippip.
Pareció iluminarse un poco y dijo:
– Me pareces persa.
– Pues te parece mal. Soy abisinio. Mi madre era parsi; pertenecía a ese pueblo que cede sus muertos a los buitres en vez de enterrarlos.
– Nosotros se los tiramos a los peces; así, pues, creo que tu madre era una persona muy fina. La mía era una vieja ramera que trabajaba por media peseta. Pero si tú te atreves a llamarme hijo de puta o algo por el estilo, te dejaré hecho una piltrafa, despreciable hasta para los buitres; porque yo respeto a mi madre, no lo olvides.
Entonces supe que era español.
El fogonero del turno saliente sacó del horno una barra de hierro candente y la metió en un bote de agua, para calentar ésta, y empezó a lavarse con arena y cenizas a falta de jabón.
La cámara se hallaba alumbrada por dos lámparas. Las llamo lámparas, pero lo único que tenían en común con las verdaderas es ese nombre que yo les daba. Una de ellas colgaba de la caldera, cerca de los medidores de presión de agua y vapor. La otra colgaba en un rincón para alumbrar al paleador.
En el mundo al que el Yorikke pertenecía, poco se sabía de cosas modernas. La única cosa moderna que el Yorikke viera era el traje usado por el capitán. Nadie allí parecía saber que en el mundo existían cosas como las lámparas de gas y de acetileno, para no hablar de las eléctricas.
Las lámparas usadas en la cámara de calderas y en la de máquinas eran las mismas que el Yorikke había llevado en su viaje regular de Tiro a Cartago por la costa de la antigua Fenicia. Lámparas como esas pueden verse en el Museo Británico. Eran latas lo suficientemente grandes para contener medio litro de aceite. Adosada a su fondo, se hallaba una chimenea que se elevaba, y en cuyo interior se encontraba la mecha. La mecha estaba tan lejos de ser mecha como estaba la lámpara de ser lámpara. La compañía no proporcionaba mechas, y nosotros teníamos que conseguirlas en cualquier parte. Cuando nos enterábamos de que el maquinista no estaba en su puesto, nos colábamos para buscar algunos hilachos en la caja en la que él guardaba los que utilizaba para atar las grietas de las tuberías. Para ser más claro, las mechas eran de la misma clase de las usadas en los camarotes, y que provenían de las enaguas de lana de las siete vírgenes, que conservaban las lámparas encendidas durante toda la noche para conservar su pobre virtud; porque supongamos que ellas no hubieran tenido la luz prendida toda la noche: entonces cualquier tipo las habría confundido con muchachas normales, y adiós virtud.
El aceite que alimentaba aquellas lámparas, era el mismo famoso aceite diamante. Pero si el aceite de los camarotes de repente tenía un rastro de petróleo, el empleado en las de la cámara de calderas era única y exclusivamente el quemado y rascado del fondo del cuarto de máquinas, y de las cajas de los cojinetes y las chumaceras de la máquina.
Cuatro veces cada hora era necesario sacar la mecha de la chimenea, porque se quemaba con gran rapidez. Era necesario sacarla con los dedos desnudos, porque no había ningún instrumento a mano de que servirse. Después del primer turno, salía uno con las uñas medio quemadas y las puntas de los dedos chamuscadas.
Stanislav ya había hecho un doble turno aquel día. Más tarde se comprenderá lo que un doble turno significaba en el Yorikke; solamente entonces se comprenderá la clase de tipo que era Stanislav, al haberse decidido a ayudarme durante mi primer turno en las calderas. Difícilmente podía arrastrarse por sí mismo. Por lo menos permaneció una hora a mi lado, ayudándome a palear carbón.
El fogonero tenía que atender nueve fogones, tres por cada caldera. Dos calderas habrían sido suficientes para producir el vapor necesario para el Yorikke. Una de las calderas se tenía de reserva, para echar mano de ella en caso de que alguna de las otras dos fallara. Pero como todas las tuberías estaban agrietadas, el vapor se escapaba en gran cantidad, y así la caldera de reserva, que debía usarse solo en puerto para alimentar los molinetes y otras maquinitas auxiliares que debían usarse permanentemente, trabajaba también constantemente. En otra forma, el Yorikke nunca habría tenido vapor suficiente para capear mares picados y tempestades.
