Capítulo 47

Cuando Tanis despertó, le costó recordar el lugar donde se encontraba. A su memoria acudían fugaces visiones de batallas y divertidas borracheras, asociadas a la imagen de un rey tonante que la había invitado a su palacio. El resto permanecía confuso. Sentía pastosa la boca; guiñó los ojos y en una bruma dolorosa reconoció la confortable habitación a la que Beryl y ella habían llegado con la aurora, guiadas por discretos esclavos provistos de lámparas de aceite. Zarandeó a su compañera, derrumbada a su lado, se arrastró hasta la ventana y pudo comprobar que Ra ya había realizado más de la mitad de su carrera.

Se dirigió hacia la sala de baños contigua, donde se roció con agua fresca. Dueña ahora de sus ideas, se hizo la observación de que tenía cierta tendencia a abusar de la bebida desde que había atravesado el Diluvio en el barco de Ziusudra. Sonrió al recordar al anciano achispado bailando descalzo en medio del barro. Tampoco a su propia llegada a Uruk le faltaba originalidad. Pero se había hecho amiga del rey Gilgamesh, que iba a proporcionarle información sobre Imhotep. Y eso bien valía un ligero dolor de cabeza.

Poco después se presentaron varias sirvientas muriéndose de risa para proponerle un baño y masajes que Tanis aceptó con alegría. Después de ponerse la magnífica túnica de lino blanco que le había regalado Mentucheb, pidió ser guiada a presencia del rey. La llevaron hasta su despacho. Gilgamesh ya estaba allí, rodeado por sus consejeros. Cuando la joven fue anunciada, el rey la acogió con una amplia sonrisa. Aparentemente había soportado mejor que ella la juerga de la víspera.

—Nobles señores —dijo a sus consejeros—, ésta es la princesa Tanis, hija de Imhotep, el gran amigo de mi padre.

Los consejeros se inclinaron ante ella y luego se retiraron. Gilgamesh rodeó a Tanis por los hombros y la llevó junto a la ventana que daba a la ciudad. Al pie del palacio se extendía una gran plaza animada. Entre los tenderetes ganduleaba una multitud de curiosos de todos los orígenes. Sus gritos y sus llamadas se fundían en un rumor alegre y móvil, semejante a los latidos de un corazón prodigioso, a la respiración misma de la ciudad. Numerosos olores se elevaban de las calles, perfumes de incienso, aromas de flores y de frutas, agresivos relentes de alcantarillas a pleno cielo que se abrían en el centro de las callejuelas, aromas cálidos de las tinajas de especias…

Tanis sintió un repentino y profundo afecto por aquella ciudad fantástica y colorida donde, por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentía a gusto.

—Desde esta mañana estoy pensando en ti y en tu historia —dijo el rey—. Lamento no poder anunciarte que tu padre sigue entre nosotros. Pero hace casi seis años que se marchó. Fue poco después de la muerte de mi padre, Enmerkar, de quien era el amigo más fiel. Todavía recuerdo sus palabras: me dijo que, a pesar del cariño que sentía por mí, le entristecía demasiado seguir viviendo en una ciudad donde mi padre ya no estaba.

—¡Háblame de él! ¿Cómo era?

—¡Por Enlil, habría tantas cosas que decir! Cuando llegó a Uruk, una docena de años atrás, yo apenas era un adolescente. Pero me acuerdo muy bien: era un hombre muy prudente y sabio. En esa época, mi padre sufría una enfermedad perniciosa que sus médicos eran incapaces de curar. Imhotep puso sus conocimientos al servicio de Enmerkar, y logró acabar con la dolencia. En señal de agradecimiento, mi padre le convirtió en su principal consejero. El tiempo les unió más que si hubiesen sido hermanos. Recuerdo sus largas conversaciones, y todavía oigo el eco de sus carcajadas. Porque eran dos buenos vividores, que amaban la vida y gozaban de ella lo mejor posible. Me gustaría que la amistad que nuestros padres sentían el uno por el otro…

