Capítulo 38
De común acuerdo, los fugados habían dejado el mando en manos de Tanis y de Raf’Dhen. Después de haber descansado lo suficiente para que los caballos, agotados por la larga carrera de la fuga, repusiesen fuerzas, siguieron río arriba el Éufrates.
Las lluvias diluvianas se habían calmado. Sin embargo, hordas de nubes bajas seguían rodando hacia oriente, empujadas por la furia del huracán. En aquella tierra donde por regla general reinaba un sol de plomo, el horizonte turbio aparecía y desaparecía a capricho de las brumas móviles. La tierra y la roca dejaban escapar fumarolas danzantes que los vientos arrastraban, como si fuesen las manifestaciones de espíritus demoníacos.
Esta atmósfera de locura no afectaba al humor radiante de Raf’Dhen, que cabalgaba al lado de Tanis. Lleno de ardor, le explicó que había encontrado por fin su verdadera razón de vivir.
—Estos caballos son una riqueza fabulosa, princesa. Quisiera llevarlos a mi país, pero la mitad del rebaño te pertenece. ¿Qué piensas hacer con ellos?
El entusiasmo juvenil del hicso divertía a la joven.
—Te regalo los míos —respondió—. Adonde voy, no podría llevármelos.
La decepción se pintó en el rostro del hicso.
—Lo único que quieres es ir a Uruk…
—He salido de Egipto para buscar a mi padre. No voy a abandonar ahora. Y me basta con seguir este río.
—Pero Uruk todavía queda muy lejos. Y ni siquiera estás segura de encontrarle allí.
—Nada me detendrá, oh Raf’Dhen.
El hicso murmuró algo, pero no se atrevió a insistir. En el fondo de sí mismo sabía que no tenía ninguna posibilidad de convencerla para que le acompañase a Anatolia.
—A veces resulta muy difícil comprender el designio de los dioses —terminó diciendo—. Han arrojado el fuego de la pasión en mi mente porque te vi desnuda, a orillas de ese extraño mar. Si no se me hubiera ocurrido la idea de acompañarte, no me habrían capturado, y nunca habría tropezado con estos maravillosos animales.
Y señaló el rebaño con un ademán exaltado.
—¡En el fondo debería de estar agradecido por ello a los amanios! —añadió.
—Dudo que los amanios compartan tus sentimientos —respondió Tanis.
El hicso se echó a reír. Luego se acercó a Rekos, que llevaba a Rachel a la grupa, y le puso al tanto de sus proyectos. Tanis le observaba a hurtadillas. Desde que había aprendido a montar a caballo, el hicso se había metamorfoseado. Le embargaba una verdadera pasión, que iluminaba sus ojos oscuros y casi lo volvía hermoso. Por momentos le recordaba a Djoser, cuya curiosidad se mostraba insaciable.
La evocación de su compañero le encogió el pecho.
La predicción del ciego se había cumplido. Se habían visto separados, y grandes alteraciones se habían abatido sobre el mundo. En su pecho se infiltró una angustia sorda. ¿Era buena la decisión que había tomado? ¿Cuál era el significado real del extraño enigma que le había enunciado: «Deberéis caminar sobre la senda de los dioses»? ¿Y si se había equivocado?
Una terrible duda le inquietaba. Raf’Dhen tenía razón: nada demostraba que Imhotep siguiese en Uruk. Si no le encontraba, ¿qué haría? Estaba sola, perdida en un país inmenso, mucho más grande que el propio Egipto, y ya no le quedaba prácticamente nada de lo que se había llevado en el momento de partir.
De improviso se vio invadida por una bocanada de calor, a la que siguió una sensación de frío glacial. Una náusea violenta le retorció el estómago y a punto estuvo de caerse de su montura. Beryl corrió inmediatamente a su lado.
—¡Dama Tanis! ¿No estás bien?
Tanis se rehízo.
—¡No pasa nada!
