Capítulo 74
Aunque Djoser había perdido la vista, el combate había acabado con una victoria total. Impresionados, los guerreros de Nekufer habían entregado las armas y se habían puesto a las órdenes de los generales del joven rey. Todos conocían la leyenda del combate que había enfrentado a las dos divinidades. ¿No decían que las hordas de Set, escondidas bajo el vientre del hipopótamo, habían sido traspasadas por la lanza del dios Horus? Así había muerto Nekufer. Djoser, ciego y al mismo tiempo vidente por el espíritu, era con toda seguridad la encarnación del Dueño del cielo.
Nada más terminado el combate, Pianti y Semuré habían conducido al joven a presencia de Imhotep, que examinó la herida. Instalado en una litera, Djoser había sido transportado inmediatamente a Tis.
Ahora estaba tumbado en su aposento, bajo la mirada atenta de Imhotep. A su lado, Tanis se lamentaba.
—¡Ese maldito! —decía—. ¡Me habría gustado matarle con mis propias manos!
—Está muerto, hija mía —respondió su padre—. Los cocodrilos se lo han llevado. Y de ese modo ha perdido toda esperanza de vida eterna. Sin duda los dioses ya le habían condenado.
En el templo de Hator, el sumo sacerdote Merekura había ordenado el sacrificio de un toro en honor de los dioses. Pianti había reunido a los generales de los dos ejércitos en el palacio del nomarca. Los capitanes del ejército de Nekufer se prosternaron ante él, porque era el comandante en jefe de los ejércitos reales.
—Nekufer nos engañó —clamaron—. Evítanos la cólera del Horus Djoser, señor.
—¡Él será quien decida vuestro destino! —respondió—. Deberéis esperar a que se cure. Hasta entonces, permaneceréis en el interior del palacio, con prohibición expresa de reuniros con vuestras tropas, que pasarán a servir bajo mi mando.
Durante varios días, Imhotep hubo de apelar a todos sus conocimientos médicos para curar los ojos heridos de Djoser. Nekufer no había errado el blanco. La tierra negra de Egipto había provocado lesiones e infecciones que Imhotep combatió con la ayuda de Uadji. Tanis no se apartaba del lecho en el que reposaba su esposo. De vez en cuando, sus dos pequeñas esclavas le traían a Jirá, a la que seguía dando de mamar. Sumido en las tinieblas, Djoser no percibía los gorjeos del bebé y las palabras tranquilizadoras de su madre. Estaba rabioso contra sí mismo. Se había dejado sorprender de una forma estúpida. Sin embargo, conocía a Nekufer y sabía que era capaz de aquel tipo de bribonada.
Poco a poco, sin embargo, fue recuperando la visión, turbia al principio; luego, cada vez que Imhotep rehacía su vendaje, tras abundantes lavados con camomila y tomillo, su vista se aclaraba.
En la ciudad, la noticia de la ceguera de Djoser había alarmado a la población. Los templos estaban siempre atiborrados, porque todos querían llevar ofrendas a su dios favorito para pedir la curación del rey. Pero confiaban en el hombre extraño que se ocupaba de él y cuya reputación como médico era tan grande.
Alrededor de Imhotep habían aparecido médicos procedentes de los nomos vecinos, tanto del Norte como del Sur, que acudían en busca de sus consejos.
Por fin, al cabo de nueve días, cuando Imhotep retiró la venda de Djoser, éste lanzó un suspiro de alivio. Salvo un débil dolor, que desaparecería con el tiempo, la agudeza de visión era la misma de siempre.
Cuando apareció en la terraza del palacio del nomarca, una muchedumbre lo esperaba. Detrás de él se hallaban Imhotep, al que había nombrado primer ministro; Pianti, general en jefe de la Casa de Armas, y Semuré, promovido a comandante de la guardia real. A su lado, Tanis llevaba en brazos a Seschi y a Jirá. Como de este modo formaban la imagen de una familia unida, que agradaba de forma especial a los egipcios, una gran ovación los saludó. El advenimiento de un nuevo rey siempre era motivo para un renacimiento del país, y todos se alegraban viendo la juventud de la pareja. Ninguna mujer podía compararse con la bellísima Tanis. El rostro decidido y los ojos brillantes de Djoser dejaban traslucir la bondad y la generosidad. Nunca Egipto había tenido un rey tan bueno. Cuando abrió los brazos se hizo un silencio absoluto.
