Capítulo 10
En los aposentos de Djoser, la joven se tomó un tiempo mientras se quitaba el traje de escena antes de presentarse ante el rey. Las esclavas la bañaron, la ungieron de aceites perfumados, la maquillaron y luego le pusieron su vestido más hermoso. Una falda de lino de un blanco transparente revelaba la finura de sus piernas, mientras una capa corta con bocamangas de oro anudada muy abajo dejaba adivinar el perfil perfecto de su pecho. Adornada con un magnífico collar de oro y con una diadema de plata con malaquita, cuyo verde destacaba su larga melena morena, Tanis parecía la encarnación de la diosa de múltiples caras a la que había prestado su voz y su cuerpo.
—Nunca has estado tan bella, oh hermana mía —dijo Djoser cuando Tanis apareció por fin—. El brillo de tus ojos recuerda el de las estrellas.
Con diecisiete años, Tanis no tenía rival en la corte de Horus. Las demás mujeres, llevadas por la glotonería más hacia los pasteles y otras dulzuras que hacia la caza o la pesca, mostraban demasiado pronto unos cuerpos hinchados. Ante una belleza como la suya, el rey no podría hacer otra cosa que inclinarse y concederles lo que deseaban. ¿No había salvado Djoser al rey de la muerte dos días antes? Y hoy mismo, Tanis había conquistado definitivamente el corazón de los habitantes de la ciudad y la corte encarnando brillantemente a la diosa Sejmet.
Confiado y lleno de orgullo, Djoser, con la mano de Tanis en la suya, la llevó hacia los enormes jardines de palacio, donde el rey recibía a sus cortesanos.
A la orilla del estanque artificial había una multitud de mesas bajas de piedra adornadas con platos de carnes asadas: gansos, bueyes, codornices, garzas, cisnes y pichones. Otras ofrecían frutas, galletas y pasteles aromatizados con miel. Una nube de lacayos decididos y de servidores se apiñaba alrededor de los grandes señores y de sus esposas y concubinas, portando abanicos y sandalias. Los nobles eran en su gran mayoría terratenientes que en ocasiones vivían en otros nomos, pero habían hecho el viaje por barco para venir a saludar a su majestad. Desde la muerte de Jasejemúi, dos meses antes, se habían producido toda suerte de pequeñas intrigas cortesanas para conseguir cargos honoríficos codiciados como director de ropajes, blanqueador jefe, gran encargado de coladas del rey, y sobre todo Guardián de la diadema, que había recaído en Fera. A él le correspondía la guarda de la Doble Corona roja y blanca. Gracias a ese título, podía pretender ser calificado de pariente de Horus y frente de su dios, y contar con una corte propia.
La indumentaria de los cortesanos ofrecía a la vista una sinfonía de colores tornasolados, donde dominaban el verde y el rojo, así como innumerables joyas de marfil, de oro y, sobre todo, de plata, metal más raro todavía que el oro en esa época.
En diferentes puntos, danzarinas desnudas se entregaban a evoluciones lascivas al son de las arpas y las flautas, para mayor placer de los invitados. En otras partes, los luchadores rivalizaban en fuerza.
Enfrente del estanque, en el que se reflejaban los ocelos luminosos de las lámparas de aceite colocadas sobre pies, se había instalado el trono real. Era un asiento cúbico de cedro equipado con brazos en forma de cabeza de león, y provisto de un respaldo bajo y de cojines de cuero.
Con el torso envuelto en vendas, Sanajt acogía uno tras otro a los altos personajes del imperio. A pesar del sufrimiento que podía leerse en su rostro, mantenía el cuerpo erguido. No había dejado la doble corona. Fera permanecía a su lado, siempre tan cauteloso. A unos pasos, Nekufer observaba a la concurrencia con rostro sombrío. Su ojo de águila espiaba los gestos de todos, anotaba los encuentros, daba órdenes a sus espías.
Cuando Djoser y Tanis aparecieron, todo el mundo calló y los rostros se volvieron hacia ellos. Los dos jóvenes avanzaron hacia el trono y, siguiendo la costumbre, se arrodillaron para besar la tierra delante de los pies del rey. Éste miró a la pareja, mientras una fina sonrisa estiraba sus labios delgados.
—Sé bienvenido, hermano mío —dijo por fin Sanajt—. Tu soberano te está agradecido por haberle librado de la muerte hace dos días. Una vez más has demostrado tu valor y tu coraje.
Djoser se incorporó, imitado por Tanis.
—La vida de mi rey es sagrada para mí, oh Luz de Egipto…
—Mi deseo por tanto es recompensarte.
El corazón de ambos jóvenes empezó a latir más deprisa. El monarca parecía decidido por fin a concederles lo que tanto deseaban. Sanajt prosiguió:
—El general Merura me ha confiado tu deseo de tomar el mando de una guarnición, y nos parece que eres completamente digno. Por lo tanto, tendrás ese mando.
Djoser inclinó la cabeza.
—El servidor que aquí ves da las gracias a su rey.
Sanajt sonrió de nuevo, luego se volvió hacia Fera, indicando claramente así que la entrevista había terminado. Desconcertado, Djoser insistió.
—Oh noble rey, hay otra cosa para la que tu servidor querría obtener también tu consentimiento.
Sanajt le miró, fingiendo sorpresa.
—¿Qué pasa? ¿No es eso lo que deseas?
Djoser hubo de hacer un esfuerzo para reprimir el principio de cólera que le invadía.
—No, oh gran rey. Deseo que Tanis se convierta en mi esposa. Ya lo sabes. Y solicito de tu benevolencia que tú mismo fijes la fecha de nuestro matrimonio.
Sanajt hizo una pausa. La mirada sombría de su hermano desmentía su actitud respetuosa. La autoridad natural que de él emanaba provocó en el rey un extraño malestar. Durante un brevísimo instante, estuvo a punto de ceder. Pero un brusco acceso de rabia le dominó. ¿Cómo osaba exigir aquel individuo más de lo que el Horus le había concedido? Pero a las palabras les costaba salir de su boca. Sanajt apretó los dientes, hizo acopio de todo su coraje y soltó con una voz neutra:
—Eso no te lo puedo conceder.