Capítulo 56

De vuelta en Kennehut, Djoser y sus compañeros fueron recibidos por una aldea en fiesta. Ya se conocían las hazañas del joven amo, pero no se cansaban de pedir su relato detallado a los guerreros que habían estado a su lado, y a los que sus propias palabras convertían en héroes. Letis irradiaba alegría: su vientre se había redondeado durante la ausencia de Djoser. Su próxima maternidad le confería el aspecto de una joven reina a la que se cuidaba con el mayor mimo. Mucho se habrían asombrado los campesinos si alguien les hubiese recordado que era oriunda del desierto: la habían adoptado como a una de las suyas. Letis había sabido seducir incluso al maníaco Senefru, quien, tras unos principios difíciles, había acabado sucumbiendo a su encanto y amabilidad.

Los rebaños de bovinos habían llegado a las grandes zonas pantanosas del Delta, guiados por los pastores barbudos en cuya compañía solía cazar Djoser cuando era más joven. La estación de las cosechas estaba cerca. En cuanto llegó, Djoser sacrificó un cordero en honor de Renenutet con el fin de que se mostrase generosa. Pero la importancia de la crecida no permitía presagiar nada bueno. El esfuerzo exigido sería mayor.

La hacienda de Kennehut practicaba diferentes cultivos: cebollas, pepinos, melones, frutas variadas, centeno. Pero su producción principal, como en el resto de Egipto, seguía siendo el trigo, del que cultivaban distintas variedades: candeal, espelta, sejet blanco o verde. Avanzando en apretadas filas, los campesinos cortaban los tallos con la ayuda de una hoz corta, dejando atrás una caña muy alta que llegaba hasta la rodilla, para así facilitar el ulterior trabajo de la trilla. Mientras los niños recogían las espigas caídas, se ataban los haces en gavilla doble, luego se cargaban en grandes cestos que los burros transportaban hasta la era. Pero el trabajo de los animales no terminaba ahí. Para separar el grano de la paja, se extendían las gavillas en la era, y los arrieros impulsaban a sus animales a pisotearlas.

Luego las mujeres recogían el grano, que lanzaban al aire mediante grandes harneros. El viento arrastraba la paja y dejaba caer el grano, más pesado. Para esa faena se ponían grandes pañuelos que las protegían del fino polvo.

Después de un último cribado, los granos se almacenaban, bajo los ojos inquisidores de los escribas armados de sus cálamos, en grandes silos de forma cónica, que se cargaban por arriba. En la parte inferior se practicaba otra abertura para extraer la semilla.

Como siempre, tañedores de flauta acompañaban la labor, apoyando con sus notas chillonas las canciones tradicionales de los segadores. Las intemperies de la época de las semillas no eran más que un mal recuerdo, y Ra inundaba el valle con un calor abrumador. Por eso los campesinos se ponían contentos cuando Djoser y Letis los visitaban, seguidos por sus esclavos que traían los deseados cántaros de cerveza fresca.

A Djoser había terminado por gustarle la administración de su hacienda. Las tierras conquistadas al desierto gracias a nuevos canales habían compensado la pobreza de la cosecha. Ese año no habría hambruna en Kennehut.

No ocurriría lo mismo en todo el valle del Nilo. Según las noticias de los viajeros, la mayoría de las cosechas se estropeaba, tanto en el Bajo Egipto como en el valle superior. Eso no era lo más grave. Sanajt no había cumplido las promesas hechas a los campesinos que habían luchado para defender Mennof-Ra. A los combatientes sólo se les había dado las veinte medidas de grano. Pero a los señores, amigos de Fera, no les gustó nada ver bajar el precio de la semilla. Una vez más, muchos campesinos se vieron obligados a vender una parte de sus campos para poder sembrar. De este modo, los grandes propietarios de tierra volvieron a incrementar sus haciendas.

Nehuseré, padre de Semuré y gobernador del nomo de Menat Jufu, situado en el sur del valle alto, fue a visitar a Djoser. Era un hombre entrado en años, de rostro seco y conversación vigorosa. Nombrado tiempo atrás por el rey Jasejemúi, de quien era primo por alianza, no había vuelto a Mennof-Ra desde la marcha del rey hacia las estrellas, como confesó al joven.

—No me gustan nada todos esos señores maquillados como mujeres, que sólo viven esperando un nuevo favor del Horus. Y éste (perdóname, oh Djoser) sólo tiene oídos para los halagos más viles. ¡Su objetivo es claro! Quieren hacer desaparecer las tierras que pertenecen a los campesinos para aumentar su fortuna. Sus escribas están en todas partes, más rabiosos que perros hambrientos y más devastadores que una nube de langostas. Los egipcios siempre han sido un pueblo libre. Pero poco a poco van volviéndose esclavos encadenados al servicio de amos indignos.

Djoser no podía contradecirle.