Era deber del paleador llevar hasta la boca de los hornos todo el carbón necesario. Pero antes de arrimar el combustible, había un sin fin de trabajos que hacer. Los fogoneros se ocupaban únicamente de mantener el fuego, y como si el trabajo que tenía que hacerse fuera poco, había necesidad de tener lista una carga completa de carbón de reserva junto a las calderas. Aquel montón de combustible tenía que ser arrimado por el turno saliente; es decir, cuando la guardia terminaba, era necesario dejar todo aquel carbón, a fin de que el turno entrante pudiera trabajar durante una hora sin necesidad de acarrear carbón. Cuando el turno era relevado, había necesidad de hacer lo mismo.
Solamente se disponía de dos horas intermedias en cada turno para hacer el arrimo de esa cantidad de carbón. En mi caso, de la una a las tres. A las tres, el paleador del relevo llegaba y, con su ayuda, limpiaba el local de las cenizas en él acumuladas. Por tal razón, a las tres debía haber suficiente carbón listo para alimentar los tres fuegos durante la hora dedicada a quitar las cenizas, agregando el combustible que había que dejar al relevo. Naturalmente, durante las dos horas que se empleaban en el acarreo del carbón, los fuegos del barco tenían que alimentarse incesantemente, tragando y tragando los montones de carbón que se arrimaban. Cualquiera que no hubiera tenido resistencia sobrehumana, corazón de acero y pulmones semejantes a las velas de un barco de carrera, no habría podido hacer aquel trabajo, no obstante la buena voluntad que tuviera para ello. De seguro que habría estallado, y podía ocurrir, como en cierto caso que recuerdo, que no se volviera a poder poner en pie y muriera en menos de seis horas.
La parte posterior del cuarto daba a la proa, y las calderas paralelas a la quilla se hallaban situadas en forma tal que las puertas de los hornos abrían hacia la proa. El cuarto de máquinas estaba situado detrás de las calderas, en dirección de la popa.
En la parte posterior del cuarto había dos grandes carboneras. Cuando se hallaban llenas, solamente era necesario abrir las puertas para que el carbón cayera enfrente de las calderas. Aquello era miel para el paleador. Prácticamente no tenía qué hacer; cuando mucho, palear el carbón para aproximarlo a las calderas y facilitar la tarea del fogonero.
Pero el Yorikke estaba maldito, porque cualquier trabajo que hubiera de hacerse en él resultaba el más duro imaginable. Nada resultaba fácil; si por cualquier razón se disfrutaba de un día alegre, podía uno estar seguro de que los cincuenta siguientes serían durísimos. Así pues, no debe llamar la atención que en las carboneras de la parte posterior de la cámara de calderas, solo rara vez hubiera algún carbón. Y si lo había, el segundo maquinista, aquel demonio ratero, cerraba las puertas. No las abría hasta que todo el resto del carbón existente en el barco, sin importar el sitio en que se encontrara almacenado, se consumiera antes. Mientras tanto, el Yorikke llegaba nuevamente a puerto y el duro trabajo de acarreo del combustible, desde los depósitos más lejanos del Yorikke, empezaba también. A decir verdad, aun cuando para nosotros fuera muy pesado arrimar el carbón desde pañoles de carbón más lejanos, el cuidado en guardar las puertas de las carboneras tenía su razón de ser. Durante las tempestades, que podían abatirse sobre nosotros en cualquier momento, la seguridad del barco dependía de tener combustible de reserva a la mano, porque con el mar embravecido habría sido casi imposible arrimar el carbón necesario de las carboneras lejanas.
El trabajo común y corriente que en el Yorikke correspondía al fogonero y al paleador, habría sido asignado en cualquier barco decente a cuatro hombres saludables y bien alimentados. Pero si hasta los galeotes se enorgullecen de serlo, ¿por qué no habríamos de enorgullecernos nosotros? Hay galeotes satisfechos de ser buenos galeotes. Cuando el capataz encargado del látigo caminaba por la galera con él en la mano, azotando aquí y allá, y miraba aprobadoramente a algún infeliz que trabajaba hasta deshacerse en sudor, ese infeliz se sentía tan satisfecho como un soldado condecorado por su general, durante una parada, con una medalla de bronce. «Eso no es nada», dice el trabajador a punto de colapso, «puedo aún hacerlo mejor; fíjate solamente y verás lo que un hombre de verdad puede hacer.» Bueno, la medalla es tuya; tómala, guárdala y sé feliz. Algún día tu nieto sabrá que fuiste un esclavo muy listo. Los honores cuentan tan poco que pueden recogerse como hojas caídas en noviembre.
