Capítulo 8

Impertérrito, Ra seguía avanzando hacia su horizonte occidental, inundando la ciudad con una luz cálida, hecha de una mezcla sutil de ocre, de rosa y de oro. Inundaba la cámara regia, recortando en sombras púrpura las siluetas de los sicomoros en los parterres del jardín exterior. De los macizos de flores, de las rosas, los lirios, las dalias y los hibiscos, emanaban ligeros perfumes. Después de la furia de la cacería, sobre la ciudad se había derramado una dulzura infinita.

Sin embargo, Sanajt no veía nada de la belleza del crepúsculo. Sufría en su carne. La respiración le fallaba. El toro le había roto tres costillas, y cada inspiración le costaba un esfuerzo. Los médicos ya habían sufrido las secuelas del humor irritable del monarca, que los había tratado de incapaces y de torturadores.

Pero lo que más le dolía a Sanajt era el alma. Aquella jornada que había querido gloriosa terminaba con un fracaso humillante. En el ataque contra el animal había hecho el ridículo. Cada instante le volvía con toda su crudeza a la memoria. Había temblado de miedo. Su vacilación había estado a punto de costarle caro. Pero había intervenido Djoser, Djoser, que le sacaba la cabeza, y su valor innegable, que le había robado su gloria y le había humillado.

Aquel imbécil no había imaginado ni por un segundo que dejando que el toro le matase habría podido apoderarse del trono. Había dado muestras de generosidad, de abnegación para salvarle, a él, a su hermano y soberano. Era noble, en todos los sentidos del término. Y él, Sanajt, tenía conciencia de pronto de no ser otra cosa que un simulacro de rey. Djoser acababa de aportar la prueba irrefutable. Eso era lo que no podía perdonar.

Pero no podía castigarle por un acto heroico. Habría querido dar gritos, matar el odio y la envidia que le roían las entrañas. Pero el menor de sus gritos se transformaba en un lamentable susurro.

A su lado estaban Fera y Nekufer. Un poco más lejos velaba la silueta oscura de Sefmut. Sefmut y su mirada penetrante, indescifrable. El único al que no podía rechazar, sin poner en su contra todo el poder de la religión.

Sanajt sabía desde ahora que no era un guía de hombres, como le había gustado creer hasta ese momento, y como habría deseado su padre Jasejemúi. Éste se había dado cuenta demasiado tarde de su error al elegirlo para sucederle. Antes de morir, le había echado en cara que no era digno de convertirse en rey. Pero era demasiado tarde. La enfermedad ya había hecho su trabajo.

Él, Sanajt, ¿indigno de reinar sobre los Dos Reinos? Pero si él soñaba con engrandecer Egipto. El mundo retrocedería, se plegaría ante sus ejércitos. Pero había cedido delante de un toro. Debido a su torpeza, se había cubierto de ridículo. ¡De ridículo!

Y sus consejeros…

Los conocía bien, sabía lo que eran. Astutos calculadores, que sólo pensaban en aprovecharse de sus larguezas. Nekufer, su tío, que no veía en él otra cosa que el medio de saciar su sed de batallas y conquistas. Guerrero de alma, únicamente soñaba con sangre y con victorias. Fera, el tortuoso cortesano, que tejía sus trampas como una araña en su tela. Pero los necesitaba, como ellos lo necesitaban a él.

Fera se adelantó y se arrodilló junto al lecho del soberano.

—Tu hermano se ha vuelto muy popular, oh Luz de Egipto. El pueblo ya le amaba, pero ¿qué será mañana? Su proeza está en labios de todos.

—¡Ya lo sé! —dijo Sanajt rechinando los dientes.

—¿No temes que esa gloria te haga sombra, oh noble hijo de Horus?

—¿Y qué quieres que haga? No puedo mandar ejecutarle por haberme salvado la vida.

—¡Qué idea tan espantosa, mi bienamado señor! Pero, fortalecido con esa popularidad que no deja de aumentar, ¿no podría verse tentado por el poder? Acuérdate de Peribsen el usurpador. A Djoser no le gusta nada la renovación del culto de Set. Desea que sobre Egipto reine únicamente Horus. Está enfrentado a ti en todo punto.

Sanajt apretó los dientes para no dejar escapar un gemido de dolor. Luego agarró la mano de Fera.

—Tienes razón, amigo mío. No podemos asumir semejante riesgo. Djoser podría convertirse en un peligro.

Intervino el sumo sacerdote.

—Oh gran rey —dijo—, el príncipe Djoser te ha demostrado hoy una fidelidad sin fisuras. Ni por un instante se le ha ocurrido pensar que tu desaparición le permitiría acceder al trono. Ama a la pequeña Tanis. Deja que se case con ella, de acuerdo con la palabra que diste a tu padre. Es lo único que quiere; esa recompensa te asegurará su lealtad y su fidelidad para siempre.

Sanajt clavó los ojos en Sefmut, que sostuvo su mirada sin permitir que se transparentase ninguna emoción. Sanajt acabó bajando los ojos. No apreciaba al sumo sacerdote. Nekufer se interpuso entre ambos:

—El Horus no tiene ninguna necesidad de que le dicten su conducta. Sabe lo que le conviene hacer. ¿Puede permitir que su propio hermano, un príncipe de sangre, se case con una bastarda?

Sanajt negó con la cabeza.

—Ya lo has oído, Sefmut. Las palabras de mi tío son las de Ma’at. Pensaré en tu sugerencia. Pero no olvides que, de ahora en adelante, yo soy el nuevo Horus. Sólo a mí me corresponde tomar la decisión.

Sefmut inclinó la cabeza y luego se retiró sin ruido. Preocupado, regresó al templo. Los oráculos habían hablado, y sabía que nada los podría cambiar. Pero no le gustaba lo que se avecinaba.