Capítulo 25

Fundada por los egipcios tres siglos antes, Ashqelón había sido la primera factoría comercial de las costas del Levante. En esa época, sólo pequeñas barcas podían atracar en ellas para negociar con las tribus de pescadores y pastores nómadas que vivían en las tierras del interior. Pero la situación del puerto, instalado en una costa bordeada por una monótona sucesión de dunas, convenía poco a los barcos grandes. Un siglo más tarde, todos prefirieron Biblos. La factoría había subsistido, pero su tráfico había menguado considerablemente. Eran pocos los barcos comerciales que seguían haciendo escala en Ashqelón.

Algunos edificios de ladrillo crudo, sacudidos por los vientos y las tempestades, se alzaban en las cercanías del puerto. Acacias, sicomoros, palmeras e higueras rodeaban la pequeña ciudad. La tormenta reciente había arrancado algunos árboles, pero los demás habían conseguido un esplendor nuevo. Ashqelón no mantenía ninguna relación con las florecientes ciudades egipcias. Sin embargo, tras la desesperante soledad de la costa salvaje, Tanis y Harkos tuvieron la impresión de que el lugar estaba muy poblado.

Casas de adobe se aglutinaban a lo largo de estrechas callejuelas que albergaban a un pueblo de pescadores, entremezclados con pastores vestidos con mantas de pelo de cabra tejido. Por aquellos lugares vagaban numerosos animales, corderos, cabras, cerdos, perros, así como algunos burros. Los artesanos fabricaban groseras vasijas de barro y ropas rústicas, muy distintas de los elegantes tejidos egipcios. Los hombres llevaban anchas túnicas grises que, con un amplio pliegue, también les protegía la cabeza. El rostro de los más ancianos estaba adornado con una barba.

Desde que llegaron, una muchedumbre de mujeres y chiquillos curiosos los rodeó parloteando. Tanis había vuelto a ponerse su indumentaria masculina. Harkos explicó su aventura en el lenguaje local. Inmediatamente los llevaron hasta el puerto, protegido por un tosco dique.

—¡Mira! —exclamó Tanis.

—¡El Estrella de Isis!

A pesar del agotamiento, aceleraron el paso en dirección al muelle de losas mal unidas. La profundidad de las aguas no era demasiada, y el barco parecía medio encallado. Una vez cerca comprobaron que estaba en muy malas condiciones. La ausencia de mástil le confería el aspecto de una enorme barcaza. La cabina del capitán había desaparecido, así como buena parte de la baranda. Pero por lo que se veía, había logrado mantenerse a flote.

La silueta de Sementuré se irguió sobre el puente devastado. Lanzó un grito de alegría y saltó a tierra para estrecharlos entre sus poderosos brazos.

—¡Gracias sean dadas a los dioses! —rugió—. Os han conservado con vida.

Los llevó luego hasta la única posada del pueblo, donde encontraron a los mercaderes de Busiris en compañía de algunos nómadas. Les sirvieron cerveza egipcia que se había salvado de la tempestad. Entonces tuvieron que contar su odisea con todo detalle. Cuando el gran Mentucheb supo que eran los únicos supervivientes, se deshizo en lágrimas.

—Mi amigo Patenmeb también fue arrastrado por la tempestad. Hacía más de veinte años que viajábamos juntos a Biblos. Era el mejor compañero. No merecía morir así.

Sementuré insistió en el tema:

—Todos hemos perdido amigos en esta catástrofe, oh Mentucheb. Pero debemos alegrarnos de seguir con vida, y alabar a los dioses que han salvado a Sahuré y a Harkos.

Y se volvió hacia Tanis:

—Amigo Sahuré, pese a las crueles pérdidas que hemos sufrido, has de saber que hemos logrado salvar la mayor parte de nuestro cargamento, que estaba sólidamente estibado. Así que nuestra misión comercial no se ha perdido. Sin embargo, el Estrella de Isis ha sufrido muchos daños. Necesitaré muchos días para repararlo. No podré dirigirme a Biblos como estaba previsto. Pero nuestro amigo Mentucheb ha negociado con los amorreos, que se han ofrecido a formar una caravana.

Señaló a los nómadas, dirigidos por un anciano de ojos gris pálido. Mentucheb tomó la palabra:

—Por desgracia, no podremos seguir la ruta que bordea la costa. Los Pueblos del Mar han invadido varias poblaciones entre este lugar y Biblos, y lo más prudente es evitarlos. Nos dirigiremos a Biblos por las tierras del interior. El viaje será más largo, pero ganaremos seguridad. Ashar dirigirá el convoy.

