Capítulo 33
Al día siguiente, ordenaron a los esclavos desmontar las tiendas y la tribu levantó el campamento. Entonces empezó un largo vagabundeo a través de las montañas, persiguiendo rebaños de muflones, de uros o de cabras monteses.
Tanis no tardó en darse cuenta de que Beryl no había mentido: toda fuga estaba condenada al fracaso. El macizo montañoso alternaba elevados montes con valles profundos por donde se abrían torrentes secos por lo general, pero henchidos de agua con las inhabituales lluvias. Admitiendo que pudiese escapar de los perros y caballos de sus perseguidores, quien se evadiese habría tenido que afrontar en solitario las jaurías de lobos y los grandes felinos que merodeaban de noche alrededor del campamento. A veces sus siluetas furtivas e inquietantes se dejaban ver recortándose en la luz de una cima lejana, o se deslizaban en silencio por el fondo de un valle prolongado en la sombra. Un hombre solo no tenía posibilidad de sobrevivir en aquel mundo salvaje.
Además de vigilar a los esclavos, los perros gigantes de los amanios protegían los rebaños de cabras y corderos de los depredadores. Sus fauces anchas y su maciza corpulencia no recordaban para nada las de los elegantes lebreles empleados en Egipto para cazar. Durante el día, caminaban con largas zancadas a un lado y otro de la caravana. En varias ocasiones Tanis asistió, de lejos, a los combates que les oponían a manadas de lobos agresivos, incluso a osos atraídos por los rebaños. En ocasiones, los guerreros, montados en sus caballos, daban caza despiadada a los depredadores. Armado sólo con un hacha y un puñal de sílex, cada adolescente del clan debía dar muestras de su valentía afrontando cara a cara a una bestia. Por eso los guerreros llevan con orgullo una especie de chaquetón de piel de lobo o de leopardo, cuyas patas cruzaban sobre sus pechos. Los guerreros egipcios practicaban la misma costumbre.
Los amanios no conocían el metal. Las únicas armas de cobre que poseían procedían de sus rapiñas. Empleaban herramientas de hueso o piedra tallada, diorita o sílex. Sus ropas estaban hechas de pieles toscamente cosidas entre sí por tiras de cuero.
Los días se alargaban en penosas marchas forzadas entre la rocalla que despellejaba los pies. Cargados como burros, los prisioneros transportaban el material sobre sus hombros. Despiadados, los nómadas asestaban violentos latigazos sobre las espaldas de los esclavos, a los que trataban todavía peor que a sus animales. Sólo tuvieron una concesión: cada uno había recibido una piel maloliente que, pese a todo, protegía del frío. Pero esta precaución no se debía en modo alguno a un sentimiento de humanidad. Como le explicó Beryl, no resultaba fácil capturar esclavos. Las caravanas y las aldeas instaladas en los contrafuertes del macizo estaban bien defendidas.
A veces Pashkab ordenaba a los esclavos montar las tiendas, y la tribu acampaba durante varios días. La mayor parte de los cazadores partían entonces en sus caballos para largas batidas de las que nunca regresaban con las manos vacías. Las monturas de los amanios eran animales vigorosos, cuya espesa piel les permitiría resistir los vientos helados que soplaban del noroeste. Esas batidas no dejaban de entrañar peligros. En dos ocasiones, los cazadores trajeron el cadáver de uno de ellos, muerto por las fieras. Por la noche, la tribu entonaba largos plantos fúnebres, y luego entregaba el cuerpo del difunto a las llamas.
Los prisioneros se encargaban de despiezar los animales cazados, en su mayoría jabalíes, cabras monteses o antílopes; pero también había zorros, lobos, e incluso magníficos leopardos. De los animales abatidos, los prisioneros sólo recibían las vísceras crudas. A pesar de su repugnante aspecto, los desgraciados se disputaban aquellos trozos como perros rabiosos. Tanis nunca se hubiera creído capaz de rebajarse a semejante ignominia. Pero tenía hambre, y rápidamente comprendió que la batalla cotidiana por el alimento era condición indispensable de supervivencia. Sólo los más fuertes tenían una posibilidad de subsistir. Asociada a Beryl y a los dos hicsos, acabó por imponer cierta jerarquía entre los cautivos, que se tradujo en una apariencia de orden. Al cabo de unos días, consiguió evitar aquellas batallas degradantes compartiendo ella misma el alimento. Pashkab, el jefe amanio, la observaba de lejos en silencio, sin intervenir.