Hizo una breve pausa y luego continuó:

—Imhotep aportó mucho a Uruk. Por consejo suyo se consolidó la muralla que la protege. También hizo los planos del nuevo templo dedicado a Innana, nuestra diosa del amor, con sus columnas coloreadas. La amplitud de sus conocimientos era sorprendente. Se informaba de todo, recibía a los astrólogos, a los médicos, a los canteros, visitaba a los artesanos, comparaba su trabajo con el de los obreros de Egipto… Había algo… mágico en él. Sabía mirar las cosas de forma distinta a cada uno de nosotros, descubrir la belleza, las formas, el equilibrio. Amaba la vida y las flores. Para él, el mundo era una fiesta perpetua, una especie de sueño que con unas palabras podía transformar a su antojo. Sí, desde luego era un mago.

—Pero se marchó…

—Deseaba visitar el País de los Inciensos, muy lejos, hacia el sur. Una mañana, subió a bordo de un barco que iba a comprar marfil y ébano. Desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas. Pero sé que pensaba volver a Egipto. Muchas veces evocaba el recuerdo de tu madre. La describía tan bien que tengo la impresión de conocerla. Ayer, cuando apareciste, habría debido sospechar que eras su hija. Pero mi mente estaba alterada por los últimos acontecimientos, y por la presencia de una indeseable.

—¿Quién se atrevería a turbar la paz de tu corazón, oh Gilgamesh?

Iba a responder cuando fuera de la sala retumbaron unas carcajadas.

—No tardarás en saberlo. La demonio ya ha vuelto —rezongó Gilgamesh.

Las puertas se abrieron para dejar paso a una mujer magníficamente vestida, que avanzaba con la certeza de que nadie se atrevería a enfrentarse a ella. Estupefacta, Tanis reconoció a Ishtar. La mirada negra de ésta se heló al ver a Tanis. Pero no tardó en recuperar el dominio sobre sí misma. Una mueca de desprecio deformó su boca.

—Señor Gilgamesh, ahora empiezo a comprender por qué no te inspira demasiado la idea de casarte conmigo. ¿Debo deducir que prefieres la piel blanda y los olores fuertes de las egipcias?

—Estás insultando a mi invitada —rugió él.

—¿Tu invitada? Una puta a la que has metido en tu cama —siseó Ishtar con desprecio.

La injuria era tan inesperada que cortó la respiración de Tanis. La oleada de rabia que la invadió se trocó en repentinas ganas de reír. El comportamiento de Ishtar era demasiado grotesco. Furiosa, ésta prosiguió:

—¡Tú te mereces algo mucho mejor que eso!

—¿Ah, sí? ¿Tal vez una ramera de tu especie? —exclamó el rey, irritado.

Avanzó hacia ella como un toro. Pero, aunque le sacaba tres cabezas, Ishtar no retrocedió. Con la cara roja de cólera, parecía una pantera dispuesta a arañar. Gilgamesh se plantó frente a ella, cruzó los brazos y tronó:

—¿Crees que voy a rebajarme a desposar a una hembra conocida en todos los reinos de Sumer y de Akkad por el número de amantes con los que se ha revolcado en el fango? En vez de ser una princesa de sangre real, eres una infame buscona a la que no querría tocar en toda mi vida. Antes prefiero las putas de los puertos, porque ellas no tienen tu arrogancia ni tu orgullo.

Petrificada, a Tanis le habría gustado desaparecer.

—¿Y en qué puerto has ido a pescar a ésta? —respondió Ishtar clavando unos ojos cargados de odio sobre la joven.

—¡Calla, víbora! —gritó Gilgamesh—. Ni siquiera eres digna del polvo que ella pisa. ¡Te ordeno que salgas inmediatamente de Uruk y no vuelvas nunca!

—¡Mi hermano te despellejará vivo por las palabras que acabas de pronunciar! —escupió Ishtar.

