Capítulo 3

Con la caída de la luz, una calma angustiosa se había abatido sobre la llanura desértica, donde el astro declinante hacía jugar un calidoscopio de contrastes, entrelazando ocres y amarillos luminosos con largas sombras de un malva de tinieblas. Por el oeste se recortaban las siluetas descarnadas de algunos árboles, cuyas ramas negras y secas arañaban el crepúsculo con la ayuda de tornados residuales. A veces, el silencio se desgarraba con el alarido de un chacal, al que respondía el grito estridente de una rapaz nocturna. Era el instante misterioso en que los depredadores salían de caza, el sutil momento en que Ra-Atum se hundía en el inquietante horizonte occidental para emprender su peligrosa carrera de la noche.

Después de la tormenta, en el aire tibio persistía un olor a polvo, realzado por perfumes acuáticos que emanaban de los pantanos septentrionales. En el cielo, de una pureza de cristal, el disco de plata de la luna se había alzado, inundando ya los lejanos territorios del Oriente con una suave claridad azulada.

Los dos niños, fascinados, sintieron más que nunca la magia que se desprendía de la meseta, extendiéndose como una alfombra de arena y rocas en la frontera del día y de la noche. Desde la altura en que se encontraban, la ciudad de Mennof-Ra, estirada en las riberas del río, parecía minúscula frente a la inmensidad del desierto circundante, un foco humano cuya existencia sólo el Nilo dispensador de vida había permitido. Hacia el norte se abría la perspectiva quieta del delta, con sus innumerables marismas que albergaban nubes de pájaros.

Sin embargo, a pesar de la belleza serena de los lugares, una desazón total había invadido a los dos niños. Las terribles palabras del misterioso ciego seguían incrustadas en su memoria. Djoser tomó la mano de Tanis y juntos se encaminaron a la ciudad, con la muerte en el alma, seguidos por el esclavo nubio.

Mientras descendían hacia el valle, se levantó un viento fresco y ligero procedente del norte, en el que no se fijaron. Con las manos soldadas, caminaban sin hablar. Las palabras hubieran sido muy débiles comparadas con el dolor que la predicción del hombre de los ojos arrancados había provocado en ellos.

—Tal vez se trate de un affrit… —dijo Tanis.

Djoser no contestó. También a él se le había ocurrido esa idea. Si era exacta, aquella predicción no era otra cosa que un cebo destinado a jugarle una mala pasada.

Pero, en lo más profundo de sí mismo, el muchacho sabía que el ciego no tenía nada que ver con un espíritu del mal. Al contrario, su voz vibraba con el tono de la sinceridad más terrorífica.

—Deberíamos pedir consejo a Meritrá —dijo por fin.

—Quizá ese hombre fuera un loco, oh Meritrá.

El anciano les había invitado, a aquella hora tardía, a compartir su última comida del día. En una pequeña sala lindante con el jardín, los servidores habían instalado pequeños recipientes de granito en los que ardía el aceite. Colocadas sobre columnas de caliza tallada, aquellas lámparas difundían una luz suave y dorada que bañaba la habitación, iluminando las paredes blancas adornadas con esteras de motivos coloreados. Delante de los tres comensales había unas mesas bajas de piedra, en las que los esclavos habían depositado platos con codornices asadas, bandejas de alubias a las hierbas, así como cestillos llenos de fruta —dátiles, higos, albaricoques—, sin olvidar los olorosos panes de formas complicadas. Junto a cada uno de los comensales reposaba un cántaro de cerveza aromatizada sobre su banco agujereado.

Meritrá movió la cabeza.

—No, ese hombre no está loco. Le conozco. Ese mendigo es un sabio que ha recibido de los dioses el don de ver el futuro. Vive al otro lado de la llanura, en una gruta. Como no tiene ojos, ha aprendido a escuchar el sentido oculto de las cosas. Los néteres se expresan por su voz. Son muchos los que van a consultarle, incluso los más grandes señores. Sus profecías hay que tomarlas en serio. Pero es extraño; por regla general, nunca sale de su madriguera. Quizá haya adivinado vuestra presencia.

—Entonces tendremos que separarnos… —dijo Tanis con voz quebrada.

—Es posible.

—Nos ha dicho que la única posibilidad que tenemos de encontrarnos era caminar sobre las huellas de los dioses. Y eso no tiene sentido —insistió Djoser.

