Capítulo 71
A la mañana siguiente, Pianti irrumpió en los aposentos de Djoser.
—Señor, un importante ejército se dirige hacia Yeb.
Una repentina angustia ahogó a Djoser. Era imposible que el ejército de Nekufer estuviese ya allí. Pero Pianti precisó:
—Parecen nubios. Vienen de Kush.
Tras vestirse apresuradamente, Djoser se dirigió a las murallas de la ciudad. Una numerosa tropa había contorneado la primera catarata y hecho alto a distancia. Los dos fortines que controlaban la ruta del Sur se hallaban en estado de alerta. Los arqueros habían tomado posiciones sobre las murallas. Pero los nubios no parecían animados por intenciones belicosas. No tardó en salir del campamento una pequeña delegación que se dirigió hacia la ciudad, con un hombre de elevada estatura al frente: el nomarca Hakurna. Poco después, su antiguo adversario se presentaba ante él.
—Unos viajeros me comunicaron la muerte del Horus Sanajt, señor Djoser. También me dijeron que un hombre se había proclamado rey de Egipto robándote el trono.
—Es cierto.
—Me dijeron también que el nuevo rey exigía que le llevases mi cabeza, y que tú te has negado.
—Te di mi palabra, Hakurna. Nekufer es un usurpador. Debo combatir contra él y expulsarle del trono.
—Bien dicho. Por eso he venido a ofrecerte mi apoyo y mi alianza. Ha sido a ti a quien presté juramento de fidelidad. Para mí, a partir de este momento tú eres el único soberano de las Dos Tierras. Hemos consultado a los oráculos. A ojos de los nubios, tú eres la nueva encarnación de Hor-Nedj-Itef, el defensor de Osiris. Tu compañera, la bella Tanis, es Tasent-Nefert, la hermana perfecta. También es Nefert’Iti, la bella que ha venido. Con ese nombre designamos a la diosa-leona Sejmet a su regreso del desierto. Es otro rostro de Hator, diosa del amor y esposa de Horus. El hijo que nazca de vuestra unión será Panebtoi, el dueño de las Dos Tierras. Así han hablado los dioses a nuestros sacerdotes.
Tranquilizado, Djoser no respondió inmediatamente. La víspera ¿no le había dicho algo semejante el anciano sacerdote de Jnum? ¿Eran signos dirigidos por los néteres aquellos sueños misteriosos? En tal caso, debía obedecerles.
—Acepto tu generosa oferta, Hakurna —declaró por fin—. ¡Sed bienvenidos tú y los tuyos!
Ese mismo día, los nubios entraban en Yeb aclamados por la multitud. Con un arrebato de entusiasmo, los dos ejércitos que, poco antes, luchaban entre sí, confraternizaron en medio de la alegría. Sobre la terraza del palacio Jem-Hoptá, Djoser levantó los brazos para pedir silencio.
—¡Compañeros! Todos sabéis ahora que un usurpador se ha instalado sobre el trono de Horus. Ignoro si soy yo quien debe ocupar su lugar, pero de lo que sí estoy seguro es de esto: Nekufer no debe seguir siendo rey de Egipto. Envía su ejército contra nosotros. Por esto, todos debéis estar preparados. Vamos a dirigirnos hacia Mennof-Ra para combatir contra él. Sólo los dioses decidirán la suerte de la victoria.
Una formidable ovación le respondió.
Dos días más tarde, los guerreros embarcaban en los barcos que los habían traído del Norte pocos meses antes. En el barco almirante, Djoser, con el rostro sombrío, contemplaba la ancha cinta del río divino inundado de sol. Además de temer a las tropas de Nekufer, también temía tener que enfrentarse a las milicias de los nomos que iban a atravesar. El usurpador les había ordenado no concederle ayuda alguna. Quizá los nomarcas observasen una neutralidad estricta, debido al poder de su ejército. Pero entonces dejaría atrás unas tropas dispuestas a atacarle por la espalda cuando se encontrase frente a Nekufer.
Sin embargo, para su sorpresa, Behedu[44], capital del segundo nomo situado al norte de Yeb en línea recta, le recibió con una calurosa acogida. Según la leyenda, era en Behedu donde había nacido Horus, hijo póstumo de Osiris, asesinado por Set, pero resucitado por el amor de Isis.