Pero tuvo que rendirse a la evidencia: su paso por la pequeña gruta húmeda había provocado una fiebre insidiosa que a veces le cortaba la respiración.
De pronto, Rekos gritó:
—¡Mirad! Allí parece que hay un hombre.
Y señalaba un conjunto de rocas aislado en medio de una pradera inundada. Encima descansaba un cuerpo, con las piernas hundidas en las aguas del río.
—Es un cadáver —dijo Raf’Dhen.
—¡No! Me parece haberle visto moverse —insistió el hicso.
Metiéndose con decisión en el agua, Tanis dirigió su montura hacia el desconocido, pronto seguida, aunque con reticencia, por sus compañeros. Cuando llegó cerca del hombre, vio que era de una altura gigantesca. Se apeó del caballo, se estremeció al sentir la mordedura del frío, y luego se arrodilló para examinar al individuo. Tendido de espaldas, todavía respiraba. Era un hombre joven, cuya larga melena negra enmarcaba un rostro cubierto por una abundante barba. Una ancha herida se abría en su hombro. No llevaba más que un taparrabos de fibra trenzada, que dejaba al descubierto una musculatura impresionante.
De repente, sus ojos inyectados en sangre se abrieron y la miraron. A pesar de su agotamiento, encontró fuerzas para levantarse y retroceder con desconfianza. Impresionada, Tanis le contempló. Nunca había visto un hombre de semejante estatura. Debía superar ampliamente los cuatro codos. Hasta Raf’Dhen parecía pequeño a su lado.
—¿Quién eres? —preguntó Tanis en amorreo.
Era evidente que el desconocido no entendía esa lengua. Se puso a hablar con voz ronca. Beryl intervino.
—Es un acadio —dijo la joven—. Dice… que le arrastró la corriente. Ha estado a punto de ahogarse.
El hombre los miró, luego dirigió unas palabras a Beryl.
—Tiene hambre —tradujo la muchacha.
Un momento más tarde, compartieron con él el fruto de su caza. Mientras devoraba los restos de una liebre, el acadio los observó con sus ojos negros. Por mediación de Beryl, contó su aventura.
—Me llamo Enkidu —dijo—. Iba de camino hacia Anatolia cuando el nivel del río subió bruscamente. Mis compañeros… han sido arrastrados. Creo que soy el único superviviente.
Había algo en su actitud que intrigaba a Tanis. Notaba que el acadio no decía toda la verdad. Pero no insistió.
—Nosotros vamos hacia Sumer —dijo Tanis—. Ése no es tu camino.
El otro se encogió de hombros.
—No tengo intención de seguir —respondió—. A un día de marcha hacia el sur, hay una ciudad acadia, Til Barsip. Puedo llevaros hasta ella.
—De acuerdo.
Tanis observó de pronto huellas sanguinolentas en las muñecas y en los tobillos del acadio.
Por la noche se refugiaron en las ruinas de una aldea abandonada, de la que sólo quedaban en pie algunas paredes. Pero bastaban para protegerles de los vientos furiosos que bajaban de los montes del oeste. Raf’Dhen consiguió encender una hoguera junto a la que se refugió Tanis. El gigante se había instalado no muy lejos. Además de su colosal estatura, Tanis había comprobado que estaba dotado de una fuerza física asombrosa. Sin ayuda de nadie, había traído un enorme tronco que habían empleado para alimentar el fuego.
El desconocido la intrigaba. Con unas manos capaces de matar un buey, se le habría podido tomar por un bruto. Las marcas que llevaba en sus miembros denunciaban su condición de esclavo. Sin embargo, su comportamiento denotaba cierta educación, que contrastaba con su aspecto general. En sus ojos negros brillaba una gran inteligencia. De repente se dirigió a Tanis en su propia lengua:
—Eres egipcia, ¿verdad?
—Sí —respondió ella atónita.
El gigante le dedicó una sonrisa encantadora.
