Capítulo 51

A medida que la costa se alejaba, de Tanis se apoderaba una especie de vértigo, como si la referencia inmutable que constituía la tierra firme fuese diluyéndose poco a poco en la incertidumbre. A pesar de la confianza que había depositado en el capitán Melhok, tenía la sensación de ser arrastrada, sin posibilidad de retroceder, hacia algo desconocido y espantoso que no era el país de Punt, sino un territorio ignorado por ella, y que descubría llena de angustia. Las altas olas que zarandeaban el barco reflejaban la confusión de su mente. Tenía la impresión de que Jacheb la había desposeído de ella misma. Por momentos sentía el alivio de haber escapado, gracias a un arranque de orgullo, de su pérfida influencia. En otros, en cambio, el dolor se insinuaba en ella, despertando en su vientre una nostalgia dulzona. Estaba convencida de que también Jacheb sufría. Entonces se acodaba en el barandal y observaba durante largo rato los dos barcos de su amante que evolucionaban a lo lejos.

A veces aquel desgarramiento constante le daba la sensación de que, lentamente, iba deslizándose hacia la locura. Nunca había experimentado sentimientos tan violentos y dolorosos. Incapaz de controlar su emoción, se acurrucaba en el puente y apretaba con fuerza el nudo Tit implorando la protección de Isis. Quizá se tratase de una nueva prueba que los dioses le enviaban…

El capitán Melhok se mostraba bueno con ella por primera vez. Indiferente por lo general, se había emocionado con su sufrimiento y le hacía compañía a menudo, contándole sus numerosos viajes por el gran mar del Sur. Este apoyo inesperado, unido al afecto incondicional de Beryl, le permitió aplacar su angustia.

Cuatro días más tarde, la flota llegaba a la vista de una costa rocosa salpicada por un sol cegador. De pronto surgió una aglomeración urbana cuyo aspecto desconcertó a Tanis. Esperaba descubrir un puerto con edificios de ladrillo, almacenes, ricas moradas idénticas a las que había visto en Levante, en Akkad o en Sumer.

La desconocida ciudad no se parecía en nada a todo eso. Las casas no eran otra cosa que chozas redondas de diferentes tamaños, de techos de paja cónicos, de cima rematada por un capuchón de madera destinado a impedir que la lluvia penetrase en el interior.

—Ahí está Hallulla, —comentó Melhok—. Aquí es donde viven los mejores recolectores de incienso procedente de un árbol llamado boswellia, que se cría aferrado al flanco de las abruptas escolleras de estas costas. Los indígenas practican primero una incisión en la corteza para que fluya la savia, luego, más tarde, vuelven a buscar los grumos de resina que se han formado. Es un trabajo peligroso, para el que más vale no sufrir de vértigo.

—¿Dentro de cuánto tiempo llegaremos a Djura? —preguntó Tanis.

—Después de Hallulla, nos haremos de nuevo a la mar hacia el crepúsculo. Djura se encuentra a unos diez días de navegación. Allí compraremos mirra, orchilla, aromas, ébano, marfil, oro y esclavos.

Y volviéndose hacia la mujer dudó, para declarar a renglón seguido:

—No deberías fiarte de ese hombre, princesa. Tiene un no sé qué inquietante.

—Se ha portado bien conmigo. No es responsable de lo que nos ocurre.

—No quiero hablar de eso. Ha introducido hombres suyos en cada uno de nuestros tres navíos. Y esas gentes no me inspiran confianza. Cumplen con su trabajo correctamente, pero no se mezclan con mis marineros.

—¿Por qué esas sospechas? Jacheb me ha dicho que era rey de una pequeña ciudad llamada Siyutra.

—¡Por eso! Navego por estos mares desde hace casi treinta años, y nunca he oído hablar de esa ciudad. Y tampoco he conocido a ningún señor Jacheb de Djura. De hecho, le he visto en Eridu por primera vez.

Desconcertada, Tanis no respondió. Pero su perplejidad no tardó en borrarse ante el espectáculo de la costa de Punt, aquel país tan lejano que parecía salido de una leyenda. Cuando los barcos se acercaron, la playa se convirtió en sede de una actividad de hormiguero, y luego el mar se cubrió de una multitud de puntos negros que convergieron hacia la escuadra. Muy pronto ésta se vio rodeada por una flotilla de piraguas de balancín, con hombres de piel de un negro oscurísimo que remaban con pagayas mientras entonaban un canto ritmado. Su melena crespa y espesa era como una aureola en torno a su cabeza. Melhok tranquilizó a las dos jóvenes, asustadas por el alboroto.

