Capítulo 52
Una vez realizados los intercambios comerciales, el Soplo de Ea había abandonado Hallulla seguido por los otros cuatro barcos. A Jacheb no se le había visto desde que zarparon, y esa indiferencia irritaba a Tanis. Evidentemente, su disputa había puesto término a unas relaciones tumultuosas que destruían a ambos. Pero ¿era ésa una razón para no conservar unas relaciones amistosas? En varias ocasiones, Tanis había esperado verle de nuevo, pero él pasaba la mayor parte del tiempo en sus barcos, y por su parte ella no tenía intención de volver a poner los pies en ellos.
Tanis se sentía como una convaleciente de una enfermedad agotadora. Nunca habría pensado que el amor pudiese engendrar tales sufrimientos. A veces pensaba que debería sentir alivio por haber escapado a esa pasión devastadora. Sin embargo, una enfermedad insidiosa seguía royéndole la mente. Huyendo hasta el fin del mundo, había creído que conseguiría librarse de los demonios que la habían perseguido desde su salida de Egipto. Pero esos demonios no habían perdido su rastro.
Mientras contemplaba las olas durante horas, trataba de comprender la razón de aquel encarnizamiento. Poco a poco creyó vislumbrar otra explicación. ¿Se trataba, de hecho, de espíritus nefastos? Las palabras del brujo habasha corroboraban la predicción del ciego de Mennof-Ra. Tanis debía caminar sobre las huellas de los dioses, volverse la imagen de una diosa. Le esperaba un excepcional destino que le haría encontrarse de nuevo con Djoser, estaba íntimamente convencida. Pero ese destino debía merecerlo, y vencer los obstáculos alzados en su camino. Adivinaba que el último era inminente.
Su relación con Jacheb no la había dejado indemne. No se atrevía a imaginar siquiera de qué naturaleza sería la siguiente prueba. Pero su intuición le decía que no podría evitarla so pena de ser destruida de manera irremediable. Debía sufrirla y triunfar. Entonces, inconscientemente, todo su ser iba preparándola para ese último obstáculo.
Su angustia tenía otro origen. El chamán había visto la muerte planear sobre su fiel Beryl. Con el tiempo, había conseguido unirse profundamente a la pequeña acadia, que se había convertido en la hermana menor que los dioses no le habían concedido. Por eso permanecía siempre alerta. Sin embargo, ¿qué peligro temer? El tiempo seguía siendo clemente. Las escolleras calcáreas que bordeaban el barco se mostraban desiertas. Y Jacheb no había intentado volver a someterla a su dominación. En menos de una década, la pequeña flota llegaría a Djura, y tal vez terminase llegando a Imhotep.
Una mañana, Jacheb subió a bordo. Se inclinó ante Tanis como si nada hubiese ocurrido y se dirigió al capitán:
—Amigo Melhok, estamos acercándonos a Siyutra. Mis navíos deben hacer escala después de una ausencia tan larga. Me gustaría ofrecerte hospitalidad, lo mismo que a los dos barcos sumerios que me han dado el placer de navegar en mi compañía desde Eridu.
La proposición puso en visibles apuros a Melhok, pero hubiera sido poco delicado rechazarla. No obstante, dijo:
—Ignoraba la existencia de una ciudad en estas costas.
—Poca gente la conoce —respondió Jacheb con una amplia sonrisa—. Es una pequeña ciudad muy reciente, y perfectamente resguardada, como tú mismo vas a poder ver.
Luego se volvió hacia Tanis:
—Princesa, me gustaría mucho mostrarte este reino de que te he hablado.
Tanis quiso contestar, pero las palabras se atragantaron en su garganta. Había creído que la irresistible atracción que la arrastraba hacia él se habría atenuado, pero no era así. Asintió con la cabeza.
Cuando regresó al lado de Beryl, observó que la joven acadia había perdido su alegría acostumbrada. Una profunda tristeza parecía abrumarla.
—¿Qué te pasa? —preguntó Tanis.
—No sé… no sé, princesa. Ese hombre me da miedo.
—¿Miedo? Pero ¿por qué?
—No me gusta la forma en que te mira.
Tanis sonrió para sí. ¿Se mostraba Beryl posesiva con ella? No le parecía que así fuera. Pero tenía que admitir que la había abandonado durante varios días. Por eso, le contestó con dulzura:
—El señor Jacheb es el rey de Siyutra. Rechazar su invitación sería una afrenta.