—Pueblo de Egipto —clamó—, los dioses han manifestado claramente su voluntad permitiendo que yo consiga una victoria completa sobre mis adversarios. Pero han hecho más aún, porque esta victoria ha sido lograda sin que corra la sangre de los egipcios. Sólo se ha derramado la del usurpador que se había apoderado del trono supremo tras infames intrigas. Por eso, para respetar esa voluntad divina, concedo a todos los generales y soldados que se habían alzado contra mí un perdón absoluto, a condición de que me juren fidelidad. Las Dos Tierras deben seguir indisolublemente unidas, como quiso el gran Horus-Menes.
Un estallido de júbilo acogió estas palabras. Los generales de Nekufer, reunidos por Semuré en un ala de la terraza del palacio, se prosternaron con la frente en tierra. Uno de ellos clamó:
—¡Gloria a ti, oh imagen viviente de Horus! ¡Que tu nombre perdure más allá de los siglos, y que tu luz inunde Egipto por siempre!
Pocos días más tarde, después de haber devuelto su independencia a las milicias proporcionadas por los nomarcas del Sur, Djoser se puso al frente del ejército real de nuevo reunificado y embarcó en dirección a Mennof-Ra.
Como la flota real tenía que detenerse en todos los nomos, el viaje duró más de dos meses: Djoser y Tanis recibían entonces el homenaje de los habitantes, y asistían a los festejos organizados en su honor.
En Kennehut, Djoser volvió a encontrar con gusto al viejo Senefru, que acudió a saludarle en compañía de todos los campesinos de su hacienda.
Cuando por fin la flota llegó a Mennof-Ra, la casi totalidad de la población había invadido las calles para admirar al nuevo rey. Retenido durante el camino por los distintos nomarcas, Djoser había enviado por delante a Semuré con la orden de liberar a Sefmut y sus partidarios, y encarcelar a Fera y a sus cómplices.
Por eso el sumo sacerdote Sefmut recibió a Djoser cuando llegó al puerto. Lágrimas de alegría nublaban la vista del anciano, que se prosternó según la costumbre.
—Oh divino rey, imagen viviente de Horus, permite que tu servidor te dé la bienvenida a tu capital.
Despreciando la litera, Djoser se acercó a él y lo levantó.
—Mi corazón está henchido de alegría por verte de nuevo sano y salvo, amigo Sefmut. He sabido la suerte monstruosa que te habían reservado por haberte puesto de mi parte.
—Tu divino hermano, el dios bueno Sanajt, me había comunicado sus intenciones. Al ver que se acercaba su fin, me había confiado un documento en el que manifestaba su deseo de verte como su sucesor. Por desgracia, Fera se apoderó de él y lo hizo desaparecer.
—Pagará por sus crímenes.
Al día siguiente, mandó traer a su presencia, en la gran sala del trono, al antiguo visir y a sus compañeros. Todos quisieron arrojarse a sus pies para implorar perdón. Pero los guardias los tenían agarrados con fuerza. Algunos lloraban como niños. Después de contemplarlos largo rato, Djoser declaró:
—Merecéis la muerte por haber querido rebelaros contra la voluntad de los dioses. Y especialmente tú, Fera, que robaste el documento en el que mi hermano Sanajt expresaba su deseo de verme como su sucesor.
—Concede el perdón a tu servidor, Luz de Egipto. Yo pensaba…
—¡Ahora ya no tendrás que pensar! —le cortó Djoser—. Mi sentencia es ésta: aunque merecéis la muerte, considero que ha corrido ya demasiada sangre. Por lo tanto, os confisco a todos vosotros la totalidad de vuestros bienes.
—Majestad…
—¡Silencio, miserable! —tronó Djoser—. Serán repartidos entre mis servidores leales. En cuanto a vosotros, desde este momento seréis mendigos, condenados a mendigar vuestro alimento para sobrevivir, lo mismo que vosotros habéis querido hacer con los egipcios libres a los que habéis expoliado. ¡Que se escriba y se cumpla!
Mientras el escriba real anotaba escrupulosamente las declaraciones del monarca, Fera dejó escapar una queja.
—No puedes hacer esto, noble hijo de Ra.