A pesar de lo dicho por su nueva amiga, Tanis temía que los amanios se aprovechasen de las cautivas. Pero no ocurrió. Para ellos, las cautivas sólo eran seres inferiores que servían para realizar las tareas repulsivas bajo la vigilancia de los dogos. No obstante, este comportamiento tenía una ventaja. A nadie se le ocurrió registrar a la joven. Por eso seguía conservando, pegado a su piel, el cinturón de cuero que contenía sus riquezas.
Hacía ya más de veinte días que Tanis y sus compañeros habían sido capturados. Como para suavizar el destino de los prisioneros, el tiempo seguía siendo espléndido. Por la noche, una magnífica alfombra de estrellas se extendía por encima de las montañas. Tanis nunca se cansaba de contemplar aquel espectáculo. Había pasado muchas noches con Djoser a las puertas del desierto, estudiando las constelaciones y los planetas cuyos nombres les había enseñado Meritrá. En ocasiones tenía la sensación de que su maestro los miraba, en aquel mismo instante, y que podía comunicarse con él a través del pensamiento. Estaba segura de que no la había olvidado. Y sentía que unas lágrimas ardientes corrían por sus mejillas para terminar siendo arrastradas por el viento. Entonces apretaba los dientes y rezaba a Hator y Nut, diosa del cielo de vestido estrellado, para que le concediesen el favor de volver a encontrarse un día.
Los dogos habían dejado de impresionarla. A veces por la noche se acercaba silenciosamente a ellos. Al principio, la recibieron con feroces gruñidos. Luego terminaron por acostumbrarse a su presencia. Sin que Tanis tuviera conciencia de ello, el ascendente que poseía sobre los animales también se ejercía sobre aquellos dogos. Cierta noche, uno se acercó a olfatearla y se dejó acariciar. Poco a poco, consiguió acercarse a todos. Iban entonces a tumbarse a sus pies buscando el contacto de su mano. Para Tanis significaba una pequeña victoria, obtenida en las mismas narices de sus torturadores.
Sin embargo, a medida que pasaban los días, la invadió una inquietud sorda, cuya causa no acertaba a descubrir. Luego se dio cuenta de que había cambiado la actitud de Beryl. Con el crepúsculo, observaba llena de ansiedad la evolución de la luna. Por la noche se acercaba a Tanis, como si buscase su protección. Una noche, ésta le preguntó los motivos de su angustia. Beryl vaciló, para terminar declarando con una voz neutra.
—Cuando Sin, hijo de Enlil y de la bellísima Ninlil, enseñe su faz plena, uno de nosotros morirá.
—¿Quién es Sin? —preguntó Tanis, inquieta de repente.
—Sin es el dios de la luna para nosotros los acadios. Los sumerios le llaman Nanna. Pero los amanios ven en él la cara de su dios salvaje, Assur. Creen que se alimenta de sangre humana y que le gusta el olor de la carne.
—Entonces ¿qué va a pasar? —insistió Tanis.
Beryl se refugió entre sus brazos temblando y repitió con un sollozo:
—Uno de nosotros va a morir. Uno de nosotros va a morir.
Al día siguiente, la tribu se asentó en un cerro rocoso rodeado de bosques. Durante el día, los amanios degollaron dos corderos que pusieron a asar. Luego el chamán preparó una extraña mixtura a base de champiñones rojos, sacando un líquido espeso y negruzco. Tanis, que había sido llamada para ayudarle, le observó muy atenta. Vio con estupor al anciano absorber la misteriosa poción, y un instante más tarde orinar en unos recipientes que guardó como si fuera algo precioso.
Por la noche, cuando Tanis se había reunido con los cautivos en el exterior del campamento, Pashkab se acercó a ellos, seguido por sus guerreros. Beryl cogió la mano de la egipcia y se acurrucó contra ella, evitando levantar los ojos hacia los amanios. Raf’Dhen se acercó poco a poco a Tanis, dispuesto a intervenir. La joven puso su mano sobre el puñal para calmarle.