El fogonero mantenía vivos tres fuegos, ahorraba dos en cada caldera y los recorría constantemente. Después de la caldera número 1, regresaba a la número 3, para volver luego a la 2. En la puerta de cada horno se encontraba escrito su número con gis, que empezaba con el 1 y terminaba con el 9.
Para mantener el fuego vivo, se servían de un atizador grande y pesado. Se apartaban las escorias y las cenizas para que la combustión se llevara a cabo en toda su plenitud. Los abanicos mecánicos eran desconocidos en el Yorikke, y todo el oxígeno necesario tenía que llegar por obra y gracia del Espíritu Santo.
Cuando se abrían las puertas de los hornos, un calor tremendo invadía el cuarto de calderas. Las cenizas ardientes eran sacadas de los hornos. El fuego bramaba como bestia feroz, lista a saltar sobre su enemigo. Mientras mayor cantidad de ceniza se sacaba, mayor era la intensidad del fuego. Las escorias se amontonaban, hasta obligar al fogonero a dar un salto atrás para no chamuscarse. Entonces gritaba: «¡Agua, enfríenlas!» Y yo tenía que rociarlas con agua para apagarlas, y a cada rociada se levantaba una nube de vapor que inundaba el local, nublándolo en tal forma, que era casi imposible distinguir las figuras.
Tan pronto como el fogonero escuchaba el chirriar de las escorias al contacto del agua, se apresuraba a echar carbón en la hornilla. Lo hacía con rapidez tal, que era difícil seguir sus movimientos. Antes de que la nube de vapor desapareciera, él había terminado con el trabajo, y de un golpe cerraba la puerta del horno. Se enjugaba la frente con el dorso de la mano, saltaba al horno número 4, lo abría, removía las cenizas y gritaba: «¡Agua, por todos los diablos!»; y paleaba en seguida. Volvía a limpiarse el sudor, a jurar, y saltaba a la puerta del horno número 7; se inclinaba, aplastaba las escorias, gritaba «¡Agua!», y tiraba las escorias. Como un tigre negro, saltaba a la caldera número 1, abría la puerta del horno número 2, y así hasta agotar el turno, saltando, gritando, pidiendo agua, alimentaba las calderas, y cerraba las puertas con un golpazo. Jurando, escupiendo, enjugándose el sudor y volviendo a saltar.
Nos cubríamos sólo con pantalones. El fogonero calzaba alpargatas. Yo llevaba zapatos. De vez en cuando, el fogonero daba un salto, profería un juramento y se quitaba las cenizas ardientes que se le habían pegado a los brazos o al pecho desnudo. No había por allí ningún mono peludo que produjera chispazos filosóficos, destinados a algún escenario. No había tiempo ni para mirar, ni para pensar en faldas. Cinco minutos perdidos pensando en algo distinto a las calderas, los habríamos pagado con cincuenta centímetros cuadrados de carne chamuscada. Las cámaras de calderas presentadas en los escenarios de los teatros y de las películas son diferentes; son, por lo menos, más agradables. Las gentes vestidas de noche no gustarían de ver la cosa tal como es, y menos aún de pagar por verla.
Con mayor frecuencia que al pecho y los brazos, las cenizas se le pegaban a los pies. Entonces danzaba, juraba y aullaba como un salvaje. Las chispas resbalaban dentro de sus chanclas y le quemaban, antes de que tuviera tiempo de encontrarlas, siquiera. Cuando tres fuegos se habían avivado, el atizador se calentaba de tal modo, que el fogonero podía usarlo únicamente envolviéndose las manos en trapos.
Las cenizas sacadas de los hornos y amontonadas frente al fuego, expandían un calor tal que resultaba imposible aproximarse. El cubo de agua que se volcaba sobre las escorias y las cenizas, cuando el fogonero gritaba: «¡Agua, por todos los diablos!», no bastaba para apagarlas totalmente. Solo la superficie se enfriaba ligeramente durante algunos segundos, proporcionando al fogonero apenas un respiro, que le permitía darse prisa y alimentar aquel horno. Cuando terminaba con los nueve fuegos, y el calor se hacía insoportable, había necesidad de enfriar las cenizas completamente. Para lograrlo, se necesitaba inundar el cuarto. Sin embargo, nunca llegaban a enfriarse totalmente sino cuando eran tiradas al mar, pues por debajo, las brasas seguían encendidas, y comunicaban el fuego a cualquier pedacito de carbón que se encontraba entre las cenizas.
