Capítulo 19

Tanis era buena nadadora. Su única posibilidad de escapar a sus perseguidores consistía en permanecer el mayor tiempo posible bajo el agua, y en subir a la superficie para hacer una inspiración profunda. Gracias a la luz rasante del alba y a los remolinos provocados por el viento del norte, esperaba que los otros no la viesen.

Aunque su barca estaba más cerca de la orilla oriental, se dirigió hacia la ribera opuesta, cubierta por una vasta extensión de papiros. Pero su saco de cuero no facilitaba su avance, y hubo de resignarse a abandonarlo. Una vez que se liberó de él, avanzó más deprisa. No había observado presencia alguna de cocodrilos en aquellos parajes, pero eso no quería decir nada. Tal vez había uno merodeando por las profundidades. Temía sentir en cualquier momento unas fauces implacables cerrarse sigilosamente sobre ella. Pero no tenía elección. Y tampoco podía rendirse.

A sus oídos llegaron unos chillidos de espanto, amortiguados por las aguas blancas. Salió a la superficie. Los guardias se habían zambullido en el sitio donde se había deshecho de su saco, y un grupo de saurios los había agredido, procurando a Tanis un respiro inesperado. Aterrorizados por el espectáculo, los guardias que permanecían a bordo no la vieron. Tanis se sumergió otra vez.

Finalmente, casi sin aliento, alcanzó la cortina de papiros, entre los que se deslizó en silencio con cuidado de no asustar a los pájaros. Luego aventuró una mirada ansiosa en dirección a las embarcaciones enemigas, que se habían acercado peligrosamente. Pero la carnicería monopolizaba la atención de los guerreros. Escondida entre los largos tallos de esmeralda, asistió a la lucha desesperada del último guerrero y un cocodrilo monstruoso. El hombre había conseguido aferrarse a una falúa cuando lanzó un grito de dolor. Sus compañeros consiguieron sacarle del agua, pero una de sus piernas había desaparecido.

Un terror retrospectivo hizo estremecerse a Tanis, espantada, mientras el corazón se le salía del pecho. Una suerte inverosímil la había protegido. Un momento antes, las mandíbulas de los saurios se habrían cerrado sobre ella. La dominó una arcada irresistible. Agotada por la angustia y por el esfuerzo que acababa de hacer, se puso a vomitar. Luego permaneció largo rato postrada, sin atreverse a hacer ni un movimiento. Si trataba de adentrarse en la maleza, las miríadas de ibis y de grullas que en ella se escondían echarían a volar denunciando su presencia. Debía esperar a que sus perseguidores se marchasen. Pero temía la llegada repentina de otro reptil.

Oculta tras la pantalla de vegetación, vio a los barcos guerreros llevados por la corriente acercarse a su falúa y abordarla. Miradas ávidas seguían escrutando la superficie. Llevadas por el agua, a sus oídos llegaban con claridad las órdenes del capitán. Lanzó un suspiro de alivio cuando comprendió que la creían muerta, devorada como los guardias por los cocodrilos. Como prueba, el capitán quería su saco de cuero, que habían recuperado. Por fin las embarcaciones dieron media vuelta, y las llamadas de los guerreros se perdieron en el viento.

Supo Tanis entonces que estaba a salvo y lanzó un suspiro de alivio. Desde ahora, Nekufer dejaría de buscarla. Esperó a que los barcos estuviesen fuera del alcance de su vista y luego, muy despacio, se deslizó reptando por el corazón de aquella espesura verde en la que los rayos del sol penetraban por los claros del bosque. Como había supuesto, su avance desencadenó el vuelo de varias decenas de pájaros asustados, en medio de una algarabía de batir de alas y chillidos. Pero el enemigo estaba ahora demasiado lejos para verlo.

Por fin llegó a una lengua de arena más clara, que bordeaba la orilla elevada sobre el río. Entonces se derrumbó, extenuada de fatiga. Apenas sintió las lágrimas ardientes que corrían por sus mejillas. Le obsesionaba la cara de su fiel Yereb. Desde que era una niña, aquel negro alto no se había apartado nunca de su lado, guiando sus primeros pasos y enseñándole las primeras palabras. Llevaba consigo un poco del reflejo de la sabiduría de su padre, Imhotep, de quien había sido esclavo antes de ser regalado a Merneit. Yereb era más que su sirviente. Era su confidente, su protector, su amigo. Pero la muerte se lo había llevado. Ahora se encontraba irremediablemente sola.

El lugar en que se encontraba estaba desierto. Empezó por quitarse el taparrabos y las vendas que le apretaban el pecho para ponerlos a secar sobre la arena. Luego se quitó el cinturón de cuero que contenía sus joyas y los anillos de oro y plata. Por lo menos había conseguido salvar su riqueza. Pero era triste consuelo comparado con la pérdida de su compañero.