—No tengáis miedo, sólo vienen a darnos la bienvenida. Los habashas[38] son muy hospitalarios. Pasan el tiempo riendo y cantando. Pero también son feroces guerreros.

Hizo una pausa de duda, y luego añadió:

—Pero tendrás que mostrarte prudente, princesa. Esta gente no ha visto nunca a una egipcia. Desconozco cuál ha de ser su reacción. Entre ellos, la mujer pertenece al hombre. El anciano rey Muzania tiene más de cien esposas.

—No tengo ganas de atraer su atención —respondió Tanis—. Esta gente me asusta.

Escoltados por los exuberantes remeros, los navíos se dirigieron hacia la playa bordeando la aldea. Ayudados por los indígenas, los ocupantes desembarcaron. En tierra, la acogida se convirtió en delirio. Era evidente que Melhok no era un desconocido. Como no deseaba ver de nuevo a Jacheb, que también había bajado a tierra, Tanis se quedó cerca del capitán. En cambio, su desconfianza hacia los indígenas desapareció enseguida. Una retahíla de niños desnudos y charlatanes, de sonrisa chispeante, se acercó para cogerles de la mano y llevarlos hasta la mayor choza de la aldea; en la puerta había un anciano de vientre prominente. Con la piel plisada en cascadas, y los miembros interminables y plegados en unos lugares poco habituales, el rey Muzania recordaba a un pulpo. Pero su rostro de ojos vivos chispeaba con malicia.

Tanis y Beryl, estrechamente vigiladas por los marineros, encendían la curiosidad. Como Melhok había supuesto, los habashas nunca habían visto mujeres de piel blanca. Como le explicó el viejo soberano retorciéndose de risa, había terminado pensando que los sumerios se reproducían entre varones. Intrigado, se acercó para examinar a las dos jóvenes, palpó con familiaridad sus brazos, y tocó su larga cabellera. Por último, declaró que eran mucho menos bellas que las hijas de Punt, pero que a pesar de todo eran bienvenidas. Luego decidió organizar una fiesta para celebrar el regreso de su amigo Melhok.

Tanis temía que Jacheb fuese a reunirse con ella. Pero lo cierto es que no trató siquiera de verla. Se limitó a permanecer en la playa, en espera de que el trueque empezara. La joven sintió una paradójica mezcla de despecho y de alivio. Aunque, después de todo, más valía que no volvieran a verse.

En Hallulla como en otras partes, el tiempo contaba poco. Las operaciones comerciales no empezarían antes del final de los festejos. Comenzaron la primera noche y duraron varios días. El rey Muzania había mandado preparar dos chozas, una destinada al capitán y a los mercaderes, otra reservada para Tanis y Beryl. La princesa comprendió enseguida que no tenía nada que temer de aquel pueblo cariñoso y acogedor, para el que cualquier cosa servía de pretexto para reírse. Algo tímidos al principio, los habitantes se animaron y, por señas, empezaron a conversar con las dos jóvenes. Las invitaron a visitar la aldea. Uno de los marineros, Lodingra, que conocía la lengua local, se ofreció para servir de intérprete.

Fascinada, Tanis descubrió entonces un país completamente distinto de Egipto o de Sumer. Todo era motivo de asombro: las ropas, el alimento, la arquitectura sencilla de las casas, las costumbres. Por ejemplo, le enseñaron un hombre que lloraba, acurrucado en el umbral de su choza, bajo la mirada divertida de sus vecinos. Le explicaron que lloraba por la desaparición de su hija. Tanis pensó que su muerte entristecía al pobre hombre y juzgó muy cruel el comportamiento de los demás con él. Pero un chiquillo risueño le informó de que la muchacha había sido raptada por su prometido, con su consentimiento, pero evidentemente sin el acuerdo del padre. Desde entonces, la joven vivía en otra aldea, donde se había casado con su prometido, que de este modo se había ahorrado la dote. Ante la perplejidad de Tanis, Lodingra la informó:

—Según las costumbres habashas, hay que ofrecer regalos al padre a cambio de la prometida. De este modo se compensa la pérdida de su trabajo. Pero cuando un joven sin fortuna desea casarse con una muchacha, si ésta consiente, la rapta, y el padre no puede decir nada.

—En tal caso, ¿por qué no actúan todos de la misma manera? —dijo Tanis asombrada—. Así evitarían pagar la dote.