—Los enigmas divinos son a veces difíciles de traducir, hijo mío. Sólo alcanzan todo su valor cuando se sabe interpretar sus signos. Pero la mayoría de los hombres permanecen ciegos a esos signos. Se necesita mucha humildad y mucha intuición para comprenderlos.

Después de haberse lavado en unos aguamanos presentados por jóvenes esclavas desnudas, empezaron a comer sin gran apetito. Incluso Djoser, cuya robusta constitución y edad exigían abundante alimento, no hizo honor a los platos. Se volvió hacia Meritrá.

—¿Qué podemos hacer, oh maestro?

—No se puede luchar contra los designios de los dioses, por desgracia. Sin embargo, deberíais pedir la protección de Isis, madre de Horus. Ella es la Gran Iniciadora, la que abre los ojos de la mente y del corazón. Tal vez os alumbre sobre el significado de esa profecía.

Meritrá dio una orden a uno de los sirvientes. Poco más tarde, éste regresaba con una pequeña arqueta de cedro, de la que Meritrá sacó dos collares de lino trenzado que se puso alrededor del cuello. En la punta de la cuerdecilla colgaba un amuleto extraño de color rojo.

—Estos nudos Tit os protegerán de ahora en adelante. Representan la sangre de Isis. Se llevan para conjurar las Fuerzas del Mal. Y su poder es mucho.

Cuando los niños se hubieron marchado, Meritrá permaneció largo rato meditando, observando la frenética danza de los insectos atraídos por el resplandor mortal de una lámpara de aceite. A veces, uno de ellos se consumía con un ligero chisporroteo. Tras el tumulto de la tempestad, había sobrevenido una dulzura infinita. Con la noche, perfumes nuevos se elevaban del sueño, fragancias de hierba seca, efluvios sutiles de las flores del jardín cercano. Una brisa ligera agitaba el ramaje de los enormes árboles que el dios lunar, Tot, iluminaba con una luz irreal. A unos pocos pasos, una joven esclava jugaba con un mono domesticado, dejando escapar grandes carcajadas que ahogaba la noche.

Sin embargo, por una vez al menos, a Meritrá no le agradaban aquellos delicados placeres. Pensativo, cavilaba en las perturbaciones evocadas por el ciego. Realmente no había sabido dar una respuesta a los niños, porque aquella extraña profecía no hacía sino confirmar lo que él ya había leído en la carrera de los astros. Se preparaba una conjunción excepcional, que iba a traer toda suerte de cataclismos y a perturbar la paz que Egipto había recobrado. Pero esas perturbaciones no se limitarían al valle. De hecho, la amenaza pesaba sobre el conjunto del mundo conocido, y tal vez más allá. Se había preguntado mucho tiempo sobre la naturaleza de tales acontecimientos, sin encontrar ninguna respuesta. Los astros no habían revelado sus misterios.

A pesar del agobiante calor, se vio dominado por un temblor misterioso, y recogió sobre su cuerpo su túnica de lino.

Al día siguiente, a la niña no le costó ningún esfuerzo abandonar la morada del señor Hora-Hay sin llamar la atención. Hora-Hay no estaba en condiciones de preocuparse por lo que ocurría en su casa desde que había recibido una grave herida en el transcurso de una partida de caza. Su senilidad había puesto la dirección de la casa en manos de su primera esposa, la autoritaria Nerunet, que ejercía una tiranía insoportable sobre los criados y las demás mujeres del harén. Nerunet era una mujer gorda y chillona que adoraba golpear con la varilla que le servía de cetro la espalda de los recalcitrantes, fueran esclavos o no. Pero su generosa corpulencia y su torpeza eran fatales muchas veces para las vasijas de barro, las lámparas de aceite y demás objetos frágiles que se interponían en la trayectoria de su varita vengadora. Los servidores ágiles y burlones no dudaban en sustraerse a su venganza huyendo en dirección a las cocinas o los jardines. Entonces ella se veía dominada por la irritación más negra, se desgañitaba y terminaba buscando otro motivo de enfado.

Sólo Merneit se atrevía a plantarle cara, imitada en este punto por Tanis, a quien las rabietas grotescas de la bruja más bien divertían. La niña se aprovechaba de la complicidad de los esclavos, que la adoraban. Después de haber pasado a visitar al panadero que, mucho antes del alba, había puesto sus primeros panes a cocer, se alejó por las calles todavía desiertas, provista de cuatro hogazas de pan todavía calientes.

Al norte de la ciudad, en un lugar cerca del Nilo, se alzaba una pequeña capilla de ladrillo rojo dedicada a Isis. El santuario era de modestas dimensiones. Djoser y Tanis se habían citado allí al alba. Llegaron casi al mismo tiempo y juntos entraron en la capilla.