—¡Guardias! ¡Que les quiten las ropas! ¡Que sólo se queden con un taparrabos, y no quiero volver a verlos nunca!
Un coro de protestas se elevó entre las filas de los condenados, sofocado inmediatamente por las aclamaciones de la corte. Fera y sus amigos fueron despojados de sus soberbios trajes y luego arrojados fuera de palacio por los guardias, satisfechos de poder vengarse al fin de las humillaciones sufridas bajo el reinado del ex gran visir.
Pocos días más tarde tuvo lugar el solemne ritual de la coronación. Antes de la ceremonia, el cuerpo de Djoser fue ungido con láudano, una pomada a base de resina que simbolizaba la protección de Horus. Dos sacerdotes, uno con una máscara de halcón con la imagen de Horus, otro con una máscara de monstruo con la efigie de Set, le presentaron a las estatuas de las diferentes divinidades para que éstas lo reconocieran como uno de los suyos.
Luego, una larga procesión llevó al joven rey hasta el templo de Horus, donde Sefmut le colocó sobre la cabeza las dos magas, las coronas roja y blanca del Bajo y el Alto Egipto. Le entregó luego el nejeja, el mayal, y el heq, el cayado pastoral que simbolizaba el poder real[48].
—Noble hijo de Ra, naciste a causa de Horus, naciste a causa de Set —entonó el viejo sacerdote, al que respondió la muchedumbre—: Tu papel consiste en mantener el equilibrio cósmico.
A lo que Djoser respondió:
—Yo soy hijo de Osiris, su protector, y el niño salido de él.
Luego tuvo lugar una carrera alrededor de las murallas de la ciudad, para perpetuar el ritual instaurado por el legendario Menes, y que simbolizaba la reunión de los dos países. Mientras tanto, los escribas anotaron los títulos de los nombres reales de Djoser, que serían perpetuados en las ramas del árbol sagrado de Isched, donde se conservaban los nombres de los soberanos que le habían precedido. Djoser recibió así el nombre real de Neteri-Jet.
Las fiestas de la coronación también incluían visitas a todos los templos de la ciudad. Al de Min, dios de la fertilidad, al que Djoser mandó sacrificar un toro. En esta ocasión se soltaron cuatro ocas que deberían volar hacia los cuatro puntos cardinales para llevar la noticia del advenimiento a los demás dioses de Egipto. El sacerdote lector declamó:
—Horus, el hijo de Isis y el hijo de Osiris, ha ceñido la corona blanca y la corona roja. Del mismo modo ¡Djoser ha ceñido la corona blanca y la corona roja!
Según la leyenda, el propio Horus habría utilizado ocas para anunciar a los demás dioses su ascensión al trono.
Finalmente, en la litera llevada por doce soldados, Djoser se dirigió a la explanada de Ra, donde rindió homenaje a sus antepasados. Según la tradición, cortó con una hoz de oro una espiga de trigo que depositó ante la efigie de su padre, Jasejemúi, y ante la de su hermano Sanajt. Este gesto simbolizaba la abundancia de las cosechas que se recogerían durante su reinado.
De pie y solo ante las tumbas de sus predecesores, Djoser permaneció meditando bajo las miradas fervientes de sus allegados. En voz baja murmuró:
—Padre mío, tu voluntad es hoy respetada. Los dioses me han ofrecido el trono de Horus, lo mismo que te lo confiaron a ti. Y tú, mi hermano bienamado, con el que no he podido compartir durante mucho tiempo el cariño que había nacido entre nosotros, debes saber que proseguiré la obra que tú habías empezado. Pronto verá la luz una nueva Mennof-Ra. Desde el maravilloso reino de Osiris donde hoy vives en paz, podrás contemplarla, y la amarás, porque se hará a imagen de la que tú soñaste.
Experimentó una profunda sensación de paz. Sabía que los dioses le concederían su apoyo en la larga tarea que le esperaba.
De repente, un oscuro relámpago cruzó el cielo ante los ojos de la concurrencia estupefacta. Djoser se echó a reír. Como tenía por costumbre, el halcón había venido a posarse en su hombro. Djoser se volvió hacia la muchedumbre y abrió los brazos.
—Una vez más, Horus acaba de manifestar su voluntad —declaró—. Este animal lleva el nombre sagrado de Sakkara. Por eso, a partir de este día será el nombre que lleve esta llanura dedicada a Ra, y donde reposan los cuerpos de todos los Horus que se han sucedido desde el gran Menes. ¡Que se escriba y se cumpla!