—Lo he sospechado por tu forma de hablar.
—Soy dama Tanis, hija del sabio Imhotep y de Merneit, princesa real.
—¡Oh, una princesa!
Evidentemente, aquello no parecía impresionarle demasiado.
—¿Dónde has aprendido mi lengua? —preguntó Tanis.
—Con un anciano maestro nubio, que era esclavo de mi padre.
—Pero ¿no eres esclavo tú también?
—No nací esclavo —gruñó el otro chirriando los dientes con una voz cargada de odio.
Clavó los ojos en el fuego y luego contó su extraña historia:
—Me llamo Enkidu, hijo de Jirgar. Mi padre era un rico campesino de Nuzi, una pequeña ciudad del norte de Akkad. Me hizo seguir los cursos de la escuela sumeria. El ummia, es decir el padre de la escuela, afirmaba que yo era un alumno excelente. Aprendí a leer, a escribir y llevar las cuentas. Mi padre quería que le sucediese. Pero hace dos años, unos bandidos atacaron la hacienda.
Apretó los puños.
—Eran casi cincuenta. Yo acabé con algunos, pero mataron a toda mi familia y consiguieron derribarme. Cuando recuperé el conocimiento pensé que iban a matarme también. Pero su jefe nunca había conocido un hombre tan fuerte como yo. Decidió conservarme para que luchase en las ferias. Me obligaban a combatir contra otros gigantes, contra leones y osos.
Lanzó un suspiro.
—Nunca fui vencido. Sin embargo, no me gustaba luchar. Soñaba con escaparme. Pero ¿adónde ir? No tenía a nadie en el mundo. Además, nunca me quitaban las ataduras. Cuando viajábamos, me obligaban a beber unas drogas y me encerraban en una jaula.
—Pero has acabado escapándote.
—Hace dos días, íbamos en dirección a Tarso, al norte. Al cruzar el Éufrates, nos cogió una tempestad terrible. El viento zarandeó la jaula y se rompió. A esos perros se les había olvidado drogarme. Y entonces…
Se golpeó los puños.
—Entonces me deshice de mis ligaduras y maté a mis guardianes. Los demás me persiguieron. Como no podía luchar contra sus armas, me lancé al río y conseguí escapar. He estado a la deriva durante todo un día. Trataba de alcanzar la orilla, pero la corriente era demasiado fuerte. En varias ocasiones creí que iba a ahogarme. Por fin conseguí nadar hasta estas rocas sobre las que me habéis encontrado. Al ver los caballos, pensé que erais los Demonios de las Rocas malditas.
—Éramos sus prisioneros. Pero hemos logrado escapar robándoles sus monturas.
El acadio sonrió.
—¡Por Shamas, qué buena hazaña!
Tanis se estremeció y se acercó más al fuego. A pesar del calor, su fiebre se negaba a desaparecer.
Al día siguiente, cuando despertó, se dio cuenta de que sus miembros se negaban a obedecerla. Sentía escalofríos continuos. Preocupado, Raf’Dhen la montó en su caballo y la estrechó cuanto pudo. Tanis habría querido meterse en el cuerpo de su compañero, ahogarse en su calor. Las náuseas le daban retortijones en el estómago. Poco a poco, naufragó en el delirio. Su mente se poblaba de pesadillas espantosas, donde mujeres torturadas gritaban de dolor y de angustia, y terminaban confundiéndose con ella misma. A veces tenía la impresión de que le arrancaban la piel a tiras.
Tuvo una vaga conciencia de que ante sus ojos se esbozaba una ciudad. Percibió el eco de los gritos de una multitud desconocida, el reflejo de una agitación intensa, de animales, de extrañas construcciones. Soles escarlata estallaban en su cabeza, mezclados a un acre olor a sangre. Luego unas manos la cogieron, la llevaron hacia una penumbra rojiza. Semiinconsciente, sintió que le quitaban todas sus ropas. Habría querido luchar, despertarse, pero no tenía fuerzas. Su instinto le ordenó abandonarse a las manos enérgicas que la friccionaron y le dieron masajes mientras una fragancia de alcanfor y de menta inundaba su nariz.