La ciudad, rodeada de murallas, le abrió sus puertas sin dificultad. Djoser no sabía qué pensar. Era evidente que esperaban su llegada con impaciencia. Por las calles de la ciudad, una muchedumbre entusiasta se agolpaba a su paso para aclamarle y jurarle fidelidad.
El nomarca y los sacerdotes lo acogieron como a una nueva encarnación del Amo del cielo, el de las plumas multicolores. ¿No era el halcón encaramado en su hombro la señal evidente de la protección de Horus, el que alumbra el mundo con sus ojos?
—Luz de Egipto —declaró el sumo sacerdote del templo—, tus hijos se alegran de tu presencia. Saben que te dispones a librar batalla al dios rojo encarnado en la persona del usurpador Nekufer. Son muchos los que desean combatir a tu lado. No los rechaces.
—Al contrario, los necesito. ¡Que se unan a nosotros!
El santuario consagrado a Horus no era en realidad más que una modesta capilla de ladrillo, edificada en el lugar mismo donde, según la tradición, se había desarrollado el nacimiento divino. Adosado a él había un pequeño edificio, llamado mammisi, o casa del nacimiento, en el que habían representado a Isis dando de mamar a Horus niño. Maravillado por la belleza del lugar, Djoser se prometió mandar erigir en su lugar un templo cuyos planos trazaría Imhotep.[45]
Sin que ellos mismos se diesen cuenta, su leyenda precedía a Djoser y Tanis. Se conocían sus hazañas, que contaban por todas partes los guerreros y los viajeros. Estos últimos iban por delante del ejército anunciando su llegada en los sucesivos nomos. Poco a poco, los temores de Djoser se disipaban. Los gobernadores de cada ciudad les reservaban una hospitalidad calurosa. Como en Behedu, aclamaban en él al único sucesor verdadero del dios bueno Sanajt. Por todas partes, milicianos y campesinos ofrecían sus servicios. Poco a poco, el ejército fue enriqueciéndose con nuevos guerreros.
La fortuna de Imhotep, cargada en los tres barcos que seguían a la flota de guerra, mermaba poco con estas numerosas adhesiones. Sólo la fe impulsaba a hombres en edad de llevar las armas a ponerse al lado de aquel a quien consideraban como su dios vivo.
Este fervor empezaba a conmover a Djoser. Al principio había creído que aquella reacción se debía a la presencia de su ejército, al que no podían enfrentarse las débiles milicias de cada nomo. Pero las aclamaciones no eran fingidas, como tampoco lo era el odio que demostraban hacia Nekufer.
En Denderá, capital del sexto nomo, organizaron una gran fiesta en su honor. La ciudad albergaba un santuario dedicado a Hator, diosa del amor y esposa de Horus. La esposa misma del nomarca era la suma sacerdotisa. Después de haber depositado ofrendas a los pies de la divinidad, Djoser y Tanis se dirigieron a palacio, donde el gobernador los recibió como hubiera hecho con la pareja real.
Entre los titiriteros, prestidigitadores y otros exhibidores de animales se hallaba Ramois, un joven de una docena de años. Virtuoso de la flauta, encantó a Djoser, quien le propuso llevarle consigo a Mennof-Ra. El niño aceptó y fue a colocarse a su lado. La suma sacerdotisa de Hator vio en ese hecho un signo suplementario de la divinidad del príncipe y su compañera. ¿No decía la leyenda que Horus y Hator formaban junto con un niño músico llamado Ihy una tríada divina?
Hacía ya más de un mes que el ejército había salido de Yeb para subir hacia el norte. Después de Denderá, se dirigió hacia Tis[46], antigua capital del Alto Egipto. Era en esa ciudad-santuario donde, según la leyenda, fue enterrado el cuerpo de Osiris, dueño del mundo.
Mucho más poderosa que las ciudades anteriores, estaba en condiciones de ofrecer resistencia al ejército. Sin embargo, al igual que las demás abrió sus puertas a la llegada de Djoser. El sumo sacerdote del templo de Osiris le recibió en calidad de nuevo rey de Egipto.