—Es una cuestión de orgullo. Un joven que puede ofrecer buenos animales a cambio de su prometida da pruebas de su valor y de su fortuna. El tamaño de sus rebaños refleja su importancia social. No los venden nunca. Por eso nosotros les traemos animales a cambio de sus productos. En realidad, este buen hombre no llora por su hija sino por las dos o tres cabras que hubiera debido reportarle. Es lo que hace reír a los demás.

Algunos hombres llevaban en la muñeca un objeto extraño, de madera, que no era sino un cabezal en el que posaban la cabeza para dormir. Los guerreros enarbolaban con orgullo múltiples escarificaciones en los miembros y en el torso, recibidas en la adolescencia, durante una ceremonia de paso a la edad adulta. Estaban destinadas a alejar los malos espíritus y a probar el valor.

Había otra costumbre que intrigó a Tanis: los habashas sentían un gran respeto por sus muertos. La tradición exigía que les ofreciesen de forma regular alimentos y ropas. Por eso los ricos encargaban a los más pobres que fuesen a llevar ofrendas a las almas de los difuntos. Por supuesto, éstos se guardaban las ropas y los alimentos, pero la tradición se respetaba, y todos tenían la conciencia tranquila.

Además de la recolección del incienso, Hallulla también vivía de la pesca de esponjas y de perlas, hecho que explicaba la pequeña flotilla de piraguas. Tanis, que acompañó a los pescadores una mañana, comprobó aterrada que unas aletas amenazadoras frecuentaban las cercanías de las costas. Pensó que iba a revivir la pesadilla del naufragio en las costas del Levante. Sin embargo no parecía que los tiburones inquietasen a los nadadores que se deslizaban en el agua sin vacilar. A veces se acercaba un escualo, que enseguida daba media vuelta.

—Los alejan untándose el cuerpo con un ungüento cuyo olor les hace huir —explicó Lodingra.

Los tiburones apenas si asustaban a los habashas, sobre todo porque, con el nombre de pintada de mar, constituían uno de sus platos preferidos. La base de la alimentación local era la dura, un pan de maíz y de mijo. También comían unas habas rojas, sazonadas con coriandro, pimienta y comino. El ganado no proporcionaba carne. Se contentaban con ordeñar a las hembras, cuya leche consumían.

Sólo sacrificaban animales en circunstancias muy particulares, como el nacimiento de un niño. Tanis, por ejemplo, fue invitada, en calidad de princesa egipcia, a asistir al nacimiento de un niño en una choza vecina. El padre era un alto dignatario, allegado del rey Muzania. Ayudada por sus compañeras, todas ellas esposas del personaje, la parturienta trajo al mundo un soberbio niño cuyos vigorosos pulmones enseguida gritaron su descontento. De acuerdo con la costumbre, el propio padre anudó el cordón umbilical con la crin de una vaca que de este modo se convertiría en propiedad del recién nacido, primer signo externo de su riqueza futura. Inmediatamente después del parto, sacrificaron un cordero, cuya carne fue puesta a asar para los ágapes que vendrían a continuación.

Luego tuvo lugar una extraña ceremonia durante la que apareció un individuo de una delgadez espantosa, más viejo todavía que el rey Muzania. Las costillas le sobresalían a flor de piel, llevaba una pierna colgando, y el rostro era tan esquelético que cualquiera se preguntaría cómo podía la vida seguir aferrada en aquel ser enclenque. Pero la fuerza inquietante que emanaba de sus ojos móviles y el vigor de sus gestos desmentían esa aparente fragilidad.

Katalba, gran brujo de Hallulla, entró con paso solemne en la choza del recién nacido, apartando a los curiosos con un movimiento de su cetro adornado de plumas. Se hizo el silencio. Además de las numerosas escarificaciones que estriaban su cuerpo, además de los amuletos de toda clase prendidos en las zonas sobresalientes del cuerpo, el chamán enarbolaba unas orejas de lóbulos agujereados, tan largos que colgaban sobre sus esmirriados hombros. Estupefacta, Tanis vio al brujo coger al recién nacido entre sus manos de dedos interminables, escupir encima de él, levantarlo hacia el techo de la choza y luego introducirlo en el lóbulo de su oreja izquierda. Mientras salmodiaba una ronca letanía acompasada con onomatopeyas, el chamán hizo pasar de ese modo al bebé por el singular anillo de su lóbulo extremadamente tensado. Curiosamente, el niño seguía mudo.