Beryl alzó hacia ella dos ojos brillantes perlados por las lágrimas.
—Pero ¿qué es Siyutra?
Tanis no respondió. La última pregunta de su sirvienta la inquietaba sin que pudiera explicarse por qué. La angustia latente que la desazonaba desde la salida de Hallulla brotó de repente. ¡Pero era ridículo! Jacheb siempre se había mostrado amable con ella. ¿Qué mal podía hacerle, aparte de proponerle una vez más convertirse en su reina?
Sin embargo, un oscuro recuerdo la perseguía. La imagen de unas muñecas donde habían dejado su marca unas ataduras…
Por la tarde, Jacheb, que había permanecido a bordo del Soplo de Ea, señaló una especie de falla bordeada por gigantescos pilares rocosos, últimos vestigios de escolleras erosionadas por las olas.
—Detrás de esas columnas hay una ensenada arenosa —dijo Jacheb—. Ofrece refugio seguro a los barcos. Pero hay que conocerla. Eso explica que muchos capitanes ignoren su existencia. No tardará mucho en convertirse en un puerto importante.
Luchando contra los remolinos, los barcos se adentraron entre los dos enormes pilones de piedra blanca que defendían el acceso a la caleta, y se encontraron en una especie de pequeño puerto natural, rodeado por una corona de murallas rocosas donde se abrían numerosas galerías y grutas.
—¡Ahí tenéis Siyutra! —exclamó con júbilo Jacheb.
Jalonaban la playa una multitud de pequeñas embarcaciones, que enseguida fue ocupada por una multitud entusiasta. De todos surgieron gritos para saludar el regreso del señor de aquellos lugares. Sin embargo, la angustia no abandonaba a Tanis. A su espalda, los pilares calcáreos parecían cerrarse como fauces gigantescas. Como si hubiera notado su turbación, Jacheb se acercó a ella.
—No tienes nada que temer, Tanis —le dijo—. Las gentes de Siyutra son muy hospitalarias.
Movidos con suavidad por los remeros, los barcos terminaron por embarrancarse en la playa de arena. Los indígenas que se habían quedado en tierra les rodearon de inmediato para acoger a los que llegaban. Jacheb tomó la mano de Tanis para ayudarla a bajar. Los mercaderes sumerios no tardaron en encontrarse en medio de una muchedumbre hormigueante que aclamaba a su señor. Sólo los marineros y los guerreros se habían quedado a bordo de los tres barcos de Eridu.
Jacheb invitó a sus huéspedes a seguirle hacia las primeras moradas, construidas al pie de los acantilados. La ciudad estaba organizada a lo largo de un ancho corredor rocoso que subía en suave pendiente hacia las cumbres del acantilado, en dirección oeste. Encaramada sobre un espolón rocoso que dominaba la pequeña bahía, se alzaba una amplia morada de ladrillo incrustada entre dos murallas abruptas.
Parecía como si allí se hubieran reunido representantes de todos los pueblos del mundo. Hombres de piel negra se codeaban con asiáticos de cráneo rasurado que recordaban a los amanios. Tanis reconoció también amorreos, hicsos, sumerios e incluso algunos egipcios. De pronto se dio cuenta de que las pequeñas embarcaciones de Siyutra convergían rápidamente hacia los bajeles de Sumer. Intrigada por la maniobra, tocó el brazo del capitán.
—¡Mira! ¡Es como si fueran a atacar a los barcos!
Obedeciendo a una señal invisible, los siyutranos se lanzaron repentinamente al asalto de los barcos. Sólo en ese momento comprendió Melhok que había caído en una trampa. Dividido entre la cólera y la incredulidad, se volvió hacia Jacheb.
—¿Qué significa esto?
El otro soltó una carcajada.
—Significa que vuestros soberbios bajeles y su cargamento van a caer en mis manos, amigo Melhok.
El sumerio desenvainó su espada de bronce. Un momento después, una docena de guerreros siyutranos le rodeaba y le desarmaba sin ningún miramiento. Estupefactos, los mercaderes se reagruparon llenos de temor, rodeados por una población cuyo recibimiento se había convertido de repente en la más completa hostilidad. Las mujeres y los niños proferían insultos y lanzaban piedras contra los cautivos.
Aterrorizada, Beryl se acurrucaba contra Tanis.