Tanis observó al viejo amorreo, de rostro comido por una larga barba gris enmarañada y mirada de ave rapaz que parecía traspasar el alma de sus interlocutores. Los hombres más jóvenes que le rodeaban eran al parecer sus hijos. Tomó la palabra utilizando la lengua egipcia con fuerte acento:

—Primero iremos hacia el Mar Sagrado, donde tenemos que comprar asfalto, luego subiremos hacia la gran pista del norte por el valle del Hayardén[18]. Por desgracia, nos veremos obligados a pasar por el reino de Jericó, donde viven los martos. Son criaturas bárbaras y crueles. Sin embargo, hemos firmado con ellos un acuerdo de paz.

—Pero ¿qué debo hacer para ir a Uruk? —preguntó Tanis.

—No se puede atravesar el terrible desierto del este —respondió Mentucheb—. La pista continúa hacia el norte más allá de Biblos. Pasa por Ebla, que es una encrucijada importante. Allí, una ruta cruza las montañas del Amán y lleva hacia Anatolia, el país de los hicsos. Otra se dirige hacia Oriente y llega hasta el valle del Éufrates. El río te llevará primero al país de Akkad, luego al de Sumer. Pero es un viaje largo y peligroso.

—No será peor, desde luego, que la travesía del Gran Verde —replicó Tanis sonriendo.

Los mercaderes se rieron a carcajadas. Sin embargo, el buen humor de los egipcios pareció contrariar al viejo nómada.

—Hacéis mal en reíros —gruñó con voz gutural—. Rammán, el dios de la tormenta, está irritado por la conducta de los hombres. Pronto los aniquilará su cólera.

Intervino Mentucheb:

—Amigo Sahuré, debes saber que Ashar también es profeta. Ha predicho que una catástrofe espantosa iba a destruir el mundo.

El anciano alzó un dedo amenazador hacia el cielo e insistió:

—Dentro de poco, el rayo divino herirá a los hombres y los barrerá de la superficie de la tierra. Creedme, la tempestad sólo era un aviso. Muchacho, da gracias a tus dioses por su clemencia contigo.

Tanis observó sonrisas indiscretas en los rostros de los egipcios. Pero ella no compartía su optimismo. Las palabras del amorreo resonaban de forma extraña en su mirada. El ciego de la llanura de Ra había pronunciado palabras similares cinco años antes. «Grandes perturbaciones se producirán en el mundo», había dicho. ¿Aludía al desastre que había predicho el viejo? Se daba cuenta de que en Ashqelón reinaba una atmósfera extraña, que no se debía en modo alguno a los caprichos del tiempo. Los indígenas seguían cerrados, atormentados por una angustia incomprensible, como si esperasen que ocurriese algo espantoso.

Harkos había vuelto a su puesto en el navío. Sementuré le había nombrado para sustituir a Quró. Tanis se encontró sola en compañía de los mercaderes egipcios. Eligió un lugar en la taberna ya ocupada por sus compañeros. Durante los diez días necesarios para la formación de la caravana, ayudó a los mercaderes a inventariar sus mercancías, que en su mayoría, como Sementuré había dicho, se habían salvado del desastre. Las habían almacenado en edificios de ladrillo. Por la noche, los guerreros egipcios las vigilaban para evitar cualquier hurto.

Mentucheb había sabido ganarse la confianza de los nómadas prometiéndoles una parte del negocio. Lo esencial sería llevado a lomos de burro y sobre tiros arrastrados por grandes perros. Pero una parte sería transportada por hombres.

Durante el día, Tanis vagaba por el poblado, charlando con los amorreos, cuya lengua se esforzaba por comprender.

Entre ellos había un grupo de una docena de individuos de aspecto inquietante. Moshem, el hijo menor de Ashar, le explicó que se trataba de hicsos venidos de las lejanas montañas del norte para comerciar con las tribus locales. Barbados y de ojos vivos, esos extranjeros llevaban cascos de cobre pulido y unos arcos cortos de notable precisión. Como había perdido el suyo durante la fuga, Tanis se preguntó si sería posible trocar alguno con aquellas gentes.