—¡Tu hermano estará encantado cuando sepa las vergonzosas propuestas que te has atrevido a hacerme, ramera inmunda!

—¿Por qué piensas que va a creerte, imbécil?

Gilgamesh alzó una mano por encima de su cabeza. Ishtar retrocedió.

—No olvides que estoy aquí en calidad de embajadora —respondió ella con voz menos segura.

—¡Desaparece de mi vista, hiena hedionda!

Con ojos brillantes de rabia, Ishtar salió de la sala, lanzando al pasar una patada al esclavo portero que no tuvo reflejos suficientes para apartarse. Cuando hubo desaparecido, Gilgamesh recuperó el aliento.

—¡Hasta los dioses saben cuánto me gustan las mujeres, Tanis! —dijo—. Pero esta fiera resume por sí sola todo lo que en ellas puede haber de más infame.

—¿Por qué tanta rabia, señor?

—Esta mujerzuela histérica se presentó ante mí hace tres días, enviada por su hermano Aggar. Estaba encargada de transmitirme sus exigencias, que ya conoces. Pero inmediatamente después me propuso traicionar a ese hermano al que odia convirtiéndose en mi esposa. Decía que su hermano la trataba como a una perra.

—Es cierto que Aggar la ha humillado públicamente —confirmó Tanis—. Yo estaba presente.

—¿Cómo quieres que meta en mi cama a una mujer cuya perversidad conoce todo el país e incluso es pública más allá de las fronteras? Pretendía que formase un ejército y fuese a someter Kish antes de que sus tropas estuviesen preparadas. Exigía nada menos que la cabeza de Aggar y la de todos los enemigos que se ha ganado allí. Por supuesto, he rechazado su oferta. Tengo muchos motivos para desconfiar de una mujer dispuesta a traicionar a su hermano y a su ciudad. Conozco su reputación de depravada. A partir del momento en que me negué, no ha dejado de acosarme. Ha llegado incluso a desnudarse delante de mí. Anoche la encontré metida en mi cama. Por eso me marché de palacio.

Gilgamesh se dejó caer en un sillón, que crujió bajo su peso. Tanis fue a sentarse a su lado. La inusual personalidad de Gilgamesh la seducía. Excesivo, bebedor, lenguaraz, mujeriego, también sabía dar muestras de una gran lucidez.

—Esta puta es una calamidad —dijo—. Sólo sueña con conquistas y suplicios.

—Y mandó que me asesinaran —añadió Tanis.

—¿Cómo ocurrió?

Tanis le contó el ataque de que había sido víctima, y la intervención de Enkidu. El rostro de Gilgamesh se iluminó.

—Ese gigante es un hombre valiente. Nunca te agradeceré bastante haber sido tú la ocasión de conocerle.

—Enkidu ha prometido matarla si me atacaba. Sería mejor que no se enterase de la presencia de Ishtar en palacio.

Gilgamesh sonrió.

—No permanecerá mucho tiempo. Antes de esta noche, deberá haber abandonado Uruk. Pero atizará el odio de su hermano contra mí.

—Aggar no tiene mucha confianza en su hermana.

—Si me niego a someterme, estallará la guerra entre nuestras dos ciudades.

Tanis puso su mano sobre el brazo de Gilgamesh.

—Tal vez el conflicto no sea ineluctable. Traté de disuadir al rey de Kish proponiéndole un pacto de alianza comercial con todas las ciudades de Sumer y de Akkad.

—Una especie de liga de negocio…

—Todos saldrían ganando, señor. Sumer no constituye un verdadero imperio, sino un conjunto de ciudades desgarradas por pequeñas guerras que perturban el comercio y destruyen las cosechas. En otros tiempos, antes del advenimiento del gran Horus-Menes, también Egipto estaba dividido así en múltiples reinos.

Gilgamesh movió la cabeza.

—Una liga comercial… —prosiguió, pensativo—. Tu sugerencia me parece inteligente.