En los tres barcos sumerios se combatía duramente. Cada tripulación contaba con una veintena de aguerridos hombres. Pero el número de asaltantes no dejaba incertidumbre sobre el resultado del enfrentamiento. Armados con mazas, lanzas y puñales de sílex, racimos humanos escalaban los cascos de los barcos, y caían en grupo sobre los defensores. La batalla fue tan breve como mortífera. La tripulación no tardó en sucumbir bajo la multitud.
Después de la furia de los combates, una extraña calma se abatió sobre la caleta infernal. Numerosos cadáveres flotaban en las aguas enrojecidas. Más de la mitad de los miembros de la tripulación habían resultado muertos, pero los piratas habían perdido una treintena de combatientes. Ataron con cuerdas a los supervivientes, empujándolos luego a tierra sin contemplaciones. Jacheb ordenó a sus hombres encerrar a los marineros en una gruta situada al nivel del agua, al fondo de la caleta. Luego volvió hacia Tanis, que estaba aterrada.
—No temas, princesa. A ti no te haré ningún daño.
—Pero ¿por qué esta matanza? —dijo ella.
—¿No te había dicho que serías la reina de Siyutra? ¿Habrías aceptado seguirme si no hubiese atraído a tus amigos sumerios a una trampa?
—¡Estás completamente loco, Jacheb!
Él se echó a reír.
—¿Loco, yo? No me juzgues tan rápido, ni tan mal. No sabes quién soy.
—Eres un pirata —repuso ella con aspereza.
—Claro que sí, soy un pirata. ¡El rey de los piratas de estas costas!
Y le tendió sus muñecas.
—¡Mira! Me preguntaste de dónde provenían estas marcas, ¿te acuerdas? Me las hicieron en la época en que era esclavo en las minas de oro del desierto de Kush. ¿Sabes lo que eso significa? —añadió con un fulgor de locura en los ojos.
Asustada, ella dio un paso atrás.
—Ataduras de cuero que te muerden la carne, latigazos que caen sobre tu piel quemada por un sol implacable, la garganta reseca por la sed, tus compañeros que van muriendo uno tras otro para extraer un mineral que irá a enriquecer al dios humano que gobierna las Dos Tierras, sin más salida que la muerte. Pero conseguí escapar. Liberé a mis compañeros y cruzamos el desierto, vagamos a lo largo de las costas durante meses y meses. Una noche, un barco mercante hizo escala no lejos del lugar en que nos encontramos. Matamos a sus ocupantes y nos apoderamos del navío. Y así, un año tras otro, hemos atacado a los barcos que comerciaban con Punt. Un día descubrimos Siyutra, y nos instalamos aquí. Luego, bandidos y esclavos huidos fueron viniendo poco a poco para sumarse a nuestra banda. Y Siyutra se convirtió en una verdadera ciudad de la que soy rey.
Jacheb acarició sus cicatrices.
—Pero estas marcas no se han borrado nunca. ¡Y sigo haciéndoselas pagar a los egipcios, a los sumerios, a todos!
Se apoderó febrilmente de sus manos.
—Pero tú, Tanis, nada tienes que temer de mí. Quiero que seas la reina de Siyutra. Tú reinarás sobre mi pueblo.
Temerosa, Tanis no se atrevió a responder. El fulgor que brillaba en sus ojos negros dejaba translucir la megalomanía que lo dominaba. Tanis adivinó en él a una criatura extremadamente inteligente, pero pervertida por un odio que nunca se apagaría. Jacheb insistió:
—También tú odias al rey de Egipto. Me contaste tu historia. Gracias a mí, podrás vengarte.
—No… no —logró articular ella.
Jacheb la atrajo hacia él.
—No puedes negarte, Tanis. Me perteneces. Eres mía. ¡Mía!
Ella trató de soltarse, pero el deseo redoblaba las fuerzas del hombre. Ávido, posó su boca sobre la de Tanis. El recuerdo del olor de su piel la turbó un momento y su mente zozobró. Pero luego, un acceso de repugnancia la hizo reaccionar y le mordió con fuerza los labios. Él la soltó dando un grito:
—¡Perra!
Una bofetada sonó en la mejilla de la joven, que cayó al suelo. Enjugándose la sangre que corría por su rostro, Jacheb llamó a sus hombres.
—¡Llevadla a palacio con su sirvienta!