La inundación del cuarto levantaba espesas nubes de vapor caliente, de las que podíamos protegernos únicamente saltando al rincón más apartado.
Esta cámara o cuarto de calderas era ridículamente pequeña. El espacio comprendido entre las calderas y la parte posterior del cuarto era considerablemente más corta que la longitud que tenían los túneles de los hornos que corrían bajo las calderas. No se podía sacar el atizador del horno en posición horizontal, porque el extremo del mango habría pegado contra la pared del cuarto, aun antes de sacarlo completamente. Así pues, el fogonero tenía que ladearse y mover el atizador con maña para sacarlo. Se veía obligado a ejecutar una verdadera danza para manejarlo. Y cuando navegábamos en mar picada, y el barco era agitado, la danza del fogonero habría resultado cómica para cualquiera que la observara desde lejos. A ratos era lanzado de cara sobre el atizador candente, con el pecho o las espaldas desnudas, sobre los montones de escorias ardientes al rojo blanco. A veces perdía el equilibrio e iba a dar directamente sobre las brasas. Cosas como éstas ocurren en cualquier barco, cuando la mar está enfurecida. Pero cuando las dimensiones del cuarto son convenientes, las consecuencias horribles de esos incidentes pueden evitarse en gran parte. En el Yorikke, nadie podía escapar de las quemaduras, a pesar de los esfuerzos que se hicieran. Ellas eran parte del trabajo. Trabajar ante las calderas significaba tener todo el cuerpo chamuscado.
Barco de la muerte; yes, sir. Hay varias clases de barcos de la muerte. En algunos, los esqueletos se preparan dentro del casco; en otros, los marineros muertos se consiguen fuera. Y hay otros más, que alimentan a los peces de todos modos. El Yorikke preparaba los esqueletos dentro, fuera y en todas partes. Era un modelo entre los barcos de la muerte.
Mientras limpiábamos las calderas, el fogonero del turno anterior acababa de bañarse. Durante el tiempo que pasaba frotándose el cuerpo, estaba en peligro de ser chamuscado por el atizador y por las brasas. Pero ello parecía no preocuparle. Sabía que, estando muerto, nada podía ocurrirle. Y cuando la cara le quedaba limpia, uno se daba cuenta de que estaba realmente muerto.
Se aseaba medianamente con la ayuda de cenizas y de arena; pero no podía frotarse los ojos con ceniza, y por ello, cuando su cara quedaba blanca, aparecían alrededor de sus ojos grandes círculos negros. Tal vez era a eso a lo que se debía su apariencia de calavera. Tenía las mejillas hundidas y los pómulos salientes, blancos y brillantes como bolas de billar. Su cara parecía no estar cubierta de carne.
Se ponía los pantalones y la camisa. Daba un gruñido, con lo que tal vez quería decir «buenas noches», y subía pesadamente la escalera. Cuando llegaba a la plataforma que la dividía en dos, se le veía ejecutar la danza de la serpiente.
Stanislav se había ocupado, entre tanto, en palear carbón hasta la cámara y en amontonarlo para que yo lo tuviera a mano mientras me orientaba.
Cuando por segunda vez alimentábamos el fuego número 6, Stanislav se aproximó a mí y me dijo:
– Bueno, hermanito, ya me reventé; no puedo hacer nada más. Estoy rendido. Creo que tendré que irme; ya es la una y media. Hace por lo menos dieciséis horas que estoy trabajando. Y a las cinco tendré que levantarme para ayudarte a recoger la ceniza. Es una gran cosa tenerte entre nosotros, pues había llegado a la conclusión de que ya no podía más. Debo confesar algo que debí haber confesado antes. Pero, ya ves; resulta que las malas noticias siempre se saben pronto. La cuestión es ésta; solo somos dos paleadores de carbón en el buque, contándote a ti, lo que quiere decir que cada uno de nosotros debe llenar dos turnos de seis horas cada uno, más la hora necesaria para levantar cenizas, lo que hace siete horas; es decir, en total catorce horas de trabajo duro cada veinticuatro. Y mañana tendremos aún más trabajo extra. Tendremos que limpiar toda la cubierta de las montañas de ceniza que se fueron amontonando allí, mientras la cáscara estuvo en puerto. Pues, como tú sabes, en el puerto no está permitido tirar las cenizas al agua. Todo se deja sobre la cubierta hasta que la cáscara se encuentra en alta mar. Esto significará otras cuatro horas de trabajo extra.
