Capítulo 63

Djoser había dudado durante mucho tiempo en volver a Mennof-Ra. Cuando dejó la capital, había visto, en el barco que le llevaba a Kennehut, las viejas murallas que la protegían. Eran la imagen del soberano de Egipto, cansadas y desgastadas. Había temido que su marcha favoreciese una vuelta de Fera y de sus comparsas al favor del rey.

Pero las noticias de los viajeros le habían tranquilizado. El rey no se había doblegado ante los nobles. Los impuestos habían disminuido, y un decreto real había obligado a los señores recalcitrantes a devolver a los campesinos las tierras que les habían expoliado. El gran visir había sido alejado de palacio. En el entorno del rey ya no se hablaba de conquistas, sino de arquitectura y de grandes obras públicas.

Tranquilizado, Djoser se dedicaba ahora por entero a su hacienda, que pensaba agrandar todavía más fertilizando el desierto cercano.

Durante todo el día había estado trabajando en los planes de los nuevos canales que había que construir, en compañía de Senefru. Antes de regresar a su cuarto, donde le esperaba Letis, quiso echar una última mirada a los proyectos. A la luz de la lámpara de aceite, desenrolló los papiros cubiertos de complejos dibujos, meticulosamente anotados por los escribas arquitectos. Fuera resonó la llamada de un chacal. Una fina sombra apareció a su espalda.

—Estás cansado, mi bello señor —dijo la voz de Letis—. ¿Por qué no vienes conmigo?

Djoser le enseñó los planos.

—Estos canales nos permitirán irrigar toda la parte meridional de la aldea. El próximo año, podrán instalarse ahí veinte familias por lo menos —declaró con entusiasmo—. ¡Mira!

Divertida, Letis se inclinó sobre el papiro. La pasión que ardía en los ojos de su compañero hacía fluir por sus venas una oleada incandescente. Una pasión que Djoser aportaba a todo lo que emprendía. Se volvió hacia la joven y la tomó en sus brazos.

—¿Cómo está mi hijo?

Ella suspiró.

—Por fin se ha dormido. Me deja tan poco tiempo para consagrarme a mi señor… —Y enlazó el cuello de Djoser con sus brazos—. Y te pasas la mayor parte del día con ese viejo gruñón de Senefru —le reprochó.

—Y eso que su compañía es menos agradable que la tuya —repuso él.

Djoser se inclinó y la besó en los labios. De repente, se dejó oír de nuevo la llamada del chacal. Djoser levantó la cabeza.

—Es extraño —dijo—. Se hubiera dicho que estaba muy cerca. Pero los chacales nunca se acercan al poblado. —Se encogió de hombros—. Tal vez sea mi imaginación que me juega malas pasadas.

De repente, unos gritos terroríficos desgarraron la calma de la casa adormecida y media docena de siluetas irrumpieron en el aposento de Djoser, saltando por las ventanas. Letis chilló. Despierto, pero como si estuviera sufriendo una pesadilla, Djoser vio a uno de los agresores armar un arco y dispararle al pecho. Pero la joven había visto el peligro y, por instinto, se interpuso en el camino de la flecha. Antes de que Djoser hubiese podido reaccionar, el cuerpo de Letis estaba delante del suyo. Hubo un ligero choque, un grito, una vibración infame: el dardo se había clavado en el pecho de su compañera.

—¡Noooo! —gritó.

Pero los otros ya se lanzaban sobre él. Su instinto le salvó la vida: saltó por encima de la mesa donde estaban los planos y se lanzó sobre el enemigo. Entraban más hombres. Buscó un arma y vio su espada encima de un cofre, se apoderó de ella y les hizo frente.

La jauría se le echó encima. Arrinconado en un ángulo de la habitación, abrió el vientre de un agresor. Un tajo le cortó el brazo. De pronto se abrió la puerta, dando paso a Semuré y Pianti, seguidos por varios guerreros. Se entabló un furioso combate entre los desconocidos y los soldados. Pero el número hablaba en favor de estos últimos. Comprendiendo que no podrían vencer, los agresores retrocedieron hacia las ventanas y huyeron. Dirigidos por Pianti, los guerreros los perseguían. Semuré se acercó a Djoser.

—¡Estás herido!

—No es nada.

Corrió al lado de Letis. Una gran mancha escarlata maculaba el pecho de la joven, que respiraba con dificultad. Letis lo miró con ojos brillantes. Djoser la estrechó suavemente contra su pecho.

—No quería que te matasen —dijo ella en medio de una convulsión.

—Mi pequeña Letis —murmuró Djoser con un nudo en la garganta.

Ella tosió. En la comisura de sus labios apareció un hilo de sangre.

—Estoy mal, señor.

—Ahora llega el médico. Han ido a avisarle.

—No voy a morirme, ¿verdad?

—¡No!

Su mano se crispó sobre la de Djoser, que mantenía levantada su cabeza. Había visto morir a sus compañeros con demasiada frecuencia para no adivinar que la joven estaba perdida. Letis lo comprendió y esbozó una dolorosa sonrisa.

—Me habría gustado tanto… —musitó— ver el río saltar entre las rocas como un carnero, allá en el Sur… justo delante de la isla del dios… Osiris.

No emitió más que un leve gemido; luego su cabeza volvió a caer contra el hombro de Djoser, que apenas sintió las lágrimas ardientes que corrían por sus mejillas.