Mientras una ovación formidable saludaba las palabras del rey, un escriba corrió a anotarlas. Luego la procesión tomó de nuevo lentamente el camino de Mennof-Ra.
Pocos meses más tarde, Imhotep eligió domicilio en On, donde siempre había deseado recuperar la morada de sus padres, que había caído en manos de un cómplice de Fera. Llevó consigo a sus compañeros más fieles, y también canteros, carpinteros de ribera y de muebles y otros metalurgistas que había seleccionado cuidadosamente entre los artesanos de Mennof-Ra.
Había elegido aquel lugar a propósito. Además del valor sentimental que para él tenía, la casa familiar estaba construida sobre una red de galerías utilizadas tiempo atrás para almacenar víveres y granos, pero abandonadas hacía varias generaciones. De niño, Imhotep las había explorado con algunos compañeros tan intrépidos como él, y que el tiempo había dispersado. Aquel laberinto en parte desmoronado había caído en el olvido de todos.
Una vez allí, reveló el acceso a sus guerreros y les pidió que realizasen la limpieza de los lugares, sin que se enterasen los artesanos, los esclavos e incluso su inseparable Uadji. Excepto sus soldados y él mismo, nadie debía conocer la existencia del laberinto. Los guerreros cumplieron su tarea sin hacer preguntas. Aquellos hombres de orígenes muy diversos estaban acostumbrados desde hacía mucho a obedecer ciegamente las órdenes de un amo por el que se habrían dejado descuartizar. Algunos vivían a su sombra desde hacía más de veinte años. Imhotep sabía que podía contar totalmente con su lealtad.
Cuando el lugar quedó limpio, les mandó instalar su escritorio en una cripta cerrada por una gruesa puerta de madera, ante la que dos guerreros montaron guardia permanentemente.
Una luz dorada bañaba la sala cortada en la roca, iluminada por lámparas de aceite. Delante de Imhotep se alineaban los cofres de cedro de los que nunca se separaba, y que contenían los numerosos libros sobre los que había acumulado sus reflexiones y observaciones a lo largo de sus muchos viajes.
Las imágenes de un país lejano, poblado de altas montañas nevadas, cruzaron por su mente. Su vida adquiría hoy todo su sentido. Al fin comprendía por qué había realizado aquel viaje al fondo de lo imposible, por qué había sufrido todas aquellas adversidades. Ahora sabía por qué había regresado a Egipto. La tarea que estaba esperándole, lo exaltaba.
Abrió el cofre más pequeño, del que sacó algunas hojas de papiro cubiertas de notas misteriosas, incomprensibles para cualquier otro salvo para él, y se sumió en su estudio. Más allá de los signos apresuradamente garrapateados se dibujó entonces, en su fértil imaginación, el reflejo de una ciudad fabulosa, cuya arquitectura no se basaría ya en el ladrillo, sino en la piedra. Aquella ciudad sagrada sería el símbolo del poder del rey, y el lugar donde el mundo de los hombres y los néteres estaría en comunicación y armonía. En el corazón de aquella ciudad sagrada se alzarían un edificio maravilloso, tanto que el mundo aún no conocía otro igual: una gigantesca tumba real en forma de pirámide cuyos niveles simbolizarían la escalera gracias a la cual el rey se elevaría hacia las estrellas cuando su tiempo hubiese llegado.
De acuerdo con el rey, Imhotep había elegido el lugar donde se alzaría el monumento: la explanada de Ra que Djoser había rebautizado con el nombre de su halcón sagrado, Sakkara.
Sin embargo, el acceso a la cripta estaría prohibido incluso a los arquitectos que colaboraran en la obra, que sólo dispondrían de datos fragmentarios. Nadie debía conocer los planos en su totalidad, porque la concepción de la ciudad descansaba en una ciencia sorprendente, basada en las reglas fantásticas y secretas que regían el universo, reglas de las que sólo tenían conocimiento unos pocos iniciados.
E Imhotep sabía que debía mostrarse vigilante, porque su intuición le decía que fuerzas nefastas iban a coaligarse para impedirle realizar su proyecto.
Un proyecto del que dependía el futuro de Egipto…