XIII

– Dime, Stanislav, ¿has perdido todo tu orgullo? Sencillamente no comprendo cómo puedes tragarte la margarina todos los días. ¿No te da vergüenza? -¿Qué se puede hacer, Pippip? -contestó-. Sobre todas las cosas y antes que nada tengo hambre. No pretenderás que cueza mis andrajos y unte el pan con el caldo de ellos. Con lo único que podemos untar el pan es con esa apestosa margarina, pues acabaría por reventar si comiera toda la vida el pan duro sin embarrarlo con algo. Algunas veces me cae como un trozo de concreto en el estómago.

– Ahora dime, si no eres un gran borrico, ¿ignoras acaso que llevamos una carga de la mejor mermelada de ciruela alemana?

– Claro que lo sé.

– Si lo sabes, ¿por qué no tomas uno o dos barrilitos?

– Esa mermelada no nos haría bien.

– ¿Por qué no? -pregunté inocentemente.

– Solo es buena para los marroquíes y los sirios, para los que la hacen y para los que la venden. A los franceses les dan calambres en la barriga cuando la comen; entonces corren tan de prisa que pueden alcanzar a su abuelo y ganarle la carrera hacia la tumba.

Su respuesta me hizo reflexionar.

– ¿Entonces sabes lo que contienen?

– ¿Qué clase de asno supones que soy? -contestó riendo-. Los caballeros portugueses se encontraban aún en la cabina del capitán cuando yo ya había terminado mi exploración. Dejaría yo de ser un buen marino si al mirar etiquetas danesas anunciando mantequilla, sardinas, carne o chocolate no procurara averiguar las posibilidades de hacer trato en el primer puerto.

– Esta vez te equivocas -dije-, realmente contienen mermelada.

– Siempre contienen algo, pero esa mermelada no podrás comerla, porque tiene un horrible sabor a latón y huele a sulfuro. Si la comes se te envenenará la panza y se te pondrá la cara verde como la de las estatuas de los generales. En el último viaje, antes de que tú vinieras, tuvimos carne de buey, genuina carne y de la mejor. Algunas veces se es afortunado. El capitán tenía que llevar carga honesta por uno o dos viajes, pues tenía la seguridad de que si no, lo pescarían los cruceros franceses. ¿Ves? Era un gran cargamento para Damasco. Los sirios tenían gran necesidad de él. Tenían ciertas desavenencias con el gobierno francés acerca de la gente con la que deseaban tratar.

– ¿Cómo eran los huesos del gran cargamento?

– ¿Los huesos? ¿Quieres decir qué había dentro de la carne de buey? Bueno, como te he dicho, el cargamento era bueno. Durante muchos días no tuve que tocar el vómito del refectorio. Claro que si te adentrabas en la carne, encontrabas excelentes carabinas fabricadas en los Estados Unidos, del último modelo salido en los finales de la guerra y que no había podido ser vendido porque el armisticio se presentó antes de lo previsto. Tenían que venderlo. No era posible esperar hasta la próxima guerra, pues para entonces habría mejores modelos. Te diré que cuando descargamos las latas de carne de buey sin dificultad alguna y el capitán hubo conseguido toda la miel que esperaba, nos dieron dos tazas llenas de verdadero coñac, rosbif, pollo, legumbres frescas y pudín inglés. Yes, sir. Porque… bueno, por…Ya ves, así fue: un crucero francés nos atrapó, los oficiales subieron a bordo. Espiaron, interrogaron a la tripulación y le repartieron francos y cigarrillos, esperando que alguno de los muchachos soltara una o dos palabras. Tuvieron que irse con caras agrias, después de saludar al capitán como si se tratara de su almirante.

– ¿Y nadie entregó al capitán por los francos y los cigarrillos? -pregunté.