Los hicsos pasaban la mayor parte de su tiempo entrenándose en un amplio campo situado en las afueras de Ashqelón. A Tanis le gustaba observarlos. Cierto día, uno de ellos se dirigió a ella en su lenguaje ronco. Tanis comprendió que le proponía utilizar su arma. Se acercó a él, con cierta desconfianza. El hicso le tendió el arco y una flecha. Tanis cogió aquel objeto, apreció la calidad de la madera, su elegante curvatura, su ligereza y la delgadez y rectitud de la flecha. Los blancos, situados a unos veinte pasos, eran viejas vasijas de barro y cráneos de animales puestos sobre un muro de ladrillo.

Tanis colocó la flecha, apuntó y disparó. El dardo describió una soberbia curva por encima del campo… pero falló el blanco. Risas burlonas saludaron su fracaso. Pero el jefe de los hicsos, un joven de ojos de esmeralda, movió la cabeza con aire dubitativo. Puso su mano sobre el hombro de Tanis y le ofreció una segunda flecha. La joven había quedado sorprendida por la potencia del arma. Su concepción era diferente de los arcos egipcios y su precisión superior sin duda. Djoser le había enseñado cómo vaciar su mente para concentrarse en el blanco como si no existiese nada más. Aspiró profundamente, se impregnó con la idea de que el arma formaba parte de ella misma. La flecha salió disparada yendo a pulverizar un cráneo de cordero, ante la estupefacción general. Ahora fue el jefe quien se echó a reír burlándose de sus compañeros. Había descubierto inmediatamente la habilidad de Tanis. Por eso le permitió que fuese a entrenarse con ellos. Todas las mañanas, la joven se unía al grupo de hicsos. En pocos días, aprendió a manejar el arco con total maestría.

Cierto día, Raf’Dhen, el jefe hicso, le propuso un trato. Durante sus trueques con los nómadas, había observado que Tanis poseía unas joyas magníficas. Codiciaba sobre todo una: un broche de electro incrustado de lapislázuli, que deseaba cambiar por un arco. Pero el valor de la joya era muy superior. Tanis dudó. No podía correr el riesgo de irritar al hicso, cuya susceptibilidad había podido comprobar. Entonces le propuso un concurso de tiro. Si ganaba él, ella le ofrecía el broche. En caso contrario, Tanis exigía el arco y un carcaj lleno. Le mostró e hizo admirar la joya. Los ojos del bárbaro brillaban de codicia.

Avisados como por arte de magia, todos los papanatas de Ashqelón se reunieron en la parte trasera del campamento. Ante la mirada interesada de la concurrencia, los dos competidores se apostaron a treinta pasos y eligieron tres flechas cada uno. Las dos primeras alcanzaron el blanco sin esfuerzo alguno, lo mismo que las dos siguientes, disparadas esta vez desde cuarenta pasos.

Raf’Dhen se rascó la barba. Era evidente que aquel muchacho de aire afeminado era más diestro de lo que había sospechado. Propuso retroceder diez pasos más. Fue lo que hicieron. Una vez más, las flechas dieron en el blanco. Pero en aquellos pocos días Tanis había tenido tiempo de familiarizarse con el arma. En Mennof-Ra alcanzaba una jarra pequeña a cien pasos. Con aquel arco, estaba convencida de repetir la hazaña. Puso una vasija en el muro, eligió una nueva flecha y contó cincuenta pasos más. El hicso la contempló con mirada incrédula y soltó una frase seca que el viejo Ashar tradujo:

—Dice que no eres más que un pretencioso, Sahuré. No hay hombre capaz de alcanzar un blanco a esa distancia.

Tanis no contestó. Tensó la cuerda, salió la flecha… e hizo estallar el recipiente. Un aullido de entusiasmo brotó de la garganta de los espectadores. La joven sonrió a su adversario, que lanzó un gruñido espantoso. Luego retrocedió cincuenta pasos. Pusieron sobre el muro una nueva jarra. Raf’Dhen no podía ser menos. Apuntó y disparó. La flecha, aunque por poco, falló el blanco. De rabia, el hicso arrojó su arma al suelo. Pero tenía que cumplir la palabra dada. Tanis examinó uno por uno los arcos que el hicso le proponía y eligió el que le parecía mejor. Luego Raf’Dhen le ofreció, de mala gana, un carcaj lleno.

Sin embargo, el rencor que descubrió en la mirada sombría del jefe la preocupó. Los hicsos debían acompañar a la caravana. No podía hacerse enemigos. Tomó el broche de electro y lo tendió a Raf’Dhen pidiendo a Ashar que tradujera sus palabras.