Alzó los ojos hacia ella.

—Eres una mujer sorprendente, Tanis. Todas estas cosas no deberían turbar la mente de una muchacha tan hermosa. Sobre todo porque no afecta para nada a tu país.

—Señor, he pasado por suficientes adversidades como para comprender que los hombres sufren igual, sea el que sea su país. Las guerras son nefastas. Muchas veces son cosa de un puñado de individuos que buscan en ellas su propio interés. Los verdaderos combates que los pueblos deben hacer se sitúan en otro plano. Tienen que enfrentarse a las inundaciones, al hambre, a las epidemias, a la sequía, a las tempestades, a las nubes de langostas.

—¿Piensas que sería más prudente admitir la soberanía de Aggar? —repuso Gilgamesh atónito.

—¡No, señor! Si es él quien provoca esta guerra, habrá que defender Uruk. Pero Aggar está guiado por un ideal. Quiere unificar Uruk como hizo Menes con las Dos Tierras. Debe ser posible hacerle admitir que la creación de una liga que agrupe a las ciudades del Norte y el Sur sería una proeza mucho más grandiosa que una guerra estúpida que debilitaría vuestras dos ciudades. Pero para eso debemos mostrarle el poder de Uruk, y formar un ejército capaz de recibirle.

—Entonces, tengo que preparar la guerra…

—Para garantizar la paz.

Gilgamesh la contempló con admiración.

—Tal prudencia en la cabeza de una mujer tan joven… —terminó diciendo—. Si no supiese que amas a un príncipe de Egipto, te habría pedido casarte conmigo, Tanis.

—Tu proposición me halaga y me honra, señor. Pero no puedo aceptarla. No he perdido la esperanza de volver a ver un día a Djoser. A pesar del tiempo y de los sucesos que nos han separado al uno del otro, me parece que nunca le he querido tanto.

Gilgamesh cogió entre sus gruesos puños las delicadas manos de Tanis y declaró con cierta pena:

—Feliz el hombre al que ama una mujer tan hermosa y tan fiel. Tengo envidia de tu Djoser. —Se apartó bruscamente y añadió—: Bueno, ahora tengo que reunir ese ejército que debe evitarnos la guerra. Pero no será cosa fácil.

—¿Por qué? Eres el lugal de Uruk.

—Eso es verdad. Pero no creas que soy el dueño absoluto. Necesito la aprobación de dos asambleas. La primera, la de los Ancianos, representa a los grandes terratenientes. Sé que serán favorables a la sumisión, porque temen ver sus haciendas devastadas por los combates. La Asamblea de Hombres Libres, por el contrario, no aceptará la rendición sin combatir.

Adoptó una posición familiar, con el puño izquierdo colocado sobre la cadera y la barbilla descansando sobre la mano derecha. Como si hablase consigo mismo, prosiguió:

—Por desgracia, el acuerdo de los Ancianos es con mucho el más importante. Poseen la mayor parte de las riquezas de la ciudad. Sin ellos no puedo hacer nada.

—¿A quién llamas tú Hombres Libres?

—A los artesanos, obreros, mercaderes y barqueros. No tienen nada que ganar con una dominación extranjera. Es cierto que Kish se ha convertido en la ciudad más poderosa de los reinos del Norte del valle. Es la principal rival de Uruk, que ejerce una influencia preponderante sobre las ciudades del Sur y domina la salida hacia el Abzu.

—¿Qué es el Abzu?

—El mar meridional. Por esa salida nuestros navíos comercian con el país de Punt, con las naciones del Lejano Oriente y con Egipto. Mucho más lejos, en dirección sur, se dice que lleva hacia Kur, el reino de los muertos.

—Uruk ha sufrido graves daños a raíz de las inundaciones —declaró Tanis después de un silencio—. Pero también Kish ha sufrido.

—A Aggar no le importa. Le conocí en la época en que todavía reinaba mi padre. Es un ser devorado por la ambición. ¡Lo mismo que su hermana!