En el transcurso de una ceremonia ritual, Djoser fue consagrado imagen viviente de Horus, décimo elemento de la Enéada, aquel que sintetiza por sí solo toda la obra de los néteres, y simboliza el retorno a la unidad primordial. Cuando apareció ante la multitud, con el Anj en su mano izquierda y un cetro real en la derecha, gritos de entusiasmo le saludaron.
Sin embargo, pese a ese entusiasmo, Djoser no podía dejar de pensar que sólo era su gloria la que le valía todos aquellos honores. En él seguía perviviendo la duda insidiosa, de la que no podía librarse.
—Las aclamaciones de un pueblo no bastan para hacer un soberano —dijo esa misma noche a Tanis lamentándose, cuando por fin se encontraron a solas.
—Ya no tienes derecho a dudar, oh Djoser. ¿No comprendes que la predicción del ciego del desierto sigue cumpliéndose? Caminas sobre la senda de los dioses. Horus te ha reconocido como hijo suyo.
—Me gustaría estar seguro, mi hermana bienamada. Hasta ahora, nadie se ha opuesto a nosotros. Pero las cosas serán distintas cuando nos encontremos frente al ejército de Nekufer. A pesar de la llegada de nuevos soldados, el suyo es mucho más poderoso que el nuestro.
—Los exploradores que has enviado no han descubierto nada. Nekufer todavía está lejos.
—Sólo hemos llegado al octavo nomo del Alto Egipto, que tiene veintidós. A partir de este momento el país queda dividido en dos, pero nosotros sólo controlamos una pequeña parte.
—No te comprendo —dijo Tanis con un suspiro—. Los egipcios te han demostrado su confianza. Si tú mismo dudas de tu confianza en Horus, él te abandonará.
—Creo en su poder. Pero no estoy convencido de que mi combate sea legítimo.
—Son los dioses los que quieren ese combate. Deberías preguntárselo.
Al día siguiente, Djoser se sinceró con Imhotep.
—Tanis tiene razón, hijo mío. Debes desterrar la duda de tu corazón. Te convertirás en un rey grandísimo. La prueba es que te niegas a dejarte cegar por esa gloria con que te colma el pueblo. Pero todavía tienes que tomar plena conciencia de lo que eres.
—¿Cómo puedo conseguirlo? A cualquier hora del día soy requerido por uno o por otro, por el nomarca, el sumo sacerdote, mis capitanes, e incluso las gentes del pueblo que quieren verme y tocarme. Tengo la impresión de ser llevado por la muchedumbre como por las olas del Nilo cuando crece. De noche, cuando por fin me encuentro a solas para disfrutar de unas pocas horas de sueño, trato de comprender lo que me ocurre. Pero nunca lo consigo.
—Sólo la soledad y la meditación pueden darte la respuesta.
Reflexionó un instante y declaró:
—Tal vez haya un medio.
—¿Cuál?
—Bajo el templo de Osiris existe una cripta llamada adyra. Sólo los iniciados pueden penetrar en ella. Deberías pasar ahí tres días y tres noches, sin bebida ni alimentos. Ahí los dioses te otorgarán la luz.
—Mi desaparición causará extrañeza.
—¡No! No olvides que el rey también es el sumo sacerdote de Egipto. Parecerá natural que te retires a un lugar sagrado para meditar antes de entregarte a combatir contra las fuerzas destructoras del dios rojo.
—¡Está bien! Haré lo que propones.
Al día siguiente, después de haber dejado el mando en manos de Semuré y de Pianti, Djoser se dirigió hacia el templo, donde el sumo sacerdote, avisado de su intención, le recibió rodeado de sus allegados.
Después de despojarse de sus ropas y quedarse con sólo un taparrabos corto, le llevaron a una larga galería excavada en la roca, debajo del templo de Osiris. Sólo unas pocas antorchas iluminaban el lugar con una luz escasa. Una sensación de frío mordió los miembros del joven. En el extremo de la galería se abrió una pesada puerta de madera, dando paso a una gruta de pequeñas dimensiones, desprovista de cualquier mobiliario. Sólo una estera permitía tumbarse en el suelo.
Djoser penetró en la caverna. A sus espaldas se cerró la puerta, sumiéndole en la oscuridad más total. Se sentó sobre sus piernas cruzadas en la estera. A pesar de las tinieblas, no sentía ninguna angustia. Después de verse rodeado por el tumulto desde su salida de Yeb, la perfecta paz del lugar supuso un gran alivio.