– Por supuesto, que esas horas nos las pagarán como tiempo extra, ¿verdad?
– Si, amigo, tienes razón -dijo Stanislav-; todo esto es tiempo extra, pero de nada nos servirá. Lo anotarás en un papel, para llevar bien la cuenta; pero nadie te pagará por él.
– No; yo aclaré este punto con el viejo cuando firmé -dije.
– No seas idiota; cualquier cosa que aclares antes o después de firmar, aquí carece de valor. Solo podrás contar con lo que tengas dentro de tu bolsa, mientras no te lo escamotee alguien en el camarote. Además, no debes esperar que aquí se te pague. Eso no ocurrirá nunca en tu vida. Lo único que se consigue son adelantos y más adelantos. Lo indispensable para emborracharte y acostarte con una chica. Algunas veces sobra algo para comprar una camisa, unos pantalones o cualquier otra cosa. Nunca es posible equiparse totalmente. Verás; si tienes la apariencia de un ciudadano respetable, será necesario que guardes algunas ideas dentro de tu cabeza; es necesario reemprender la marcha y sentirse nuevamente vivo. ¿Comprendes? Mientras no tengas dinero y estés andrajoso, no podrás salir de aquí. Permanecerás muerto. Si intentas algo, él te mandará arrestar por desertor y te encerrarán en la cárcel hasta el preciso momento en que el Yorikke haya de zarpar; entonces te devuelven a bordo y todos los gastos del encarcelamiento los descontarán de tu paga, además de dos o tres meses de multa que te arrancarán por desertor. Eso dice el reglamento. El puede hacerlo y lo hace. Entonces tendrás que ir de rodillas hasta el viejo, para suplicarle que te de una peseta, porque no podrás pasártela sin un trago, a menos que quieras volverte loco. Las copas y las chicas son necesarias de vez en cuando. Créeme, muchacho, es mentira que los muertos no sientan. Ya sabrás cuánto puede sufrir un muerto antes de acostumbrarse a estarlo. Ahora no me lavaré la cara; ya no puedo ni levantar las manos. Buenas noches; que tengas buena suerte. Espero que no se salga alguna de las barras, porque eso cuesta sangre, Pippip. Buenas noches.
No tuve qué contestarle, no encontraba palabras; tenía extraviada la cabeza. Le vi arrastrando el pesado cuerpo por la escalera y como en sueños le vi ejecutar la danza de la serpiente. Por un segundo pareció perder el equilibrio y estar a punto de caer. Después trepó más arriba y desapareció en el oscuro agujero, a través del que podía yo mirar algunas estrellas que brillaban en el oscuro cielo.
«Madre Santísima del cielo, ángeles y arcángeles, malditos sean…»
El fogonero aullaba como si lo estuviera mordiendo un perro rabioso. Tomó aliento y volvió a maldecir, profiriendo las peores palabras que acudían a su mente, que por largo rato pareció poblada de hombres y animales degenerados y bajo la excitación de un sexo invertido. No dejó intacta ni la pureza de la Virgen Celestial, ni la santidad de los santos. A todos ellos los arrastró por el lodo. Si alguna vez tuvo temor del infierno, entonces lo había perdido, y lo mandaba a paseo con algunas buenas palabras para que se metiera en una letrina. También maldecía a todos los demonios sin ningún respeto para sus madres. Había perdido todo temor a lo infernal y a lo terrenal. Se encontraba en un estado en el que ni nadie ni nada podrían castigarlo. Porque cuando le pregunté: «¡Hey, fogonero!, ¿qué pasa?», se golpeó el pecho como un gorila celoso, y con los ojos inyectados de sangre, rugió salvajemente: «¡Que el diablo me lleve! Seis barretas se han caído. ¡Mal rayo me parta!»