—En mi país yo era el mejor tirador de Mennof-Ra. He ganado este arco porque era más preciso que todos los que he tenido hasta ahora. Por lo tanto, te he vencido un poco gracias a ti. Por eso desearía que aceptases este regalo, para que seamos amigos.

El hicso permaneció en silencio, luego una sonrisa iluminó su rostro. Aceptó la joya y agarró a Tanis por los hombros.

—Por los dioses, me he dejado sorprender por tu aparente fragilidad, muchacho. Bien te has burlado de mí. Pero no te odio por ello. Acepto tu regalo.

Un grito de alegría y de alivio sacudió a la asamblea. Los hicsos eran famosos por su carácter receloso. Más valía no provocarlos.

Poco más tarde, Ashar llevó aparte a Tanis.

—Oh Sahuré, has sido muy imprudente con los hicsos.

—¿Por qué? Raf’Dhen ha aceptado mi regalo.

—Sin embargo, no te fíes. Estas gentes son orgullosas. Hoy se ha declarado amigo tuyo, pero ten en cuenta una cosa: nunca olvidará que le has derrotado delante de todos los suyos y de mi pueblo.

—De acuerdo, le evitaré.

El anciano dudó, pero terminó añadiendo:

—Otra cosa: eres muy joven, y tu aspecto se parece más al de una chica. Ten cuidado. En la caravana hay pocas mujeres, y algunos hombres, entre ellos los hicsos, no vacilan en calmar sus deseos con adolescentes.

Tanis se llevó la mano a la empuñadura del puñal y replicó con voz sorda:

—En mi país, un pescador intentó abusar de mí. Y le maté.

Ashar la miró a los ojos. Tanis sostuvo su mirada. Por fin, el anciano declaró:

—A los dioses no les gusta que nadie arrebate la vida de un semejante. Sólo ellos pueden disponer de la vida. Pero a veces —añadió abriendo los brazos—, las circunstancias lo disponen de otro modo.

Por precaución, Tanis se quedó en compañía de los egipcios hasta el momento de ponerse en marcha. En previsión del largo camino que les esperaba, trocó uno de sus anillos de oro por un pequeño burro. Asimismo compró una tienda de piel y una manta de pelo de cabra.

La mañana de la salida, Tanis se despidió de Sementuré y de Harkos. Este último se la llevó aparte.

—Ten cuidado, Tanis. Soy el único que conoce tu secreto y no he dicho nada. Pero el viaje hacia Sumer será largo, y otros pueden sospechar tu identidad real. Una mujer como tú es una presa muy apetitosa.

—Te prometo que seré prudente, Harkos. Y te doy las gracias por haber guardado silencio.

El hombre sonrió con tristeza.

—El recuerdo de tu cara iluminará mis días hasta el fin de mi vida.

La estrechó con fuerza contra su pecho, como se abraza a un amigo con el que se han soportado pruebas penosas. Luego se alejó y subió al navío con paso rápido, sin volverse. La joven sintió que, curiosamente, se le encogía el corazón. El recuerdo de la noche de las dunas la atormentaba. Pero aunque esa aventura no debía tener futuro, Tanis siempre conservaría por el marinero un sentimiento confuso.

La caravana avanzaba despacio, al ritmo de los pequeños burros que llevaban excesiva carga. Les seguía un rebaño de corderos y de cabras, vigilado por lebreles de pelo largo. No recorrían más de una docena de millas por día. Después de la reciente tempestad, un sol de plomo inundaba de nuevo la pista.

Un fenómeno curioso sorprendió a la joven. Contrariamente al valle del Nilo, que sólo tenía unas millas de ancho a una y otra parte del río, el reino de los beduinos se extendía en todas direcciones. Poco después de abandonar la costa, cruzaron por llanuras ralas, de suelo pedregoso, donde la vegetación se agrupaba alrededor de puntos de agua, en forma de estanques y de charcas. Ahí crecían olivos, almendros, acacias, madroños, o también arbustos como los lentiscos de hojas rojizas. La hierba corta hacía la felicidad de los corderos y las cabras, pero hubiera sido insuficiente para alimentar rebaños de toros como los que se veían en el Delta. Sin embargo, aquel mundo bañado por una luz resplandeciente estaba poblado de animales salvajes. También había innumerables gacelas que, para los nómadas, simbolizaban el amor maternal, addax con la cara blanca, oryx, avestruces, íbices, especie de cabras monteses cuyos cuernos largos y curvos eran muy apreciados por los beduinos. Además de los gatos salvajes, de las víboras cornudas y otras cobras, había que desconfiar de las fieras que merodeaban de noche alrededor del campamento, como los lobos, los chacales o los leopardos. A pesar de la vigilancia de los pastores y de sus perros, varios corderos desaparecieron entre las mandíbulas de esos animales.