Completamente desnuda, tuvo la impresión de que el destino se había empeñado en arrebatarle todo: Yereb, sus amigos, su madre, y sobre todo Djoser, y la vida llena de luz con él compartida… Y todo esto por haber querido convertirse en esposa de su príncipe. No le quedaba nada, nada salvo el dolor y el odio. Un caos sin nombre perturbaba su mente.

Debido a su imbécil orgullo, Sanajt se había propuesto acabar con ellos. Lo había conseguido. Como había profetizado el ciego, estaban separados.

Con una gran fuerza de voluntad, trató de reordenar sus pensamientos. Poco a poco, una idea nueva se formó en su mente. No, Sanajt no los había destruido. Todavía estaban vivos. Era como una fuerza irresistible que parecía surgir de la tierra misma, del limo, del agua del río cercano. Sanajt había obtenido la primera victoria. Pero no había podido destruirla. Lo mismo que tampoco había podido quebrantar a Djoser, a pesar de la humillación y del látigo.

Recordó las palabras de Meritrá. Sólo le quedaba una alternativa. O se dejaba arrastrar por el dolor y el abandono, o continuaba luchando. El feroz odio que se había convertido en amo y señor de su ser la aguijoneaba. Nunca se rendiría. Abandonaría Egipto. Pero un día volvería, y Sanajt pagaría sus crímenes. ¿Que los dioses ponían obstáculos en su camino para probarla? De acuerdo. Los superaría, los pulverizaría. Y cada una de sus victorias le serviría para enriquecer su experiencia.

Llena de una nueva energía, hizo balance de la situación. Nada de retroceder. La creían muerta: era una enorme baza en sus manos. Le quedaba el puñal, y el cinturón con los anillos de oro y las joyas que había guardado, apretado contra su cintura. No dejaba de ser una pequeña fortuna, suficiente para permitirle salir de Egipto, si conseguía alcanzar el puerto de Busiris. Pero esta ciudad se hallaba a cincuenta millas[15] por lo menos. Tendría que caminar durante varios días para llegar.

Transcurrieron largas horas. Por el cielo límpido pasaban innumerables bandadas de pájaros cuyos chillidos taladraban los tímpanos de la joven. Por fin, volvió a ponerse la ropa y de nuevo comprimió el pecho con las vendas. Por el momento era preferible conservar su disfraz masculino.

Iba a regresar a tierra firme cuando un ruido inquietante se dejó oír a su espalda. Se volvió. Emergiendo del agua oscura que bañaba la raíz de los papiros, apareció una forma monstruosa aplastando las plantas bajo su enorme masa. Las piernas de Tanis estuvieron a punto de fallarle. El cocodrilo superaba sin duda los diez codos.

Al ver a la joven, el animal se quedó clavado. Tanis sabía que el reptil se desplazaba con menor rapidez por tierra firme que en el agua. Pero podía alcanzarla. Lentamente desenvainó el puñal, dispuesta a vender cara su vida. Sin embargo, el animal no parecía decidido a atacar. Entonces Tanis se levantó suavemente, sin dejar de mirarle.

Según una leyenda, cuando se pronunciaba el nombre secreto de un dios se volvía uno tan poderoso como él. Ciertos habitantes del Sur afirmaban incluso que estaban inmunizados contra las mordeduras de cocodrilo porque sabían ese nombre. Tanis se dirigió al animal con voz insegura:

—Eres la encarnación de Sobek. Sé que acabas de salvarme de mis perseguidores. No querrás ahora quitarme la vida, ¿verdad?

El reptil la contempló largo rato con sus ojos de oro. Tanis no se atrevía a moverse. Dirigió una súplica febril a Isis y a Hator, sus diosas favoritas. El cocodrilo abrió de pronto una amplia mandíbula, que cerró con un golpe seco. Luego, sin motivo aparente, dio media vuelta y llegó a la zona de los papiros entre los que desapareció con estrépito.

Más muerta que viva, Tanis recuperó poco a poco el aliento. Luego dirigió una plegaria de agradecimiento a Isis y Hator. Ahora ya no podía dudar, las diosas la protegían. Acababan de darle una muestra evidente de su apoyo.

Sin preocuparse por las lágrimas ardientes que corrían por sus mejillas, subió a la ribera con paso todavía vacilante. Un camino bordeaba el río, y Tanis lo tomó en dirección norte. Junto al sendero había una sucesión de campos en los que trabajaban los campesinos. Respondió a sus saludos, pero apresuró el paso para evitar sus charlas curiosas. Sabía que río arriba existía un pequeño poblado. Pero era más prudente entrar en él cuando Ra hubiese terminado su carrera diurna. Tot, dios de la luna, sería entonces su aliado.