Con la mirada sombría, el coloso examinó a las mujeres una a una, se detuvo en la joven acadia y luego en Tanis. Palpó brutalmente sus brazos, y luego la rechazó gruñendo. Apartándolas a patadas, se dirigió hacia un grupo de nómadas aterrorizadas. De repente, señaló con un dedo amenazador a una de ellas y dio una breve orden. Inmediatamente los guerreros se apoderaron de la desdichada y se la llevaron a rastras. Era una joven de la edad de Tanis. Beryl se refugió en los brazos de su compañera y se echó a llorar.
—¿Qué van a hacerle? —preguntó Tanis con una voz llena de angustia.
Temblando de miedo y con los ojos fuera de sus órbitas, Beryl no encontró fuerzas para responder. Despreciando los aullidos de su víctima, los amanios la arrastraron al centro del círculo de hogueras del campamento. El chamán le arrancó las ropas que arrojó a las llamas. Luego le ataron los miembros a cuatro estacas que la mantuvieron como si estuviese descuartizada.
Los abominables festejos empezaron con el despiece de los corderos asados, cuyo atrayente olor llegaba hasta los prisioneros. Pero la suerte de su compañera les quitaba el apetito. Cuando el último rayo de sol se hubo apagado más allá de los montes del oeste, una luna pálida iluminó el lugar con un resplandor azulado y frío. El brujo inició una larga letanía con voz ronca, algunos de cuyos pasajes repetían los guerreros a pleno pulmón, produciendo una algarabía que devolvían los ecos de las montañas.
Petrificada, Tanis no podía despegar sus ojos del terrorífico espectáculo. Comprobó con asco que el brujo tendía a cada hombre uno de aquellos recipientes en los que había orinado. Después de haber tragado el infame líquido, los guerreros se pusieron a danzar gritando en dirección a la luna. Poco a poco, las voces fueron cobrando intensidad, y una verdadera histeria se apoderó de los amanios, que daban vueltas sobre sí mismos, titubeaban, caían y volvían a levantarse, con los ojos desmesuradamente abiertos sobre espantosas pesadillas interiores.
De improviso, el chamán saltó al centro del círculo de fuego y blandió un largo puñal de sílex en dirección a la bóveda estrellada. Luego dirigió un largo encantamiento hacia el dios lunar. La rueda de los guerreros se detuvo y se acercaron a su presa, que sus filas ocultaron a la vista de los cautivos. De pronto, los gritos de terror de la desdichada nómada se mudaron en atroces aullidos de dolor. Tanis se incorporó a medias.
—Pero ¿qué están haciéndole? —gritó.
Raf’Dhen la cogió de la mano y la obligó a sentarse de nuevo.
—No podemos hacer nada por ella, princesa. Y no te hagas notar.
Con mirada alucinada, Beryl se puso a hablar con una voz neutra.
—¡Que Kur, dios de los infiernos, les devore las entrañas! Estos perros están arrancándole la piel a tiras que luego arrojan al fuego. Dentro de un momento, la habrán despellejado viva.
Una náusea repentina retorció el estómago de Tanis.
—Es una monstruosidad. ¿No se puede hacer nada?
Raf’Dhen le cogió la mano para calmarla.
—¿Qué quieres que intentemos? No tenemos armas, y ellos son más numerosos que nosotros.
Tanis le miró con ojos desorbitados. En su mirada había un principio de locura. Con cada grito lanzado por la torturada, todos los amanios exultaban gritando con voz histérica el nombre de su dios maldito. De repente, Tanis se levantó y gritó:
—¡Estoy harta! No puedo soportar estos horrores.
Raf’Dhen la agarró por los hombros y le dio una bofetada. Las lágrimas perlaron los ojos de la joven. Sacando las garras, quiso responder, pero el hicso la mantuvo con firmeza y la obligó a sentarse. Rota, Tanis se derrumbó en sus brazos llorando.
—Perdóname —murmuró el hicso—. Pero no quiero que tengan una segunda víctima esta noche.
—Quisiera morirme —gimió Tanis.
—¡No! —gritó con rebeldía Raf’Dhen—. ¡Tú no! Conozco tu historia. Has sido lo bastante fuerte para engañar a tu rey, has salido victoriosa del Gran Verde y de sus tempestades. Has cruzado el desierto. Me has derrotado con el arco. No tienes derecho a rendirte. Eres una guerrera, princesa mía. Nadie podría levantarse contra ti. Y sé que un día escaparás de estos perros. Los cazarás en su propia trampa. Por eso, resiste, ¡y lucha!