A esa hora de la mañana, el lugar estaba desierto. Sólo un viejo sacerdote somnoliento se sorprendió al ver entrar en el edificio a los dos niños. Pero, en cuanto reconoció al hijo segundo del rey, se retiró discretamente.

Contra el muro del fondo, una estatua de la diosa acogió a la joven pareja. La efigie representaba a una mujer de senos desnudos, cuya cabeza estaba rematada por dos cuernos en forma de lira cerrando un trono de madera de sicomoro. Sus ropas estaban pintadas de negro, el color del generoso limo que fertilizaba Egipto, y de rosa, color de la aurora. Dos alas blancas adornaban la fina silueta de la divinidad. Sobre el pedestal, la escritura jeroglífica contaba el nacimiento de Isis, hija de Nut, diosa de las estrellas, bajo la forma de una mujer vestida de negro y de rosa.

Tanis y Djoser se arrodillaron ante la estatua. Soltaron los nudos Tit y los colocaron delante de ellos. Se unieron sus manos, y luego habló Djoser.

—¡Oh venerada madre de Horus, tú cuyo espíritu brilla en la estrella Sedeb, tú que aportas la vida a la tierra sagrada por el poder de tus generosas lágrimas, acepta protegernos, a mi hermana Tanis y a mí. Extiende sobre nosotros tus alas protectoras para que nunca nos veamos separados!

En ese preciso instante, los rayos de oro del sol levante penetraron en el interior del templo, y fueron a iluminar el rostro de la diosa dulce de amor. Dos piedras de obsidiana le conferían una mirada penetrante, que daba la ilusión de estar viva. Bajo la acción de la luz, los ojos negros empezaron a brillar, como si la estatua hubiera cobrado vida.

Impresionada y conmovida, Tanis no sintió las lágrimas que corrían por su rostro. Estaba segura de que la diosa les había oído. Su mano estrechó con más fuerza todavía la de Djoser. Entonces el muchacho se volvió hacia ella y declaró con voz temblorosa:

—Oh Tanis, hermana mía, tú, mi amada única y sin rival, eres como la estrella que surge en los comienzos de un año fecundo, lleno de luz y de perfección, resplandeces de colorido y de alegría, la luz de tus ojos me fascina, lo mismo que tu voz, que me encanta. Que bajo la protección de la diosa, estemos unidos para siempre el uno al otro por un lazo que nadie pueda desatar…

—Oh Djoser, mi corazón escapa de mi pecho cuando pienso en ti, vive en armonía con el tuyo y no puedo separarme de tu hermosura. Sólo tu aliento da vida a mi corazón, y, ahora que te he encontrado, que Isis, reina de las estrellas, me haga tuya por siempre jamás[7].

Luego Djoser se inclinó hacia Tanis, y sus labios se unieron en un beso, símbolo de la unificación de sus almas.

Cuando los dos niños salieron del templo, la aurora no era otra cosa que un recuerdo. Una luz blanca inundaba la ciudad que despertaba. Gritos y joviales saludos sonaban por todas partes. El frescor de la noche empezaba a desvanecerse bajo el ardor del sol. Fragancias matutinas se difundían alrededor, efluvios acuáticos, olor a ladrillo tibio y húmedo recién fabricado, humaredas tibias y apetitosas surgiendo de las casas donde se cocía el pan, perfumes de las frutas y de la cerveza que escapaban de las modestas casas de los artesanos, fragancias delicadas de las flores, exhalaciones de las hierbas quemadas que traía el viento desde los campos… Estos diferentes aromas enlazados componían una sinfonía invisible que hacía cantar a la ciudad.

Mientras vagaban sin rumbo preciso, Tanis, que no había soltado la mano de su compañero, preguntó:

—¿Crees que el Horus va a obligarme a tomar un esposo, ahora que ha fluido mi sangre de mujer?

Djoser se envaró.

—¡No! ¡No puede hacerlo! Eres mía. Además, Isis nos protege. Sus ojos están puestos en nosotros. No nos abandonará.

Tanis bajó la cabeza.

—Soy una estúpida, oh Djoser. Debo confiar en ella. Pero tengo tanto miedo…

—Nada prevalecerá contra nosotros, hermana mía.

Tanis se encogió de hombros y soltó una risita.

—De cualquier modo, ningún cortesano querrá nada de mí. No hacen más que repetir que soy una bastarda.

