Capítulo 40

Tras un momento de estupor, Tanis se acercó y comprobó que las serpientes no eran otra cosa que regueros de lluvia que se infiltraban en el palacio por el techo. Su angustia se redobló. No se había equivocado: ¡la cólera de los dioses iba a descargar sobre Til Barsip! Le pareció percibir muy lejos, más allá de la noche, las fuerzas colosales que se reunían inexorablemente para cargar contra la ciudad.

De improviso, un ruido de lucha se dejó oír en el pasillo adyacente. Un momento después, en el cuarto surgió una silueta gigantesca, armada con una maza roja de sangre.

—¡Enkidu! —exclamó Tanis.

El gigante puso un dedo sobre sus labios.

—No hagáis ruido. Tenemos que huir.

Las dos jóvenes no hicieron preguntas y siguieron al coloso al exterior, donde yacían los cuerpos de los cuatro guardias. Siguiendo los pasillos, atravesando salas desiertas, pronto se encontraron ante una puerta de madera vigilada por seis guerreros armados. Antes de que pudiesen intervenir, Enkidu se arrojó sobre ellos y los mató sin combate. Luego empujó la monumental puerta y los fugitivos salieron fuera. Al instante quedaron empapados por las trombas de agua. Las violentas corrientes que rodaban por las calles obstaculizaban el avance de las dos muchachas. De repente, el gigante cargó con una en cada brazo. Ellas protestaron, pero su peso no parecía molestarle. Echó a correr en dirección a los barrios bajos, sin preocuparse por los torrentes de barro que bajaban por las callejas en cuesta.

—¿Adónde vamos? —preguntó Tanis.

Enkidu no contestó. Su poderosa respiración resonaba en los oídos de la joven. No tardó en darse cuenta de que unas siluetas amenazadoras procedentes del palacio les perseguían. Minado por las lluvias, un muro se derrumbó delante de ellos en medio de un estrépito infernal. Aparecieron personas asustadas. Tanis tuvo la impresión de que el mundo zozobraba en la locura. Deslumbrantes resplandores inundaban aquellos lugares con luces extrañas, reflejando las imágenes de una ciudad devastada, con un buen número de viviendas ya desmoronadas bajo la fuerza demencial del diluvio.

Enkidu se adentró por una calle perpendicular y llegó a una plaza que llevaba hacia el puerto inundado. La forma oscura del navío de Ziusudra se destacaba a lo largo de un muelle azotado por fuertes corrientes. Hacia él se dirigió el gigante. A sus espaldas, una veintena de guerreros vociferantes se acercaba de forma inexorable.

—¡Déjanos en el suelo! —gritó Tanis.

Pero el gigante no la escuchó y se metió en la corriente hasta las rodillas. Tanis comprendió el motivo cuando vio a sus perseguidores caer de forma fulminante en las olas fangosas. La fuerza de las aguas era tal que las jóvenes apenas habrían podido sostenerse de pie. Pero no suponía ningún obstáculo para la resolución del acadio.

De cerca, iluminado por los resplandores que surcaban la oscuridad, el navío era más impresionante todavía. Su masa negra tiraba de las enormes amarras que aún lo ataban al muelle. Unos hombres esperaban a los fugitivos. Vislumbraron una pasarela, por la que el coloso se adentró sin vacilar, seguido de cerca por sus aliados.

Cuando llegó al puente, Enkidu aceptó por fin dejar a las dos muchachas en el suelo. Un repugnante olor a betún inundó su nariz. Tanis y Beryl apenas tuvieron tiempo para reponerse. Una andanada de flechas procedentes del muelle se abatió sobre el puente, hiriendo a un defensor. Los arqueros respondieron. Brotaron gritos de dolor e injurias, apagados por el estrépito de la tormenta. En la parte trasera de la inmensa cabina negra se abrió una puerta que dominaba el puente. Enkidu empujó a sus protegidas dentro. Una bienhechora sensación de calor seco bañó sus cuerpos.

Estupefacta, Tanis contempló aquel lugar. Unas escaleras bajaban hacia el vientre del navío. Debajo adivinaba varios niveles que rebosaban de intensa vida, cuyos ecos llegaban a sus oídos, a través de voces humanas y gritos de animales innumerables. Un repulsivo olor a establo anegaba su nariz, mezclado con fragancias de madera, de cuero, de frutas y de pan. No tuvo mucho tiempo para sorprenderse: Enkidu las encaminó hacia la proa de la larga cabina, que ocupaba casi toda la anchura del navío. Siguiendo un pasillo central, se encontraron en una ancha sala que resultó ser la pasarela del comandante. Tres ventanas protegidas por troneras de cuero daban al exterior.