Desanimada, Tanis se apretó contra él. Raf’Dhen no la comprendía. Aquella mujer tenía tanta necesidad de protección, tantas ganas de olvidar todas aquellas abominaciones…
Mientras tanto, el chamán había puesto fin a los sufrimientos de la desventurada hundiéndole un puñal en el pecho. Los gritos cesaron de repente. Raf’Dhen ocultó la cabeza de Tanis en su pecho para que no viese lo que iba a ocurrir a continuación. Asqueado, el hicso vio al brujo arrancar del pecho de la muchacha un órgano todavía palpitante del que goteaba sangre y que alzó hacia los cielos helados. Luego mordió la carne todavía caliente y sanguinolenta con un mordisco violento antes de tenderlo al jefe, que luego lo pasó a cada uno de los guerreros. Petrificados, los cautivos no se atrevían a hacer un solo movimiento. Semejante barbarie superaba cuanto habrían podido imaginar.
Tanis se apartó del hicso y miró hacia el campamento. Luego se dio la vuelta para vomitar.
De improviso, tomó conciencia de que sus compañeros de calamidad estaban fascinados por el espantoso espectáculo. El horror había alcanzado tal paroxismo que no podían dejar de sentir un alivio paradójico: el de no haber sido elegidos para aquel sacrificio. De ella se apoderó una repugnancia sin nombre hacia la especie humana. En silencio, rechazó al hicso que quería retenerla y se deslizó hacia el exterior. Los perros, después de reconocerla, la acogieron con gruñidos amistosos. Anonadada y abatida, se refugió contra su pelaje tibio y se hizo un ovillo. En Egipto también la muerte formaba parte de la vida cotidiana y los condenados a muerte perecían en medio de unos tormentos atroces. Pero tales ejecuciones eran raras, y sólo estaban reservadas a los criminales.
Tenía que encontrar un medio de huir. Cualquiera, pero no seguiría más tiempo cautiva de aquellas abominaciones humanas. Y si resultaba muerta en el transcurso de la evasión, más valía eso que morir de una forma tan abyecta.
Atenazada por la angustia, le costó bastante conciliar un sueño que quería huir de su cabeza. Unas imágenes espantosas acosaban sus sueños. Por fin, agotada, naufragó en un torpor doloroso, poblado de pesadillas.
Por la mañana, una violenta patada en las costillas la despertó. Ante ella se erguía la silueta furiosa de Pashkab. El sol acababa de salir por oriente. Tanis comprobó que había pasado toda la noche en medio de los perros, que con ferocidad enseñaban los dientes hacia sus amos, como si quisieran proteger a la joven. Pero la voz autoritaria del jefe los obligó a alejarse de ella. Pashkab la abofeteó con violencia y se puso a gritar con voz histérica. Luego lanzó una breve orden a uno de sus hombres, que regresó instantes después arrastrando a Beryl del brazo. La joven acadia hubo entonces de traducir las palabras del amanio. Asustada, dijo sollozando:
—Dice que eres un espíritu maléfico y que has descarriado a los perros. Debes morir.
Una brusca descarga de adrenalina inundó el cuerpo de Tanis. La imagen de un cuerpo ensangrentado, con la piel arrancada, cruzó por su mente.
—¿Có… cómo? —farfulló.
—Dice… dice que serás abandonada a los lobos.
—¡No! —gritó Tanis.
Pero los guerreros se apoderaron de ella y, después de haber clavado una sólida estaca en el suelo, le ataron los tobillos. Es lo que se hacía con las cabras destinadas a saciar el hambre de las grandes fieras.
Los amanios volvieron al campamento y ordenaron plegar las tiendas. Aterrorizada, Tanis vio cómo la tribu abandonaba aquellos lugares. No tardó en desaparecer en la espesura del profundo bosque. Sólo una decena de jinetes quedaban atrás, en la falda de la colina opuesta.
Temblando, Tanis inspeccionó los alrededores con angustia. De repente, su corazón estuvo a punto de dejar de latir. Surgiendo en silencio de un profundo barranco, una jauría de una veintena de lobos negros la observaba con sus ojos amarillos. Entonces, con movimientos lentos, se levantó para hacerles frente.