La sensación de humedad fría y penetrante se había difuminado. Un olor a madera quemada flotaba a su alrededor. Pero un escalofrío incoercible la hacía vibrar hasta lo más profundo de su ser, mientras una angustia sorda le impedía cualquier pensamiento coherente. Encima de ella evolucionaban caras, unas conocidas, otras desconocidas, pero amistosas, a las que habría querido dirigir la palabra. Entre ellas, distinguió las de Beryl y Raf’Dhen. A veces, una voz lejana murmuraba palabras sin ilación. Y oyó decir a esa voz:
—Me habría gustado morir en Egipto.
Alguien le entreabrió los labios: un líquido cálido y amargo corrió por su garganta. Poco después perdió el conocimiento y el tiempo se diluyó en una bruma inconsistente…
Tenía la impresión de flotar en un estado de completo bienestar. Aunque habría debido sentir un terror intenso, se vio a sí misma, tumbada sobre una cama, cerca de un hogar donde ardía un fuego que era la única fuente de luz. Pero un dulce y dorado resplandor la bañaba, en medio de aquel universo onírico donde su cuerpo había dejado de existir. No pensó siquiera en sorprenderse.
Tres personas se inclinaban sobre otra que era ella misma. Reconoció a Beryl y a Raf’Dhen. A la tercera no la conocía. Estaban hablando en una lengua ignorada. Sin embargo, comprendía perfectamente lo que decían. Habría querido decirles que no se preocupasen, que nunca se había sentido tan bien. Pero ningún sonido quería salir de sus labios ausentes. Se dejó planear por encima de su propio cuerpo. Su boca era azul, el color de su cutis pálido, casi translúcido. Sólo un ligero aliento escapaba todavía de su pecho. Todo parecía tan fácil y tan agradable visto desde allí. Sintió la tentación de romper las ligeras amarras que todavía la unían a aquella corteza carnal. Pero no podía. No quería. Dejar aquel cuerpo significaba renunciar a todo, significaba renunciar a encontrar a su padre, y también a volver a ver a un hombre, a la mirada llena de ternura que había abandonado en las orillas de un río lejano.
Su recuerdo fue precisándose. En lo más profundo de sí misma una voz le gritaba que ese hombre estaba sufriendo. Habría querido ayudarle, tender la mano hacia él… Pero los separaba un abismo de tiempo y espacio. Experimentó una terrible sensación de tristeza y tuvo ganas de dejarse naufragar en la nada.
La visión se difuminó. Una tos imparable sacudió todo su cuerpo. Un aire ardiente penetraba en sus pulmones, mientras voces sordas susurraban palabras incoherentes a su lado. Sobre su frente se posó una mano; le llegó, ahogada, una voz.
—¡Princesa! Tienes que vivir. ¡Lucha! ¡¡Lucha!!
Pero no tenía fuerzas. Quería vomitar de su cuerpo la hidra infernal que había tomado posesión de sus entrañas. Estaba tan bien un momento antes…
Un violento vómito se apoderó de ella. La sostuvieron unas manos. Por fin, temblando, consiguió abrir los ojos. Tres caras llenas de ansiedad la contemplaban. El desconocido dijo algo. Pero ya no le comprendía.
—El médico dice que la fiebre ha empezado a bajar, princesa —susurró la voz de Beryl.
Recobró el conocimiento al día siguiente. Una intensa fatiga le trituraba los miembros, pero había recuperado toda su lucidez. Beryl estaba sentada a su cabecera. Cuando vio a Tanis abrir los ojos, se arrodilló a su lado llorando.
—¡Dama Tanis! ¡Estás salvada!
—¿Dónde estoy?
—En Til Barsip, en el palacio del rey Namhurad.