Ziusudra se alzó ante ellas, rodeado por una docena de hombres de todas las edades, hijos y nietos suyos. Era la primera vez que la joven le veía cara a cara. Del personaje emanaba una nobleza natural. A pesar de su avanzada edad, su cuerpo seco y descarnado se mantenía rígidamente recto, como arqueado por un orgullo sombrío que excluía cualquier debilidad. Su rostro apergaminado de mirada pálida y aguda inspiraba un respeto que nada tenía que ver con los años. Sin embargo, sus rasgos se iluminaron con una amplia sonrisa cuando entraron las dos jóvenes.

—Sé bienvenida, princesa Tanis —dijo una voz sorprendentemente clara—. Debes estar sorprendida de encontrarte aquí.

—En cierto modo esperaba tu presencia en este barco, señor, pero no sé qué pensar…

El anciano se instaló en un sillón e invitó a la joven a imitarle. Una expresión maliciosa alegró sus rasgos.

—Ya has debido darte cuenta de que Namhurad era un imbécil, oh Tanis.

Ella asintió con la cabeza.

—Un imbécil y un irresponsable —continuó el anciano, elevando la voz bajo el efecto de una cólera que apenas conseguía dominar—. Por su culpa, los habitantes de esta ciudad van a perecer ahogados por la crecida del Éufrates, y Til Barsip desaparecerá. Sin embargo, se lo había advertido. No quiso escucharme. Y tampoco tuvo en cuenta el mensaje que los dioses te han dirigido a ti mientras dormías.

Tanis quedó sorprendida. ¿Cómo podía estar Ziusudra al corriente? El anciano sonrió.

—No te sorprendas, Tanis.

Señaló a Enkidu, que permanecía al lado de la puerta, inmóvil.

—Tu amigo vino a avisarme. Me contó tu visión, y la decisión de Namhurad de casarse contigo contra tu voluntad. Tu sueño me ha confirmado que la furia divina iba a descargar pronto. Por eso mandé a Enkidu que te liberase, a ti y a tu esclava, cosa que ha hecho.

Tanis cogió la mano del gigante y la apretó afectuosamente entre las suyas.

—Los dos nos habéis salvado la vida. ¡Gracias!

—No podíamos abandonarte. Estás protegida por los dioses, princesita —respondió el anciano con dulzura—. No habrían permitido que nos fuésemos sin llevarte con nosotros. Debíamos cumplir su voluntad.

Un brusco movimiento hizo moverse al navío. Tanis lanzó un grito; Ziusudra la tranquilizó:

—He ordenado a los míos soltar amarras inmediatamente después de tu llegada. Sólo esperábamos tu venida para dejar Til Barsip.

—¿Qué va a ocurrir? —preguntó Tanis, preocupada.

—Todos los remeros están ya en sus puestos. La corriente nos arrastrará hacia el sur. Luego, nuestro destino estará en manos de An y de Enlil, que me hablaron al oído y me ordenaron construir este barco.

Tanis dio muestras de aprobación, pero dirigió una rápida plegaria muda a Isis para que concediese su ayuda a los dioses sumerios. Ante semejante desencadenamiento de las furias naturales, tres no serían demasiado…

De repente, un fragor espantoso se oyó en el exterior. Ziusudra se levantó e invitó a la joven a acompañarle hasta una ventana, cuyo panel de cuero levantó. Fuera, la tempestad había duplicado su violencia. Llevado por las rugientes olas, el navío ya había llegado al centro de la corriente del Éufrates; poco a poco, la ciudad rodeada por las aguas se alejaba.

Tanis tuvo la impresión de revivir la pesadilla de la noche anterior. Del fondo del valle iluminado por relámpagos, una ola gigantesca, inexorable, rodaba en dirección a Til Barsip. Una ola de puro terror fluyó por toda la espina dorsal de la joven. Aprisionado entre las montañas, el monstruoso acantilado de agua y barro parecía hincharse a medida que se lanzaba contra la ciudad condenada. Le parecía oír el eco de los gritos desgarradores de sus habitantes.

—Es abominable —murmuró Tanis—. Van a morir todos.

—Lo sé —suspiró el anciano—. Pero no podemos hacer nada. Los dioses han decidido. Debemos someternos a su voluntad. No somos más que criaturas suyas, creadas con la única finalidad de servirles.

Tanis no respondió. El fatalismo del anciano la asustaba. Acaso habría debido enfrentarse con más firmeza a la autoridad de Namhurad. Pero era demasiado tarde para discutir ese asunto. Fascinada y aterrada al mismo tiempo, vio a la muralla móvil hincharse, chocar contra los muros de la ciudad, que explotaron. Torbellinos infernales se apoderaron de las viviendas, que se desmoronaron entre las olas, arrastrando a sus habitantes a la nada. El palacio real pareció proyectado en el aire bajo la acción de una fuerza terrorífica, luego se hizo mil pedazos y cayó en medio de una lluvia de cascotes que el maremoto tragó como si fuese arena.