Unas manos aferraron a las dos cautivas y las arrastraron hacia la aldea en medio de los insultos de la muchedumbre. Escoltadas por guerreros, fueron llevadas hacia las alturas. Al principio siguieron un dédalo de callejas escarpadas, incrustadas unas en otras, donde pululaba una población inquietante sobre la que no parecía reinar más ley que la del más fuerte. Más arriba, el corredor se estrechaba en una sola arteria, que llevaba a una especie de explanada rodeada de galerías y de murallas calcáreas, y bordeada en dirección a la bahía por un espolón a pico, dominando las aguas a una altura de casi doscientos codos. Sobre el espolón se alzaba una morada de ladrillo, cuya entrada guardaba una doble puerta de gruesa madera. El interior estaba oscuro. A ambos lados de la entrada había habitaciones de dimensiones modestas donde trajinaban algunos criados. Al fondo se abría un gran salón, de techo sostenido por seis columnas redondas de estilo sumerio, adornadas con conos de color. Los piratas empujaron brutalmente hacia la sala a las dos jóvenes, luego se retiraron a unos cuartos adyacentes, prohibiéndoles cualquier veleidad de fuga.
Atónita por los acontecimientos, Tanis estudió el lugar. Altas aberturas daban a la bahía iluminando el lugar, que se prolongaba sobre el promontorio rocoso mediante una terraza.
En la gran sala reinaba un desorden indescriptible, formado por un montón de riquezas procedente de las rapiñas de Jacheb. En todas partes se acumulaban pilas de esteras de color, jarrones de alabastro, piezas de gres, cerámicas, muebles de todos los orígenes. De los cofres abiertos sobresalían tejidos de todos los colores, estatuillas, cofres de joyas. ¿A cuántos desgraciados había ordenado matar Jacheb para acumular semejantes tesoros? Al recordar las manos de aquel hombrón sobre su cuerpo, al acordarse de sus caricias, Tanis sintió náuseas. Aquel hombre era un demonio, un affrit enviado por Set el maldito para arrastrarla hacia su propia destrucción. En ese momento, le odiaba. Pero todavía se odiaba más a sí misma por haber sucumbido a su seducción. Nunca más le permitiría tocarla.
—¿Qué van a hacer con nosotras? —preguntó Beryl con voz angustiada.
—Jacheb quiere que me convierta en reina de Siyutra. Pero no lo haré. Ya encontraremos la manera de huir.
—Pero ¿cómo? No hay más salida que el pasaje de las columnas. Sólo somos dos. No podemos apoderarnos de un navío. Y admitiendo incluso que consiguiésemos liberar al capitán Melhok y a los mercaderes, los piratas no tardarían en alcanzarnos.
Tanis estrechó a la joven acadia contra su pecho.
—No pierdas la esperanza, Beryl. Acuérdate de que hemos salido de otras pruebas. Hay que conservar la esperanza.
—Sí, princesa.
Pero en el tono de la joven había una extraña resignación que heló la sangre de Tanis.
De repente, un ruido procedente de la ensenada atrajo su atención. Salieron a la terraza protegida por un parapeto. Al pie del acantilado a pico sobre el mar se extendía la bahía bordeada por su playa de arena. Desde el lugar en que se encontraban, podían adivinar la parte baja del pueblo, donde reinaba una inmensa agitación. En la playa habían encendido hogueras donde ya se asaban corderos y cabras. Desde donde se hallaba la muchedumbre en fiesta subía una algarabía ensordecedora, que repetían los ecos del cinturón rocoso. El sol bajo salpicaba los flancos de los acantilados con resplandores sangrientos que contrastaban con la penumbra que ya bañaba el fondo de la bahía. Tanis distinguió la silueta de Jacheb, seguido por sus capitanes y por una cohorte de mujeres vociferantes. De repente, un fenómeno espantoso atrajo su atención.
—¡Princesa, mira! —gritó de repente Beryl, asustada.
Más abajo había una docena de cuerpos desnudos y descuartizados atados a unas estacas. Tanis trató ansiosamente de reconocer entre ellos al capitán Melhok, o a alguno de los comerciantes, pero no parecían encontrarse entre ellos.
—Son los marineros sumerios —dijo, dividida entre la cólera y la angustia.
—¿Qué van a hacerles? —gimió su compañera.