Durante las primeras horas no sintió los efectos de la privación. Luego, de forma insidiosa, unos dolores sordos empezaron a apoderarse de su cuerpo. Los expulsó mediante la concentración de su mente, como solía hacer cuando recibía una herida en combate. Pero volvían, atenazadores, opresores, impidiéndole concentrar sus pensamientos en otra cosa, A ratos sentía deseos de lanzarse contra la puerta para pedir agua, sólo un poco de agua. Entonces dentro de él mismo se alzaba una repentina cólera contra la debilidad de su cuerpo. Tenía que aguantar.
Se obligaba a mantener la boca cerrada, para mantener la poca humedad que aún le quedaba, pero sus labios estaban tan secos como la arena del desierto, y su lengua había adquirido la consistencia de la piedra pómez. El aire frío de la cripta que penetraba en sus pulmones se transformaba en lenguas de fuego.
Se le ocurrió la idea de morderse la propia carne para beberse la sangre; pero la rechazó mediante un violento esfuerzo de voluntad. Si no era capaz de soportar esa prueba, tampoco sería digno de subir al trono de Horus.
No sabía el tiempo que llevaba aislado en medio de las tinieblas. Una eternidad, sin duda. El mundo había dejado de existir a su alrededor. Tis había desaparecido, y con ella Egipto. Su garganta no era más que un brasero, un sufrimiento intolerable le acongojaba el estómago. Sin embargo seguía resistiendo.
A veces, extraños resplandores brillaban a su alrededor, fugaces y generados por su delirio. Tensando su voluntad, rechazaba el terror que le impulsaba a pedir ayuda. Debía vencer, luchar hasta que el sumo sacerdote fuese a buscarle. Sólo a ese precio descubriría la respuesta a sus preguntas.
Lentamente se dio cuenta de que los sufrimientos engendrados por el hambre y la sed resultaban soportables. Más allá de su delirio, en su mente se instaló una serenidad misteriosa. Tuvo la impresión de que su cuerpo y su espíritu se disociaban, que el segundo se separaba insensiblemente del primero para flotar por sí solo, impalpable, inmaterial. Habría deseado que delante de él apareciese la imagen del dios de cabeza de halcón, para interrogarle y recibir por fin aquella respuesta que deseaba con toda su alma. Pero no se manifestó nada. Tuvo un momento de desesperación. Luego a su memoria volvieron las palabras de su viejo maestro Meritrá:
«—Los néteres no son estatuas. Éstas no son más que sus representaciones, destinadas a los espíritus simples. Son principios de energía poderosos e invisibles. Se puede conocer su existencia. Pero para comprenderla, hay que abrirles la mente total, íntimamente, para formar uno solo con ellos.»
Entonces Djoser abrió su mente…
Poco a poco fue teniendo la sensación de una presencia extraordinaria, hecha de mil más, una multitud que se fundía en una sola. Como si se hubiese desdoblado, percibió, más allá de la roca, la energía vital que palpitaba en la ciudad cercana, el rumor del río divino cuyas sombrías aguas fluían en la distancia. Sintió que un lazo invisible y poderoso le unía, le encadenaba a cuanto le rodeaba. Su vida misma adquirió otro sentido. Ya no era un cuerpo aislado. Participaba de un conjunto mucho más vasto, un universo de la dimensión de la infinita divinidad, regido por una armonía perfecta. Así tomó conciencia de la realidad extraordinaria de lo que se llamaba la Ma’at.
Una exaltación nueva se apoderó de él. A través de sus labios resecos, dijo:
—¡Oh Meritrá! He hecho el camino del Iniciado. ¡Yo soy Ma’at-jeru! ¡Yo soy Ma’at-jeru!
Ahora sentía con toda claridad la fuerza extraordinaria del Dueño del Cielo impregnando todo su espíritu. Los sueños de los sacerdotes se cumplían. En su mente todo empezó a funcionar.
Tanis había comprendido las cosas. Porque Djoser dudaba, porque había permanecido ciego a los numerosos signos que le habían dirigido los dioses, y que sin embargo saltaban a la vista. Entre ellos dominaba el del halcón sagrado que había salvado, Sakkara. El halcón, el animal símbolo de Horus. Pero había otros.