La destrucción de la ciudad apenas había durado unos instantes. Luego la ola prosiguió su avance ineluctable en dirección al navío. Tanis tragó saliva.

—¡Agarraos! —gritó una voz.

Un formidable empujón lanzó a la princesa contra la pared. Por todas partes se oyeron gritos de pánico, mientras crujidos inquietantes traicionaban las enormes presiones a que estaban sometidas las superestructuras. Beryl reptó hasta su ama.

—¡Vamos a morir! —gimió.

Tanis la estrechó contra su cuerpo. Sometido a los caprichos de la tempestad, el navío cabeceó, rodó, osciló, se balanceó y se levantó para terminar estabilizándose. Los crujidos se atenuaron, pero la sensación de desplazamiento continuó. La corriente lo había llevado al centro del río enfurecido.

Entonces comenzó un viaje incierto hacia lo desconocido.

Al día siguiente, con una pizca de legítimo orgullo, Ziusudra hizo visitar a Tanis su navío. La egipcia vio que la población que había a bordo era más numerosa de la que esperaba. Más de cuatrocientas personas se hallaban amontonadas en los diferentes niveles, en compañía de toda clase de animales: corderos, cabras, aves, bueyes, asnos, avestruces, perros, e incluso algunos gatos.

Las calas estaban llenas de animales, trineos, herramientas, armas, muebles, jarras, piezas de tejido, todo lo que se precisaba para construir una nueva ciudad en otro lugar.

Por encima de la línea de flotación estaban los bancos de los remeros, cuyo papel consistía sobre todo en evitar que la corriente arrastrase el navío hacia las riberas. Pero su fondo plano le permitía muy poco calado y el calafateo de betún le aseguraba una impermeabilidad perfecta. Un ingenioso sistema llevaba las aguas que entraban por las portas de boga hacia el exterior.

—Los dioses me inspiraron el plano de este navío —dijo Ziusudra con entusiasmo juvenil—. Una noche, hace más de dos años, daba mi habitual paseo por las murallas cuando me visitó una visión semejante a la tuya, que Namhurad, debido a su estúpido orgullo, se negó a tomar en serio. A la noche siguiente se me ocurrió la idea de construir este navío. Su imagen atormentaba mi mente, con los detalles de su estructura. Necesitaba llevar el mayor número de personas posible. Entonces dediqué toda la riqueza del templo a su construcción. A veces me asaltaban las dudas. Pero algo me impulsaba a continuar. Cuando el navío estuvo acabado, hice entrar en él a toda mi familia, y a los fieles del templo que habían aceptado seguirme. Les pedí que trajesen sus esposas, sus animales, sus semillas, sus riquezas, para que pudiésemos reconstruir una ciudad nueva.

Fuera, el diluvio había alcanzado una amplitud inimaginable. El cielo había adquirido un color plomizo tan oscuro que ya no podía distinguirse el día de la noche. Trombas de agua se aplastaban una tras otra sobre el puente. Encerrados en el vientre del navío, los fugitivos repartían su tiempo entre los cuidados que exigían los animales y fervientes plegarias dirigidas a An, dios del cielo; a Ki, diosa de la tierra, y sobre todo a Enlil, dios del aire, a quien Ziusudra, según sus palabras, debía su visión. También imploraban al sol, Utu, para que tuviese a bien iluminar de nuevo el mundo. Pero las noches sucedían a los días, y los días a las noches sin que el diluvio cesase.

Tanis pasaba la mayor parte de su tiempo en la cabina superior en compañía del anciano sacerdote, con quien mantenía largas discusiones. Beryl no se apartaba de ella. Enkidu ponía su fuerza hercúlea a disposición de los demás pasajeros, para dominar a los grandes animales nerviosos, o para reparar las averías.

A veces Tanis contemplaba el paisaje. La pantalla líquida le descubría entonces un espectáculo alucinante. Hasta donde alcanzaba su vista, las orillas del río habían desaparecido, sumergiendo los bosquecillos de árboles, algunos de cuyos troncos se veían flotando a la deriva, acompañados a veces por cadáveres humanos o de animales. Ocultas por la cortina de lluvia, las montañas habían desaparecido en el horizonte, como si las aguas hubiesen cubierto totalmente el mundo.

La joven se preguntaba si el Nilo había provocado una inundación de una amplitud semejante. ¿Existía aún Mennof-Ra, o una ola gigantesca la había sumergido también? ¿Resistiría la ciudad de Uruk? Si Imhotep perecía ahogado en aquel cataclismo, Tanis habría hecho todo aquel viaje para nada, salvo para llorar a un padre al que ni siquiera habría tenido tiempo de conocer. A veces se dejaba ganar por la desesperación. En esos casos, cogía el nudo Tit en su mano y dirigía ardorosas súplicas a Isis.