—A mí me parece más sensato que ella. La idea de una alianza le hizo reflexionar. Pero sufre la influencia de Ishtar. Si conseguimos convencerle de la grandeza de un proyecto semejante, creo que se dejará doblegar.

—Que los dioses te oigan, Tanis —dijo Gilgamesh levantándose.

Gilgamesh no se había engañado por lo que se refería a la reacción de las dos asambleas. Si los Hombres Libres se pusieron de forma unánime al lado de su lugal para, como decían, golpear a Kish con sus armas, los Ancianos, por el contrario, se perdieron en largas conversaciones y en pequeñas intrigas cuyo resultado fue que lo más prudente en su opinión era aceptar la soberanía de Aggar.

—Hemos sufrido demasiado con las inundaciones, señor —dijeron—. Una guerra destruiría nuestras cosechas, y vendría la hambruna.

—La hambruna no les importa nada —gruñó Gilgamesh cuando volvió a verse con Tanis—. No les impedirá vender sus granos en Kish, con sustanciosas ganancias.

—Entonces haz caso omiso de su rechazo, señor —sugirió ella—. Si el pueblo de Uruk te sigue, ¿qué te importan los grandes terratenientes?

—Son ellos los que poseen la riqueza.

—Cualquier hombre sano es lo bastante rico para armarse a sí mismo. Y te han hecho saber que estaban dispuestos a luchar. ¡Apóyate en su lealtad y no en la hipocresía de los terratenientes! No serán éstos los que vayan al combate, ¿verdad?

Enkidu, que asistía a la entrevista, insistió:

—Dama Tanis tiene razón, señor. Todo hombre libre, artesano o campesino, desea luchar a tu lado. Nunca encontrarán un jefe mejor que tú. Tu presencia los galvanizará.

—¡Por los dioses! —exclamó Gilgamesh entusiasmado—. ¿Por qué no tengo a mi alrededor consejeros tan sagaces? Haré lo que me has sugerido. Ese perro de Aggar se llevará una mala sorpresa.[33]

Durante los días siguientes, la fiebre se apoderó de la ciudad. Herreros y armeros trabajaron sin descanso para fabricar nuevas armas, hachas de piedra, arcos y flechas, puñales y espadas batidas en esa aleación nueva que se llama bronce.

Se ofrecieron sacrificios de animales a la diosa Innana en su templo, el más hermoso de Uruk. En compañía de Gilgamesh, Tanis subió las escaleras que llevaban hacia el imponente edificio. Siguiendo la procesión de los sacerdotes, penetró en el santuario con una idea en la cabeza: ese templo había sido ideado por aquel padre al que no conocía. Tenía la sensación de descubrirle a través de su obra. Maravillada, pensó que el mismo Egipto no contaba con un monumento tan impresionante. El techo estaba sostenido por inmensas columnas de cuatro codos de diámetro, adornadas con conos rojos, negros y blancos. El techo se alzaba a más de veinte codos. La entrada del templo desembocaba en una sala más importante, en la que oficiaban innumerables sacerdotes que llevaban la inevitable barba perfumada. Al fondo de la sala iluminada por altas ventanas se alzaba una gigantesca estatua de la diosa Innana, cuyo rostro era una máscara de mármol blanco con ojos de lapislázuli. Además de los animales ofrecidos a Innana, Gilgamesh había ordenado fabricar a sus orfebres más hábiles dos magníficas tinajas en las que habían representado ofrendas consagradas a la diosa.[34]

Poco a poco, Uruk se preparaba para el enfrentamiento. Si una parte de los habitantes de la ciudad sentía cierto miedo ante la idea de la próxima llegada de un ejército invasor, el entusiasmo del rey había ganado a todos los hombres en condiciones de sostener un arma. Había incluso quienes deseaban que el enemigo llegase cuanto antes.

Una mañana, los exploradores alertaron de su cercanía.