– ¿Nosotros? ¿Los del Yorikke? Tomamos los cigarros y los francos. ¿Pero entregar a alguien? Somos indecentes mugrosos y estamos muertos. Hemos llegado más allá del infierno. Seríamos capaces de robar la cartera de alguien que se descuide y que además no sufra por la pérdida. Saqueamos las bodegas y malbaratamos las mercancías. Tiramos una barra ardiente a la cabeza del segundo maquinista, cuando nos fastidia con el vapor y las barras. Todo ello es válido y honesto. ¿Pero cantar a la policía y venderse a los celadores de la aduana, o a los buscadores de armas? Ni por mil libras contantes y sonantes, a pesar de lo hermoso que sería poseerlas. Porque verás: ¿qué bien podrían hacerte esas mil libras? Ninguno. ¿De qué serviría tener mil libras en los bolsillos después de perder la honestidad de un marino decente? No podrías volver a mirar tu propia cara por el resto de tu vida.

»Nos detuvimos en un pequeño puerto portugués. El capitán pensó que sospecharían del Yorikke, que tan pronto como tocáramos aguas francesas seríamos detenidos y registrados. Así pues, tomó carga limpia para los dos siguientes viajes. La carga no valía mucho; pero algo era algo y podría hacerse con una linda documentación. Los franceses habrían tenido que pagar bien caro por molestar al capitán y por hacer que se retrasara veinticuatro horas. Después de un registro y de que el gobierno francés se toma una serie de trabajos y se ve obligado a pagar diez o quince mil francos por concepto de daños y perjuicios, el barco queda en libertad de hacer una media docena de viajes con buen rendimiento sin temor a ser molestado.

»En una ocasión, en la que el Yorikke se encontraba esperando carga, terminamos nuestra tarea a las cinco y nos dejaron libres hasta las siete de la mañana del día siguiente. Como estábamos anclados lejos de la costa, no nos era posible bajar a tierra, porque los dueños de botes cobraban muy caro por el transporte y el capitán se negaba a hacernos adelanto alguno, temeroso de que no estuviéramos a bordo cuando el Yorikke hubiera cargado y estuviera listo a partir.

»Así, pues, teníamos tiempo de sentarnos quieta y pacíficamente a conversar y a cambiar opiniones sobre la vida y el mundo.

»Había representadas en el barco tantas nacionalidades como hombres había a bordo. Todavía no he encontrado un país que no tenga sus ciudadanos muertos en algún lugar del mundo, quiero decir, muertos de los que aún respiran, pero que para su nación se encuentran muertos por una eternidad. Algunas naciones ostentan abiertamente sus barcos de la muerte y los llaman la legión extranjera. Si sobrevive a su actuación en el barco de la muerte, el legionario podrá adquirir un nuevo nombre y una nacionalidad legalmente establecida con plena oportunidad para volver a la vida. Algunas naciones conceden la nacionalidad a los hombres que navegan bajo su bandera durante tres años consecutivos. Con el Yorikke ocurría de distinto modo. Mientras más tiempo se navegara a bordo de él más se alejaba uno de la posibilidad de adquirir o readquirir una nacionalidad. Ni siquiera los chinos o los zulúes lo aceptarían a uno a pesar de cuantas solicitudes se hicieran y de cuantas resmas de papel se llenaran con datos.

»El Yorikke era una nación en sí. Con su lenguaje especial y su propia moral, costumbres establecidas y tradiciones.

»En Argel encontré un hombre que sostenía tener ciento sesenta y cinco años. Era un sirio de Beirut. Parecía tener cuarenta y a la vez doscientos. Me dijo haber estado por lo menos veintitrés veces a bordo del Yorikke. El capitán le conocía y admitía que podría asegurar que el sirio se había embarcado por lo menos cuatro veces en el Yorikke. El sirio, después de invitarme a tomar una taza de café en una fonda turca, me dijo haber embarcado en el Yorikke cuando era tan joven como un grumete. Le pregunté cómo andaba el Yorikke en esos tiempos. Dijo que cuando él era pinche de cocina, el barco se empleaba como transporte de las tropas de Napoleón para Egipto, antes de que aquél se declarara emperador. Entonces, por supuesto, y según el dicho del sirio, el Yorikke navegaba con velas y no tenía máquina de vapor, lo que era prueba de que el sirio decía la verdad, pues imposible que supiera del aspecto del Yorikke en aquellos días si no hubiera estado a bordo de él.