—Vas al encuentro de Osiris, mi pequeña Letis, y vivirás eternamente en las orillas del Nilo celeste.

Con el rostro desgarrado por el dolor, se volvió hacia un Semuré desconcertado.

—Pero ¿por qué? ¿Quiénes eran esos hombres?

Fuera resonaban los ecos de una furiosa batalla. Dejando a Letis en manos de los esclavos enloquecidos que mientras tanto habían llegado, Djoser saltó fuera, seguido por Semuré. Pianti y los soldados habían acorralado a los agresores en el patio de la casa, impidiéndoles toda posibilidad de fuga.

—¡Necesito uno vivo! —gritó Djoser lanzándose en medio de la pelea.

El enemigo se batía con la energía de la desesperación, consciente de haberse dejado encerrar en una trampa. Pero todos los guerreros habían visto el cuerpo de Letis bañándose en su sangre. No hubo ninguna piedad. Uno tras otro, los asaltantes fueron cayendo bajo los redoblados golpes de los egipcios. Por fin, su jefe herido fue dominado por cuatro guerreros ebrios de rabia. Djoser hubo de intervenir para que no lo matasen en el acto. Los demás, en número de veinte, yacían muertos en el suelo.

—¡Llevadlo dentro! —clamó Djoser.

El hombre fue arrastrado sin miramiento alguno al gran salón de la casa, bajo las miradas cargadas de odio de los servidores, que habían trasladado a su ama a un lecho. La grosera vestimenta del enemigo recordaba la de los kattarianos.

—¡Un bandido del desierto! —gruñó Semuré.

Djoser hubo de realizar un terrible esfuerzo para no estrangular al hombre con sus propias manos. Se acercó al prisionero y lo abofeteó sin piedad.

—¡Habla! ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?

El otro no respondió.

—¡Déjamelo a mí, señor! —dijo Kebi.

El soldado se plantó delante del cautivo. Desde hacía más de un año Letis vivía en Kennehut, y entre Kebi y la joven se habían trabado lazos sólidos. Él le había enseñado el egipcio, pero muchas veces hablaban en el lenguaje del desierto. Para Kebi, Letis era más que un ama, era una amiga, y la mujer más hermosa que nunca había conocido. Como muchos en la aldea, estaba algo enamorado de ella. Y aquel perro la había matado. Desenvainó el puñal, levantó el taparrabos del hombre y le retorció sus partes genitales.

—¿Quién eres? —le gritó en kattariano.

La fría hoja se posó sobre la piel tierna. Un hilillo de sangre corrió por los muslos del hombre que se echó a lloriquear de terror.

—¡Habla! —rugió Kebi.

Aterrorizado, el otro empezó a hablar de forma ininteligible, con los ojos clavados en la hoja de cobre que le cortaba. Kebi se volvió hacia Djoser.

—No viene del desierto. Dice que hace unos días se escapó con sus compañeros. Mataron a sus guardianes y huyeron de Mennof-Ra.

El príncipe vio entonces que las muñecas y los tobillos del hombre llevaban marcas de cuerdas. Tal vez decía la verdad. Sin embargo, la explicación del bandido no le bastaba. Si habían logrado huir, ¿por qué no habían alcanzado inmediatamente el desierto del Amenti? En vez de hacer eso, que era lo más lógico, habían seguido el Nilo en dirección sur. Por mediación de Kebi, Djoser le preguntó.

—¿Por qué nos han atacado a nosotros?

—Dice que caminaron varios días junto al desierto desde Mennof-Ra, para escapar de sus perseguidores. Se enteraron de que quien había matado a su rey vivía en una aldea llamada Kennehut. Deseaban vengarle matando a ese hombre, antes de regresar a Kattará, donde serían recibidos como héroes.

Djoser apretó los dientes. Algo le decía que el bandido no le confesaba toda la verdad. Pero sabía que no lograría sacarle nada más. Cogió el puñal y lo hundió de un golpe en el corazón del hombre.

Erigida sobre un cerro rocoso en la linde del desierto, la pequeña tumba donde descansaba Letis dominaba las tierras nuevas conquistadas el año anterior. Más lejos, detrás del palmeral, se alzaban la aldea y la amplia morada donde la joven había traído su hijo al mundo cuatro meses antes. En el horizonte se adivinaba la ancha cinta del río, sobre el que evolucionaban algunas falúas cargadas de trigo que remontaban la corriente en dirección a la capital.

Djoser depositó las ofrendas de frutos y de viandas que había mandado preparar para el ka de su compañera. Estaba solo. Una gran pena le roía las entrañas. Desde la noche del drama, diez días antes, echaba de menos la sonrisa y el humor siempre igual de Letis. Claro que la joven nunca había borrado el recuerdo de Tanis. Pero Djoser siempre se había sentido perfectamente bien con su compañía. No podía imaginar que no volvería a verla. Cuando vagaban por la amplia morada donde esclavos y servidores pasaban como sombras para no molestarle, le parecía que Letis iba a reaparecer, con el pequeño Seschi en sus brazos y el seno cargado de leche con que le amamantaba.

No deseaba quedarse en Kennehut. Demasiados recuerdos le atormentaban, prefería marcharse. Senefru era capaz de dirigir la hacienda sin su ayuda, como había hecho en tiempos de Meritrá. Los planos de los nuevos canales estaban dispuestos. Partiría en dirección a Mennof-Ra, donde a buen seguro Sanajt le necesitaría.