La terrible respuesta no se hizo esperar. Mientras las sombras del crepúsculo inundaban el fondo de la cala, los prisioneros fueron entregados a la muchedumbre frenética de mujeres y niños, armada de piedras y de palos de afilada punta. Mientras tanto, los guerreros habían abierto varias jarras de cerveza y de vino sumerio y se emborrachaban a conciencia. Los aullidos de agonía de los torturados se mezclaban a los gritos histéricos de sus torturadores y a las risotadas de los bebedores. Horrorizadas, las dos jóvenes regresaron a la oscura sala y se acurrucaron contra una pila de pieles.
—Van a matarnos —gimió Beryl temblando.
—No —replicó Tanis tratando de tranquilizarla—. Jacheb no me odia. Me lo ha asegurado.
—¡A ti, princesa, quizá no! Pero a mí… yo sólo soy una esclava.
Y se echó a llorar. Tanis la estrechó contra su pecho. En el fondo de sí misma, se temía lo peor. De pronto, reparó en un magnífico puñal de bronce que había sobre un mueble. Se apoderó de él y volvió a colocarse al lado de su compañera, ocultando el arma bajo las ropas.
Entonces comenzó una larga espera marcada por los gritos espantosos que subían de la bahía. Agotadas, las dos muchachas terminaron por naufragar en un sueño entrecortado por pesadillas.
Las despertaron unos gritos. Jacheb se erguía ante ellas, rodeado por sus lugartenientes. Era evidente que todos habían abusado de la bebida. Varios guerreros encendieron unas lámparas de aceite y unas antorchas que colocaron en unos soportes. Poco a poco, una luz amarillenta iluminó la gran sala. Tanis se levantó y se enfrentó al pirata.
—¿Por qué has mandado matar a esos pobres marineros? —exclamó.
Jacheb se echó a reír.
—Mi pueblo tiene que distraerse —respondió sin contestar a la pregunta.
—¡Eres infame! —espetó ella.
Él se acercó con paso inseguro.
—Pero tú no tienes nada que temer. Tú eres la soberana de esta ciudad.
—¡Nunca! —contestó con tono áspero.
Jacheb se detuvo y esbozó una afable sonrisa. Fingió volverle la espalda y luego, girando sobre los talones, la golpeó brutalmente en la cara. Aturdida, Tanis se derrumbó sobre la pila de pieles. Beryl se lanzó contra el pirata, que la recibió con una violenta bofetada. Luego la agarró de un brazo y la lanzó hacia sus lugartenientes, que se apoderaron de ella entre risotadas. Acercándose a Tanis, aulló con voz demente:
—Tienes que saber una cosa: en Siyutra las mujeres deben obediencia ciega a los hombres. Aquí ya no eres una altiva princesa egipcia que pueda permitirse ofrecerse a quien bien le parezca cuando tenga ganas. ¡Me perteneces, y serás mía cada vez que yo lo desee!
Ella se levantó y volvió a enfrentarse al pirata.
—No me das miedo, Jacheb. ¡Antes la muerte que soportar que te acerques a mí!
Y con gesto rápido, desenvainó el puñal de bronce y lo apuntó hacia el pecho del pirata. Él no se movió y replicó con una voz que de pronto se volvió suplicante:
—¿Por qué no aceptas convertirte en mi compañera? ¿Has olvidado acaso el viaje en mi barco? Tanis, me has amado. No puedes negarlo.
—Ignoraba la clase de hombre que eras. Ahora, tu visión me da náuseas, y detesto la idea de que hayas podido tocarme. Tus manos están cubiertas de sangre, y tu boca no profiere más que mentiras. Decías que ibas a ofrecer hospitalidad a los sumerios, y los has atraído hacia la muerte. ¿Cómo podría creerte desde ahora?
Jacheb dio un paso hacia adelante. Ella le detuvo con un movimiento del puñal.
—¡Desconfía! Ya sabes que manejo perfectamente las armas.
—¡Pero vas a soltar ese puñal! —respondió él.
—¡Nunca!
Jacheb retrocedió, luego se volvió a sus lugartenientes, que seguían teniendo a Beryl.
—¡Esa muchacha es para vosotros! ¡Haced con ella lo que queráis!
—¡Nooo! —gritó la joven acadia.
Unas manos desgarraron sus ropas. Tanis dio un salto para defenderla, pero cuatro hombres se plantaron delante.
—Esperad —ordenó Jacheb a sus guerreros.
Obedecieron en el acto. El pirata tendió la mano hacia Tanis.
—¡Dame esa arma! Te prometo que dejarán tranquila a tu sirvienta.