Más adelante, el relieve se modificó para dejar paso a una sucesión de montañas bajas cubiertas de amplios bosques de cedros y de pinos, donde hubo que desconfiar de las hordas de lobos e incluso de los osos[19].

Este país de Levante, que a veces cruzaban tribus pertenecientes a distintos pueblos, no dejaba de intrigar a Tanis. Gracias a las conversaciones, terminó comprendiendo que no era más que un vasto territorio donde vivían juntas varias etnias, en un equilibrio de paz precario. También había algunos elamitas y acadios venidos del Lejano Oriente, del otro lado del desierto, numerosos amorreos, pero también murtos, aparentemente detestados por los anteriores.

El hecho de no comprender la lengua de los nómadas irritaba a Tanis. Por eso rogó a su amigo Moshem que se la enseñase, cosa que éste hizo lleno de alegría, contento de poder charlar con aquel joven extraño cuya erudición le sorprendía. Con curiosidad cándida, le preguntaba sobre Egipto, sobre sus modos de vida. Para protegerse, Tanis había convertido su personaje en el hijo único de un rico negociante. Pero le costaba mentir así a su compañero.

Era éste un adolescente de mirada inteligente, de humor siempre constante. Tanis había observado que sus hermanos, mayores que él, le manifestaban una singular animosidad. Un día, él le explicó que le reprochaban ser el hijo predilecto de su padre, porque lo había tenido con su última mujer, hacia la que el viejo Ashar había sentido un amor apasionado. Por desgracia, la madre de Moshem había muerto cuando él era todavía un niño. Precisamente por ese rechazo hipócrita, Tanis se había vinculado al joven. Y muchas veces caminaban juntos.

Cierto día, Tanis vio un rebaño de asnos salvajes que los nómadas llamaban peré.[20] Moshem le explicó que nunca se había conseguido domesticarlos. Era una pena, porque corrían como el viento.

A veces la caravana atravesaba las tierras de un pueblo de agricultores instalados alrededor de un punto de agua. Pasaban entonces horas charlando con los habitantes, que aprovechaban la ocasión para improvisar una pequeña fiesta.

Por la noche, después de haber compartido la cena de sus compañeros egipcios, Tanis regresaba a su tienda, con el puñal al alcance de la mano. Se había fijado que ciertos nómadas la miraban con interés. La advertencia del viejo Ashar no era inútil sin duda. Pero temía sobre todo que, a pesar de las precauciones, hubiesen descubierto su secreto.

Después de varios días, la sucesión de colinas boscosas llevó la caravana hasta un relieve más accidentado, que aminoró su avance. La vegetación fue aclarándose. A trechos, los árboles fueron dejando sitio a plantas cactáceas, algunas de las cuales daban frutos jugosos y azucarados. Era el reino de los buitres y de una curiosa rapaz de cabeza blanca, que los indígenas llamaban pájaro-piedra.[21] Se alimentaba de huevos de avestruces que rompía de una manera singular: elegía gruesos guijarros que cogía con su pico y los dejaba caer con violencia contra ellos.

A pesar del relieve, el calor siguió aumentando, provocando en los individuos más débiles pérdidas de agua. La pista se adentró por una serie de desfiladeros encajados entre escarpadas montañas, de relieve accidentado.

Una noche, Tanis fue despertada por un misterioso gruñido que parecía surgir de la tierra misma. Bajo su cuerpo, el suelo vibraba de una forma extraña. Enloquecida, se puso en pie, se envolvió en su manta de lana y salió de la tienda. Por el oriente, la aurora iluminaba el cielo de oro y rosa. A su alrededor, los nómadas corrían en todas direcciones presas del pánico. Algunos caían sobre la rocalla, desequilibrados por los movimientos bruscos del terreno. Una espesa polvareda se elevaba en algunos puntos, arrastrada en tornados por el viento del desierto. De repente, como por encantamiento, todo se quedó inmóvil, y el gruñido dejó paso al silencio.