De vez en cuando pasaba junto a la morada suntuosa de un rico terrateniente. Entonces, a fin de evitar cualquier mirada, se deslizaba hasta la parte inferior de la ribera y caminaba pegada a las aguas.

Fue esa iniciativa la que la salvó. Se disponía a volver al camino cuando oyó voces de una cohorte de guardias que subía en su dirección. Inmediatamente se adentró en un bosquecillo de papiros en espera de que pasasen. Pero acamparon allí mismo. Por sus conversaciones comprendió que acababan de hacer trueques de cerveza y comida con unos campesinos, y que pensaban ponerse a comer.

Tanis sintió que su estómago se retorcía bajo el efecto de un doloroso calambre. No había comido nada desde la víspera. Desde su refugio, oía las risas y las bromas de los guardias, y sobre todo el ruido que hacían al comer y sus eructos de satisfacción. El dolor fue concretándose poco a poco. Pero no podía abandonar aquel sitio.

Los guerreros terminaron marchándose y sus voces se desvanecieron en la lejanía. Tanis aguardó largo rato y luego se aventuró a subir al camino. Los guardias habrían dejado sin duda algunas migajas. Examinó con avidez el suelo. No se había equivocado, aquí y allá había sobras, trozos de pan, tres dátiles medio podridos, un higo. Tanis se lanzó sobre aquellos restos y los devoró. Pero eran insuficientes para calmar el hambre que le devoraba las entrañas. Por primera vez en su vida sabía lo que significaba el hambre. Por supuesto, lo mismo que a Djoser, las desgracias de los campesinos la afectaban y sublevaban. Pero nunca había tomado conciencia realmente de ellas. Había que verse privado de alimento para comprender qué era lo que podían sentir los menesterosos. Tal vez los dioses deseaban que conociese el valor del hambre…

De pronto sintió que alguien la miraba. Se dio la vuelta bruscamente. En un campo cercano, un joven la observaba con un mono al hombro. El animal lanzó un penetrante chillido. Sintiéndose en falta, Tanis se apresuró a ganar la ribera y se refugió de nuevo en la espesura esmeralda de los papiros. Unos instantes más tarde apareció una silueta. Tanis esperaba que el muchacho pensase que tenía enfrente a un mendigo. Pero su voz sonó clara y animosa:

—¿Estás ahí? ¿Tienes hambre?

Tanis caviló. Tal vez aquel joven pudiese ayudarla… Decidió aventurarse fuera del refugio. De pie contra la luz rojiza del sol poniente, el muchacho no debía tener más de quince años, como lo atestiguaba su cráneo rasurado, salvo una mecha curva unida a la oreja. El mono saltó de su hombro y se dirigió sin miedo hacia Tanis. Se parecía a esos animales domesticados que se empleaban para recoger higos, porque las ramas del árbol eran demasiado frágiles para soportar el peso de un hombre.

—¿Por qué te escondes? —preguntó el chiquillo.

Tanis no respondió. El muchacho saltó con agilidad a la ribera y avanzó hacia ella. Luego hurgó en un saquito de cuero que llevaba en bandolera y rompió un gran trozo de pan.

—¡Toma! ¡Es para ti!

—Pero ¿y tú?

—Yo ya he comido. Además, mi padre dice que siempre hay que ayudar a los pobres.

—Pero yo no soy…

—¡Come! ¡Estás muy pálido!

Tanis cogió suavemente el trozo de pan, que luego devoró a mordiscos. Nunca había probado nada tan bueno. Cuando hubo saciado su hambre, el joven le tendió una cantimplora de agua, que Tanis bebió con delicia. Por fin el hambre se había calmado.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Neri, hijo de Bajen. Mi padre es el alcalde de Bartajis, el pueblo que está un poco más allá.

Y señaló hacia el norte.

—¿Y tú?

—Yo soy… soy… Sahuré, el mendigo.

Intrigado, el muchacho la miró.

—Es cierto que estás cubierto de barro y que tienes hambre. Pero no creo que seas un mendigo. Tus manos están demasiado cuidadas para serlo. Y tu dentadura es muy hermosa.

Tanis alzó los ojos hacia él, con repentina desconfianza. Pero no vio en el muchacho ninguna amenaza. Tenía un rostro hermoso, la expresión afable. Se acercó a ella y le puso la mano en la mejilla.

—Tengo la impresión de conocerte —dijo—. Te he visto antes en alguna parte. Pero eras diferente. —De pronto se irguió como si le hubiese picado una avispa—: ¡Por los dioses! ¡Si no eres un chico!