Por fin, la mañana del séptimo día Ziusudra la despertó zarandeándola y la sacó del jergón donde Tanis había pasado la noche. Supo en el acto que algo había cambiado. Una luz de oro bañaba el interior de la cabina, mientras una calma inhabitual había sucedido a los balanceos incesantes del navío. Ebrio de alegría infantil, el anciano la llevó hacia una ventana, cuya tronera de cuero apartó.

—¡Mira! —dijo con lágrimas de alegría.

Deslumbrada por la nueva luminosidad, Tanis parpadeó y contempló el extraordinario espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Durante la noche había cesado la lluvia, y por fin habían desaparecido las nubes. Por oriente, un sol majestuoso salpicaba el valle de oro y rosa, devanando la larga cinta argentada del río ahora tranquilo. A trechos todavía persistían amplias capas de agua cubiertas de brumas translúcidas, pero en otras partes la tierra había recuperado sus derechos. Una inmensa extensión forestal mostraba una gran cantidad de árboles de todas clases: palmeras, sicomoros, albaricoqueros, higueras, acacias, etc. En la lejanía se perfilaban los contrafuertes de verdeantes colinas, resplandeciendo bajo la luz nueva.

Ziusudra cayó de rodillas junto a Tanis.

—¡Oh Utu, dios del sol, príncipe de la luz, gracias te sean dadas, a ti que has devuelto la esperanza y la vida a tus hijos!

Durante el día, el navío encalló en la orilla oriental del Éufrates. Deslumbrados, casi incrédulos, los supervivientes bajaron a tierra, felices de sentir el suelo bajo sus pies, tierra firme aunque rebosante de agua. Algunos danzaron de alegría y entonaron cánticos a la gloria de Utu y de Enlil.

Mucho más tarde, Ziusudra decidió descargar el navío. El nivel de las aguas seguía bajando, y el barco ya no podía liberarse de la ribera en la que se había posado. Con vigorosos hachazos, hicieron un gran boquete en la parte inferior del casco, para liberar a los animales, que dejaron en las alturas más próximas. Luego, chapoteando en el barro, los hombres fueron acarreando todas sus pertenencias, mientras las mujeres encendían hogueras en previsión de una acampada.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Tanis a Ziusudra.

El anciano abrió los brazos en señal de impotencia.

—Por desgracia, no tengo la menor idea. En cuanto podamos, formaremos una caravana y proseguiremos camino hacia el sur. Tal vez la furia del río no haya inquietado a las ciudades de este país.

Se precisaron más de dos días para vaciar completamente el navío, cuyo casco descansaba ahora sobre tierra seca, en medio de una pradera que las aguas ya habían abandonado. Para honrar al dios Utu, Ziusudra inmoló un buey y un carnero, algunos de cuyos trozos fueron arrojados a las llamas de un brasero para que su humareda subiese hasta los cielos. Luego abrieron jarros de vino y de cerveza, y organizaron un jovial banquete.

Tras la angustia y el sufrimiento, tras las duras pruebas compartidas, la alegría de los supervivientes explotó en francas comilonas, en cantos y borracheras alegres. Hasta el anciano Ziusudra, achispado por los vapores del alcohol, se quitó sus ropas y danzó un baile ritual a la luz azulada de la luna, bajo la mirada emocionada de sus compañeros.

Al día siguiente, fue en busca de Tanis palpándose el cráneo con precaución.

—Los dioses son incomprensibles —murmuró—. Cuantas más libaciones les ofrecemos, más demonios minúsculos que nos devoran el cerebro nos envían.

A Tanis, que también había rendido culto a la euforia, no se le ocurrió llevarle la contraria. Bien que mal, empezaron a cargar los asnos y bueyes.

De repente apareció un pequeño grupo armado, procedente de las colinas vecinas, rodeado por campesinos en harapos. Con un casco de cobre apareció un capitán, visiblemente impresionado por la masa oscura del navío encallado. Ziusudra le recibió.

Poco después, volvió hacia Tanis.

—Es sorprendente —dijo—. Según estos hombres, estamos en el reino de Kish, en el sur de Akkad. Esto significa que en siete días y siete noches hemos recorrido un trayecto que las caravanas suelen tardar en hacer dos lunas.

—Entonces estamos muy cerca de Uruk…

—Uruk se encuentra más al sur, a unos días de marcha.

Una viva emoción se apoderó de la joven, mezcla de alegría y de una angustia inexplicable que se negaba a desaparecer.