Tanis vaciló.
—¿Tengo tu palabra?
Jacheb sonrió.
—¡La tienes!
Tanis miró a Beryl, medio desnuda, con los ojos llenos de lágrimas y el rostro desencajado de espanto. Entonces lanzó su puñal a los pies de Jacheb, que se apoderó de él y dijo:
—¡Tú misma acabas de decir que no podías confiar en mí, Tanis!
—¿Cómo?
Jacheb hizo una seña a los otros, que se apoderaron de Beryl. La joven aulló de terror. Furiosa, Tanis se lanzó contra Jacheb y le asestó un violento puñetazo. El pirata quiso responder, pero la rabia duplicaba las fuerzas de la joven. A gritos, Jacheb ordenó a sus guerreros que interviniesen. Acto seguido, media docena de hombres rodearon a Tanis. Unas manos brutales la agarraron y la inmovilizaron a pesar de sus esfuerzos por liberarse. Los gritos de Beryl aumentaron. Jacheb se acercó, con el rostro deformado por un rictus de locura.
—¿No te había dicho que serías mía? —gruñó con una voz sorda.
Ella le escupió a la cara. El pirata se limpió muy despacio la saliva que había caído cerca de su boca. Luego ordenó a los guerreros tumbarla sobre el montón de pieles. Unos puños sólidos apretaban sus muñecas y sus tobillos y casi la descuartizaban. Tanis no podía librarse. El pirata se tumbó muy despacio sobre ella, desgarrando lo que quedaba de sus ropas.
—Siempre te has parecido a una leona, hermosa mía —gruñó Jacheb poniendo unas manos ávidas sobre su pecho.
Una náusea se apoderó de la joven. Sofocada de rabia y terror, se debatió como un gato salvaje, aulló, mordió, arañó. Pero sus esfuerzos eran inútiles. Un sabor acre a sangre caliente llenó su boca. Hasta su corazón penetró una abominable sensación de frío glacial. A sus oídos llegaban los gritos estridentes de Beryl, deformados por su propia angustia. Unas garras bestiales separaron sus muslos. Se retorció como una serpiente, pero fue inútil. Encima de su cuerpo, el rostro triunfante de Jacheb se hinchó, se deformó. Su aliento que apestaba a alcohol le llenó la garganta. Unos dedos helados recorrían sus senos, su vientre. Aulló como un animal cogido en la trampa.
La abyección penetró en ella…
Más tarde, mucho más tarde, despertó con el espíritu vacío, roto. Estaba impregnada de una sensación de envilecimiento total. Habría querido negar el horror que se había apoderado de todo su cuerpo, huir de su carne, escapar de su alma destruida. Sobre su piel seguía incrustado el olor del pirata, un perfume sutil que antes la había turbado, en una vida distinta, pero que ahora le daba ganas de vomitar. Habría querido meterse en una bañera de agua hirviendo, lavar aquel fango innoble. Pero ya sabía que permanecería incrustado en ella para siempre.
Poco a poco recobró la conciencia. A su memoria acudió el recuerdo de su compañera. Dos antorchas seguían iluminando el lugar con un resplandor difuso, sepulcral. Consiguió ponerse de pie, vacilante. Sus miembros y su sexo la hacían sufrir de un modo horrible. Protegiendo de forma ridícula su cuerpo desnudo con sus brazos doloridos, dio algunos pasos y llamó:
—¡Beryl!
Nadie respondió. Entonces comprobó que la sala estaba vacía. Jacheb y sus guerreros habían desaparecido. Titubeando, llegó hasta la terraza. Por oriente, el cielo empezaba a palidecer; una luz con reflejos sanguinolentos extendía unas sombras gigantescas sobre la bahía maldita, aún sumergida en las tinieblas de la noche.
De pronto no pudo contener un grito angustioso. Beryl yacía contra el murete de ladrillo, con la cabeza apoyada sobre el hombro en una postura extraña. Tanis corrió hacia ella, esperando que sólo estuviese dormida. Pero el horror la dejó paralizada. Un innoble charco oscuro de sangre seca inundaba el vientre de su compañera, y se ensanchaba bajo sus muslos abiertos. Superando su emoción, se agachó. Con los ojos abiertos sobre la eternidad y la piel helada, Beryl había dejado de respirar. Espantada, Tanis comprobó que todavía tenía en la mano el casco de cerámica con el que se había cortado las venas.