Hasta la desaparición de Sanajt, no había sido otra cosa que un guerrero obediente a las órdenes. Sin embargo a veces se había manifestado un oscuro poder que le había impulsado a ir más allá de su rango para defender los intereses de personas a las que había tomado a su cargo. Su autoridad natural le había permitido influir en la política del rey hacia los egipcios no nobles. Pero ¿quién le había ofrecido esa autoridad sino los dioses mismos?
El anciano del desierto no había mentido. Tanis y él habían caminado sobre la senda de los dioses, habían soportado adversidades y sufrimientos, y habían triunfado. De esas experiencias, ambos habían salido más enriquecidos y desarrollados, más prudentes y lúcidos.
Tanis simbolizaba el amor, lo mismo que la bellísima Hator de las cuatro caras. Hator, la esposa y la madre; Bastet, diosa del amor tierno; Uadjet, la mujer maravillosa y seductora, y sobre todo Sejmet, la terrible leona cuyo aliento podía destruir países enteros. Hator, la esposa de Horus…
Él no era nada sin la presencia de Tanis a su lado. Lo mismo que Hator estaba unida a Horus, Tanis debía convertirse en su esposa.
Ahora veía más lejos todavía. Un peligro planeaba sobre Egipto. Entonces comprendió que debía desempeñar un papel importante para mantener el equilibrio amenazado. Nekufer no era digno de reinar. Siempre había intrigado para instaurar el culto único de Set en Mennof-Ra. Mientras que él mismo, Djoser, deseaba el restablecimiento del culto de Horus. Debía combatir a las legiones del otro dios. Pero ¿no reflejaban sus futuras luchas un nuevo enfrentamiento entre las dos divinidades antagónicas?
Una energía formidable impregnaba hasta la menor fibra de su carne. No tenía derecho a rechazar un destino que los néteres le habían atribuido. No era por él por quien debía combatir, sino por el Egipto entero. Él era Egipto, del que haría un país poderoso, a imagen de los dioses que lo gobernaban.
La pérfida duda que le roía había desaparecido. A partir de ese momento era el soberano legítimo de las Dos Tierras, y comprendía totalmente lo que eso significaba. Ese poder absoluto no era un derecho, sino un deber, el deber de entregarse por entero al pueblo que le había elegido para dirigirle, porque ese pueblo creía en él, en su generosidad, en su justicia, en su poder. Imágenes centelleantes brotaban en él, en las que veía desfilar todas las ciudades que había atravesado desde Mennof-Ra, ciudades escalonadas a lo largo de la cinta prodigiosa del río-dios. Vio aparecer templos, murallas, edificios desconocidos y misteriosos, todo aquello que su espíritu había soñado desde su edad más temprana, y que metamorfosearía el rostro del Doble-Reino. Con Tanis fundaría una nueva dinastía que marcaría el país con su sello.
Imhotep no le había mentido. Los dioses le habían dado la respuesta que deseaba: en él vibraba el espíritu maravilloso de Horus.
Mucho más tarde tomó conciencia de que un resplandor acababa de aparecer en el corazón de la noche. La pesada puerta de la cripta se había abierto, dando paso a unas siluetas difusas. La luz de una antorcha lo cegó por un momento, pero luego reconoció a Merekura, el sumo sacerdote. Trató de incorporarse, pero sus piernas le negaron su apoyo. Como en un sueño, sintió que le metían en la boca un caldo que le provocó náuseas. Sin embargo, poco a poco, las fuerzas volvieron a su cuerpo extenuado.
Con pasos lentos salió por fin de la sombría cripta. Un sentimiento de plenitud impregnaba todo su ser. Había triunfado. Una vez llegado al templo, murmuró:
—Escúchame, Merekura. Me he reunido con los dioses del firmamento. Yo soy Horus, el grado supremo, la perfección trascendente, la Luz del Alma. Mi única preocupación es la belleza de mi vuelo.
—Tu vuelo será magnífico, oh Sol de Egipto —respondió el anciano sacerdote—. Ya lo es.
Luego se prosternó ante él, e inmediatamente fue imitado por sus compañeros.
Cuando se levantó, declaró:
—En este día, Egipto tiene un nuevo soberano.