Djoser detuvo sus pasos y la atrajo hacia él.

—Tú no eres una bastarda, Tanis. Para mí, eres la mujer que quiero, y eres el fruto del amor. La diosa Bastet también te protege. Y si alguno quisiera hacernos daño, se metamorfosearía y se convertiría en Sejmet, la diosa de la cólera. Y entonces, ¡ay de los que se alcen contra nosotros!

Habían llegado delante de los templos gemelos dedicados a Horus y a Set. De repente, Tanis vio la estatua gigante del dios rojo, erigida a la entrada del santuario. Con una altura de tres hombres, dominaba la plaza por donde se apresuraba una procesión de sacerdotes de cráneos rasurados, que les saludaron al pasar. El cuerpo imponente de la divinidad estaba rematado por una espantosa cabeza de monstruo cuya mirada negra parecía atravesarla. Sintió un estremecimiento y dio un paso hacia atrás. Meritrá les había explicado que las estatuas no eran más que representaciones de los néteres, y que en sí mismas carecían de cualquier poder. Sin embargo, al ver la efigie, en ella se había insinuado un extraño malestar, como si una fuerza maléfica se hubiese acumulado en ella.

Tanis cogió la mano de Djoser y le arrastró para seguir su camino. Así llegaron a orillas del Nilo, a una caleta casi desierta. Entonces, como estaban solos, Tanis rodeó con sus brazos el cuello de su compañero y se puso de puntillas para depositar un leve beso en sus labios. Luego hundió su mirada febril en la del muchacho y le preguntó con voz sorda:

—Sé que tendremos que luchar, oh Djoser. Por eso querría… querría que me enseñases una cosa.

—¿Qué cosa?

—Enséñame el arte de las armas. Tal vez un día, pueda serme útil.

Djoser la contempló atónito.

—¿Las armas? Pero si tú eres una mujer. Y las mujeres no llevan armas.

—Ya lo sé. Sin embargo, también sé que tendré que luchar para sobrevivir. Si no puedo defenderme, moriré.

—Nadie es tan hábil como tú con la honda, Tanis —replicó el muchacho a media voz.

—Pero no conozco el arte del arco y de la lanza.

—Mis maestros pueden castigarme por hacerlo. Una mujer no debe llevar armas. Están reservadas a los guerreros.

—Podríamos ir al desierto, al sitio al que íbamos a jugar cuando éramos más jóvenes. Nadie lo sabría.

Era difícil resistir el brillo de aquella mirada. Djoser ya sabía que terminaría cediendo. Lanzó un suspiro y luego respondió:

—De acuerdo, te enseñaré lo que sé.

Poco después, en la ciudad hubo un extraño rumor, que no tardó en correr por todas partes.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tanis, preocupada.

—¡Mira! —respondió Djoser con ojos fascinados.

Señalaba con el dedo las aguas del Nilo que, del verde glauco que presentaban la víspera, habían pasado a tener un color pardo oscuro. Un instante después, una muchedumbre entusiasmada, avisada por los pescadores, invadía la playa entre gritos de alegría. Las mujeres lanzaban aullidos estridentes dando gracias a Hapi por no haber abandonado a sus hijos. Cohortes de sacerdotes no tardaron en descender también hacia el río, en cuyas aguas arrojaron las estrellas malva de sus flores de loto. En esa jornada, se sacrificaría un toro en honor del dios bienhechor, para que se mostrase clemente.

Los dos niños observaron que el nivel de las aguas ya había subido. Una hediondez fétida se iba difundiendo lentamente, el olor del limo generoso que iba a fertilizar los campos y los prados, gracias a los canales de irrigación. Durante los días siguientes, el río no dejaría de incrementar su caudal, para engullir primero las franjas arenosas; luego el valle se transformaría en un lago inmenso, espejo gigantesco que tenía la dimensión de los dioses. Durante cuarenta días no habría nada que hacer salvo esperar el descenso de las aguas. Entonces comenzarían las siembras.

Sin embargo, Tanis no podía compartir la alegría popular. Para ella, la crecida de las aguas revestía una significación nueva. Desde luego, Isis parecía haberles concedido su protección. Pero la superficie sombría del Nilo adquiría a sus ojos el aspecto del caparazón monstruoso de un demonio implacable y paciente que ya había empezado a tejer su trampa. Y, en el fondo más profundo de ella misma, sabía que no conseguiría escapar.

Antes de que el Nilo haya cubierto cinco veces el suelo sagrado de Egipto…