Le explicaron a Tanis que esta sorprendente ceremonia estaba destinada a proteger al niño de los demonios. Cuando hubo cumplido las funciones de su oficio, el brujo apartó a la multitud y se dirigió hacia la salida. De pronto, su mirada penetrante y severa se clavó sobre Tanis. La miró de hito en hito largo rato, luego la apuntó con un dedo inquietante y pronunció varias palabras que Lodingra tradujo:

—Katalba desea verte esta noche en su choza, princesa. Tiene que hacerte revelaciones.

Poco antes del crepúsculo, Tanis se dirigió a la choza del brujo, acompañada por Beryl y el marinero. El interior de la morada reveló una leonera inverosímil de frascos de terracota, de amuletos multicolores, de alfombras, de pieles, de calabazas pintadas o barnizadas, de huesos blanqueados. Reinaba un olor extraño, hecho de una sorprendente mezcla de aromas, de canela, de pimienta y de incienso. Sobre una alcándara había un pájaro de abigarrado plumaje, que lanzó un grito espantoso al entrar Tanis. Luego se puso a parlotear de la misma manera que el brujo.

—Pero si parece que este pájaro habla —dijo Beryl.

El brujo hizo un gesto de irritación y con tono seco invitó a Tanis a tomar asiento en una estera llena de polvo. Parecía una araña atareada y de mal humor. Contempló a la joven, meneó la cabeza y luego cogió una calabaza en la que se estancaba un líquido verdoso y espeso. Se llevó el recipiente a sus labios, y luego se lo tendió a Tanis, que vaciló. Se decidió a beber, por temor a molestar al anciano. La bebida era acre y amarga, de reflejos frutados, y en última instancia no resultaba desagradable. Poco después, un extraño calor se apoderó de sus entrañas, como si una fuerza extraña se apoderase lentamente de su cuerpo. Por un momento sintió pánico, pero luego el mundo volvió a componerse de forma distinta, nimbado por una transparencia misteriosa. Le pareció que se desdoblaba, que flotaba en un estado cercano a la ingravidez, se incrementó su sensibilidad y su espíritu pareció hincharse, impregnar toda la choza, y también la aldea.

Bajo sus ojos alucinados, el brujo tomó en sus manos desnudas unas brasas que había en un pequeño brasero. Las pasó a gran velocidad entre sus manos, y luego aferró con firmeza las muñecas de la mujer. Antes de que Tanis pudiera reaccionar, él deslizó las piedras enrojecidas en sus palmas, que cerró con un movimiento vivo. Por una razón incomprensible, no sintió ninguna sensación de quemadura. Luego el calor la obligó a abrir las manos. Sobre la arena cayó una lluvia de brasas, dibujando una constelación desconocida, sobre la que arrojó una pizca de un polvo blanco. Brotó una espesa humareda con unas fragancias a ajo que invadieron la nariz de Tanis. La penetrante mirada del chamán se concentró en los ojos de la joven, y el hombre se lanzó a un monólogo agitado y rápido casi imposible de seguir para el marinero.

—Dice… que hay unos signos extraordinariamente poderosos que te protegen. Pero también dice que unos espíritus demoníacos se unen a tus pasos para destruirte… porque amenazas el equilibrio establecido y… porque serás causa de una profunda perturbación. Ve que sobre ti pesa el crimen y la muerte. Debes prepararte para afrontar una prueba espantosa, que puede precipitarte por siempre en las tinieblas. La única manera de triunfar será… convertirte tú misma en la imagen de una diosa indomable… Pero debes desconfiar: esa diosa lleva dentro de sí misma su propia maldición, porque no es otra cosa que destrucción y odio… Se necesitará… la intervención de dos poderosas divinidades para impedirte naufragar en la nada.

—Simba… Simba —repitió el anciano.

—Creo que está invocando al espíritu del león —tradujo Lodingra.

El brujo masculló luego algunas palabras incomprensibles, después metió la mano en un morral de cuero, de donde sacó un collar también de cuero adornado con un amuleto formado por una tosca estatuilla representando a un enano de vientre enorme, con una pluma blanca atada. Se inclinó y pasó el collar alrededor del cuello de Tanis.

Luego lanzó una fría mirada a Beryl, para pronunciar a continuación unas palabras apenas audibles. El corazón de la egipcia se encogió de angustia. Antes incluso de que el marino hubiese traducido sus palabras, ella las había comprendido: sobre la joven acadia pendía el signo de la muerte.