Alelados, los viajeros se miraron. Tanis buscó a Mentucheb. Con los ojos despavoridos, el mercader acababa de salir de su tienda y parecía no entender nada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la joven olvidando falsear la voz.

Él la miró de forma extraña, y respondió:

—A veces, en estas regiones, la tierra tiembla, como si un monstruo gigantesco tratase de escapar de las profundidades del suelo. La mayoría de las veces, no dura mucho. Pero aparecen fallas por cuyo fondo corren ríos de fuego.

—¿No será… una manifestación de Apofis?

—Quizá, Sahuré. Los amorreos atribuyen estos fenómenos al dios de la cólera, Daggán, los sumerios a la divinidad del mundo del más allá, Kur. Pero hay lugares donde son todavía más temibles. Se dice incluso que, en la península del Sinaí, la misma montaña se abrasa entre llamas.

Poco más tarde, la caravana continuó su camino.

Por la mañana, Moshem invitó a Tanis a seguirle en una expedición de reconocimiento. Montados en sus pequeños asnos, se alejaron de la caravana y se dirigieron hacia un paisaje árido, inundado por una luz resplandeciente. De pronto, Moshem detuvo su montura y se volvió hacia ella.

—¿Puedo hacerte una pregunta, oh Sahuré?

—Claro que sí.

—¿Tienes una hermana?

Tanis se tomó una pausa para responder.

—No; soy hijo único. ¿Por qué lo preguntas?

Él movió la cabeza con aire preocupado.

—Es curioso. Hay veces que Rammán me habla en sueños. Esta noche, poco antes del espantoso fenómeno que ha conmocionado las entrañas de la tierra, he tenido un sueño extraño.

—¿Qué sueño?

—Se me ha aparecido una mujer. Había un hombre a su lado, un hombre al que yo no conocía. Delante de ellos había un inmenso campo de trigo. Y todas las espigas se inclinaban hacia ellos, como si les testimoniasen adoración. Pero esas espigas también eran hombres, un pueblo entero. Y yo mismo formaba parte de ese pueblo. El hombre y la mujer sonreían. Pero lo más extraño era que aquella mujer misteriosa tenía tus mismos rasgos.

Una viva emoción, que enmascaró con esfuerzo, se apoderó de Tanis, que respondió con tono arrogante:

—No era más que un sueño, Moshem. No tengo ninguna hermana.

Intrigado por su agresiva reacción, Moshem la miró. Luego siguió su camino moviendo la cabeza.

No tardaron en llegar cerca de unas sorprendentes concreciones pálidas y brillantes bajo un saliente rocoso. Aquellas misteriosas estatuas recordaban vagamente a siluetas humanas. Tanis se las indicó al joven nómada, que se echó a temblar. Entonces Moshem le contó una extraña historia.

—La leyenda dice que, tiempo atrás, en este país se alzaba una ciudad maldita cuyos habitantes se entregaban a toda suerte de depravaciones. Sólo un hombre obedecía las leyes divinas. Entonces Rammán fue a advertirle que iba a destruir la ciudad bajo un diluvio de fuego. Le recomendó que huyese con su familia, y que no se volviese para ver la destrucción de la ciudad. Pero su mujer, demasiado curiosa, no le escuchó y se volvió para mirar cómo el fuego divino abrasaba la ciudad. Entonces quedó convertida en estatua de sal. Quizá sea ella la que se alza delante de ti.

—¿Dónde se encontraba esa ciudad?

—Nadie lo sabe. No queda un solo vestigio de ella —respondió el joven, visiblemente impresionado.

Luego encaminó su asno hacia la caravana, poco deseoso de permanecer en aquellos parajes. Tanis se quedó un momento rezagada. A lo lejos, entre el caos de los desprendimientos, se extendía una enorme extensión de roca vitrificada, sobre la que no se divisaba ninguna vegetación. Intrigada, se acercó. Le pareció adivinar, en algunos lugares, el recuerdo de lo que en otro tiempo había podido ser una muralla. Aunque tal vez sólo fuera un efecto de su imaginación. Pero una angustia sorda la invadió. Sin que pudiera explicarse por qué, en su espíritu brotó una visión, la imagen de una ciudad orgullosa, destruida en breves instantes por un fuego espantoso surgido de la tierra misma. ¿Era un fenómeno semejante al que habían sufrido al alba el que había destruido aquella ciudad?

Preocupada, encaminó su pequeño asno en dirección a la caravana.