—Ya se lo dije a tu padre —prosiguió su invitado—. Le sugerí que te nombrara su heredero. Pero no me escuchó, y hoy vemos el triste resultado. Sanajt es un pusilánime que no tiene madera de gran rey.

Se interrumpió un momento, para luego añadir:

—Mi visita debe permanecer secreta, oh Djoser. Lo que tengo que decirte es muy delicado. Muchos de mis amigos desaprueban la política de Sanajt. Los impuestos son demasiado altos y no tienen en cuenta las cosechas. Para glorificar al dios rojo, el rey quiere crear cueste lo que cueste un poderoso ejército y hacer guerras de conquistas. Pero ¿contra quién se van a librar esas guerras? ¿Y cómo, si el pueblo está hambriento?

Djoser no respondió. Ya había adivinado la razón de la visita de Nehuseré. El nomarca abrió los brazos en un gesto de impotencia, y luego se decidió.

—Estamos muy preocupados, señor Djoser. Muchos piensan… que tú serías más digno de reinar que tu hermano. He venido a verte para conocer tu opinión sobre este punto.

Djoser se tomó tiempo para meditar la respuesta.

—Te agradezco la confianza con que me honras, oh Nehuseré, pero yo no soy Peribsen. Los dioses han aceptado a Sanajt, y yo no me siento preparado para sustituirle. Lo que me propones se traduciría en una guerra civil que desgarraría Egipto. Después de un año de cosechas desastrosas, lo que menos necesita Egipto es una guerra.

—¿Vas a permitir que la población caiga lentamente en la esclavitud? —dijo con tono indignado el anciano.

—No, por supuesto. Pero mi hermano sufre la influencia de malos cortesanos, y especialmente la del gran visir, cuyo apetito de riqueza es insaciable. Es a ellos a los que hay que combatir.

—¿Qué piensas hacer?

—El rey me otorga una gran confianza desde que expulsé a los edomitas fuera de las fronteras de Egipto. Hablaré con él y trataré de convencerle para que obligue a Fera y los suyos a respetar sus compromisos.

El anciano movió la cabeza con aire dubitativo.

—Tú respetas a tu rey, Djoser, y eso está bien. Rezaré a los dioses para que te otorguen su apoyo. Pero… ¿y si no te escucha?

—Me escuchará. Partiré hacia Mennof-Ra en cuanto nazca mi hijo.

El nacimiento tuvo lugar pocos días después de la partida de Nehuseré. Una mañana, unos violentos dolores se apoderaron de Letis. Enloquecido, Djoser llamó inmediatamente a los esclavos, así como a una vieja campesina gruñona, tan ancha como alta, que había ayudado a traer al mundo a todos los niños de la aldea. Del extremo de su collar colgaba una figurita de esquisto verde con la efigie de una diosa antiquísima, Taueret[39], a la que representaban en forma de un hipopótamo alzado sobre sus patas traseras.

La vieja, Sojet-Net, apartó a todo el mundo sin miramientos y luego examinó a Letis, cuyos ojos enloquecidos trataban sin embargo de tranquilizar a Djoser. Éste, impotente para aliviarla, decidió quedarse en la habitación, a pesar del mal humor crónico de la partera.

—¡Éste no es lugar para un hombre, señor! —gruñó la vieja.

Pero Djoser se empecinó. La comadrona alzó los ojos al cielo refunfuñando, y luego inició una larga letanía agitando alrededor de la parturienta un objeto curioso, destinado a alejar a los malos espíritus. Era una hoja de marfil en forma de hoz y rematada por la efigie de un zorro. En la hoja estaba reproducida la representación de Taueret.

Pocas horas más tarde, un grito penetrante desgarró el aire. Sojet-Net alzó en alto a una pequeña criatura sanguinolenta de cara arrugada y deformada por la rabia de haber sido arrancada de su cálido y confortable nido.

La partera se volvió hacia Djoser y declaró con orgullo:

—¡Aquí tienes a tu hijo, oh señor!

Con la mano en el estómago, el señor puso una sonrisa verdosa para saludar al recién llegado. La campesina tenía razón: aquél no era sitio para un hombre.

Pero el malestar no duró mucho. Después de haber salido corriendo del cuarto para proclamar por toda la aldea el nacimiento de su heredero, Djoser lo festejó digna y concienzudamente en compañía de Pianti, Semuré y Senefru, a quienes pronto se unió gran parte de la población. Abrieron numerosas tinajas de cerveza y vino. Por la noche, Djoser estaba enfermo de nuevo, pero por una razón bien distinta.

Al día siguiente, el niño recibió el nombre de Nefer-Sejem-Ptah, es decir protegido por el dios Ptah. Pero, según la costumbre egipcia, ese nombre algo complicado fue abreviado como Seschi.

Sin embargo, Djoser no había olvidado la promesa hecha a Nehuseré. Después de haber colmado a Letis de recomendaciones para que tuviese el mayor cuidado con el bebé-más-guapo-que-nunca-se-vio, salió de Kennehut en dirección a Mennof-Ra.