»Le pregunté por qué razón se embarcaba tan a menudo en el Yorikke, y me contestó que el barco había sido siempre su ángel guardián y que no podía olvidar los buenos servicios que en muchas ocasiones le había prestado, ya que el pobre hombre siempre andaba en cuestiones con sus esposas. Por supuesto, cada vez que embarcaba se trataba de una nueva esposa. Y ocurría que siempre que tenía una mujer que era una verdadera lata, se encontraba sin un centavo para huir de ella. Así pues, esperaba al Yorikke y se marchaba en él. A su regreso encontraba a su esposa establecida con otro hombre, y quedaba en libertad para una nueva edición, la que al cabo de corto tiempo le resultaba peor que la anterior. Por lo tanto, el Yorikke hacía las veces de un eficaz abogado dedicado a los divorcios.

»Pensé que ahora que era realmente viejo no tendría necesidad de adquirir esposas y que por esa razón quizá no se le veía en el Yorikke hacía algún tiempo; pero me dijo que era yo el equivocado y no él, ya que ahora cambiaba de esposas con mayor frecuencia que antes. Le dije que no me parecía que las argelinas fueran el tipo de la verdadera mujer latosa, y me contestó que me equivocaba nuevamente y que creía que yo no tenía experiencia en mujeres. Agregó que tenía que admitir que las argelinas eran peores aún que las de Damasco y de Beirut, solo que en Argel es más fácil desembarazarse de ellas que en Siria, pues allá, cuando una esposa fastidiaba demasiado, la hacía encarcelar, porque los buenos argelinos opinan que las mujeres fastidiosas no deben considerarse cuerdas y tienen, además, la opinión de que cuando una mujer molesta, comete un crimen. Así, pues, mi sirio dijo: «Ahora comprenderás por qué ya no necesito del Yorikke. Argel es el cielo para mí y, de haberme hallado en él durante mi primera juventud, no habría tenido necesidad de embarcar en el Yorikke cuando se encontraba en medio de la batalla de Abukir, pues ocurrió que la mitad de mi dedo medio me fue volado entonces por el disparo de algún inglés tonto.» Aquel dedo le faltaba, efectivamente; así, pues, no encontré motivo para dudar de su dicho. Terminó diciendo que si -y que Alá lo salvara de ello- los argelinos cambiaban alguna vez sus leyes respecto a las mujeres fastidiosas, no encontraría salida mejor que navegar nuevamente en el Yorikke, aun cuando fuera como paleador.

»Pensé que si podía evadirme del Yorikke me sería fácil vivir en Argel, ya que allí las gentes tienen el corazón en su lugar, puesto que no hay necesidad de pagar pensiones alimenticias. ¡Caracoles, las cosas que un hombre con espíritu emprendedor podría hacer en semejante sitio!

»Con tantas nacionalidades a bordo habría sido imposible conducir al Yorikke de no haber existido un lenguaje especial entendido por la tripulación.

»Aquel sirio, que de entre los vivientes era quien mejor y de más largo tiempo conocía al Yorikke, me dijo que el lenguaje universal hablado en él era el más ampliamente conocido en los siete mares. Cuando el Yorikke era un adolescente, el lenguaje hablado por la tripulación era el babilonio: más tarde fue el persa y el fenicio. Después del lenguaje yorikkiano fue una mezcla de fenicio, egipcio, nubio, latón y galo. Cuando el imperio romano fue destruido por los judíos por medio de un inflado y renegado movimiento religioso, con ideas bolcheviques, el lenguaje del Yorikke fue una mezcla de italiano, español, portugués, árabe y hebreo. Esa jerga duró hasta que la armada española fue vencida y vino a dominar sobre la lengua la influencia francesa. En Abukir, el Yorikke se puso de parte de los franceses y el viejo Nelson lo tomó entre su botín. Después lo vendió a un traficante de algodón, agente de embarques en Liverpool, quien a su vez lo vendió a unos piratas ingleses, ya que la gran armada mercantil española, cuya gloria declinaba por aquel entonces, no pudo adquirirlo. De cualquier modo, a partir de esa fecha hasta nuestros días, la jerga del Yorikke era el inglés. Por lo menos ese nombre se daba al lenguaje allí hablado para distinguirlo de cualquier otro conocido bajo la luna.»

Solamente el capitán hablaba un inglés intachable, difícilmente mejor pronunciado por un profesor de Oxford; pero fuera de él, la jerga hablada por los demás no podía compararse ni siquiera con el inglés chapurreado o con la jerga de los yanquis de Hell’s Kitchen, pues éstos resultaban elegantes. Algún recién llegado, aunque se tratase de un individuo de habla inglesa, habría tenido dificultades durante las dos primeras semanas para comprender y hacerse comprender en el Yorikke. Todos los marineros, de cualquier nacionalidad que sean, saben por lo menos cien palabras inglesas, pronunciadas generalmente en forma tal que no es sino media hora después cuando uno empieza a darse cuenta de lo que pretenden expresar. Sin embargo, el vocabulario difiere de un marino a otro y difícilmente se encuentran dos que pronuncien en igual forma la misma palabra. Viviendo y trabajando juntos, los marinos van cogiendo las palabras de sus compañeros, y ocurre que al cabo de dos meses todos los hombres que van a bordo conocen cerca de trescientas palabras comunes a toda la tripulación y comprendidas por todos. A ésas deben agregarse todas las voces de mando, las que sin excepción son dadas en inglés, pero en una jerga en la que se mezclan acentos irlandeses y escoceses, y en que se nota que las «erres» y las «ches» suelen estar siempre fuera de su lugar. La jerigonza es enriquecida por palabras que algunos marinos, debido a su falta del vocablo adecuado, usan ocasionalmente, empleando el correspondiente en su lengua materna. Esas palabras empleadas una y otra vez, son al cabo de algún tiempo usadas por otros. Tomando en consideración que usualmente por lo menos uno de los fogoneros era español, se había establecido la regla de usar siempre las palabras castellanas agua y carbón, y hasta los maquinistas las usaban en vez de water y coal.

Teníamos posibilidad de conversar sobre cualquier tópico con los demás. Nuestras conversaciones demandaban solamente el empleo de trescientas cincuenta palabras, más o menos. Y cuando nuestra historia nacía en el corazón, crecía en el alma y se agrandaba en nuestras propias experiencias dulces o amargas, ese reducido número de palabras bastaba para no dejar nada sin explicación, para comprenderlo todo. Todas ellas podían haber sido impresas, ahora que hay que agregar que ninguna librería habría vendido dos ejemplares de ellas y que, de intentarlo, los libreros, editores e impresores se hundirían en una penitenciaría por treinta años.

No obstante la distancia que había entre el inglés yorikkiano y el académico, las radicales permanecían siendo voces inglesas, y siempre que se enrolaba algún marino cuya lengua materna fuera el inglés, la jerga yorikkiana volvía a purificarse y a enriquecerse con nuevas palabras y con la mejor pronunciación de otras que en atención a su uso indebido habían perdido sus conexiones familiares.

Un marinero nunca se ve en aprietos cuando de idiomas se trata. Siempre le es posible hacerse comprender medianamente, sin importar en qué puerto lo boten. Sin duda alguna encontrará la forma de obtener una respuesta a la vieja pregunta: «¿Cuándo comemos?» Además de que cualquier superviviente del Yorikke, jamás podría asustarse de nada. Para él nada de lo que es posible alcanzar a un hombre valeroso le estaría vedado.