Capítulo 70

Dos días antes de la salida, en el puerto se presentó un navío con los colores de la Casa de Armas. No había duda de que Semuré iba a bordo, llevando un mensaje del rey. Contento de ver nuevamente a su primo, Djoser se dirigió al muelle para recibirle. Pero pronto el asombro se pintó en su rostro. Cuando Semuré pisó tierra, le seguía un hombre en el que Djoser reconoció a Kebi, su fiel guerrero de Kennehut, que llevaba a Seschi en sus brazos.

—¿Has traído a mi hijo? —dijo.

Tardaron en responder. Sus rostros sombríos auguraban malas noticias. Semuré le abrazó con cariño.

—¿Por qué tienes esa cara tan apenada, primo mío? —preguntó Djoser.

—No sabes cuánto lo lamento, Djoser. En tu ausencia se han producido graves acontecimientos en Mennof-Ra. El Horus Sanajt se ha reunido con las estrellas. La enfermedad dio cuenta de él mientras combatíamos a los nubios.

Una violenta emoción se apoderó de Djoser. Su memoria evocó la cara enjuta de su hermano, sus últimas conversaciones, en las que ambos habían aprendido a estimarse y, en última instancia, a quererse. Contuvo las lágrimas.

—Por desgracia, eso no es todo —prosiguió Semuré—. Como Sanajt no tenía heredero, las dos coronas habrían debido recaer sobre ti. Pero tu tío Nekufer ha intrigado, logrando convencer a los grandes señores para ser elegido rey en tu lugar.

—¿Cómo? —exclamó Djoser.

—Influidos o amenazados, un gran número se ha unido a él. Otros, como el sumo sacerdote Sefmut, te han defendido a ti. Han sido detenidos.

—Merura…

—También él se reunió con los dioses, dos días después de Sanajt. Cuando llegué a Mennof-Ra, el drama ya tenía desenlace. El rey estaba muerto, y Nekufer había sido coronado. Me recibió con su arrogancia habitual. Le comuniqué tu victoria y tu decisión de perdonar a Hakurna. Se puso hecho una furia. Ha ordenado que regreses inmediatamente a la capital, para presentarle tu sumisión, llevándole la cabeza del nubio.

—¡Está loco! No traicionaré la palabra dada a Hakurna —dijo Djoser.

—Oficialmente estoy aquí para transmitirte este mensaje. Oficiosamente he vuelto para ponerme a tus órdenes. Temiendo una posible artimaña de tu tío, he preferido poner a salvo a tu hijo trayéndomelo. Después de salir de Mennof-Ra, he hecho escala en Kennehut. Senefru no ha tenido ninguna dificultad en confiármelo.

—Eres un gran amigo, Semuré.

Djoser cogió a su hijo en brazos. Hacía tres meses que no lo veía, y el niño se había fortalecido. Semuré continuó:

—Nekufer teme tu reacción, y está decidido a no darte ninguna oportunidad. Ha enviado mensajeros a todos los nomarcas para ordenarles que lo reconozcan como rey y prohibirles que te ayuden. También se ha asegurado el apoyo del ejército, cuyo mando ha asumido y a cuya cabeza ha puesto a sus leales. Tus fieles capitanes han sido degradados o arrojados en un calabozo. Además, ha formado poderosas milicias con esclavos liberados. Gracias a una indiscreción, antes de mi salida conseguí enterarme de que estaba dispuesto a salir a tu encuentro, para evitar cualquier veleidad de rebelión por tu parte. Sus tropas son mucho más numerosas que las nuestras. Sin contar con que requisará las guarniciones de las provincias que atraviese.

Djoser no respondió.

—Nekufer es un usurpador —insistió su compañero—. Tú eres el único rey verdadero de las Dos Tierras ahora. ¡Debes combatir!

—Pero ¿sabes lo que eso significa? —respondió el joven.

—Sí, una guerra civil. Pero ¡no tienes derecho a dejar Egipto en manos de ese perro!

A paso lento, Djoser se dirigió hacia la ciudad, llevando a su hijo en brazos. Dividido entre la rabia y el dolor, no sabía qué pensar. A lo lejos vio llegar la pequeña silueta de Tanis, seguida por Imhotep y Jem-Hoptá.

Como Semuré, Tanis estimaba que no había alternativa: debían enfrentarse a Nekufer y obligarle a abandonar el trono. Para la joven, Djoser se encontraba en la misma situación que su padre antes de él. Pero una duda terrible atormentaba a la princesa. La noche del segundo día tras la vuelta de Semuré, una viva discusión lo enfrentó a su compañera.

—¡Jasejemúi era hijo de Sejemib-Perenma’at! —respondió a las palabras de Tanis—. El trono le pertenecía. Por eso luchó victoriosamente contra Peribsen. Los dioses se pusieron de su lado. Pero yo sólo soy el hermanastro de Sanajt. Nekufer es nuestro tío. Mis pretensiones a las dos coronas no son mejores que las suyas.

—¿No me dijiste que Sanajt te había designado para sucederle durante vuestro último encuentro? —dijo la joven con obstinación.

—No hizo ningún documento oficial —replicó Djoser.

—Quizá lo haya hecho. Y Fera se habrá encargado de hacerlo desaparecer. Le cuadra al personaje.

—No tenemos ninguna prueba. Ahora que la asamblea de nobles ha elegido a Nekufer, ¿tengo realmente derecho a rebelarme contra su decisión?

Los ojos de Tanis ardieron. No comprendía las vacilaciones de su compañero.

—¡No seas ciego, Djoser! —exclamó—. ¡Nekufer es un ser innoble! Ha sido nombrado como consecuencia de bajas intrigas indignas de un rey. Si aceptas esas maquinaciones sin reaccionar, Fera y sus acólitos no tardarán en imponer su absurda política y Egipto naufragará en el caos. ¡Debes luchar contra Nekufer y recuperar ese trono que te ha robado!

—¿Con qué ejército?

—¡Con el tuyo! Con ese ejército que te ha seguido fielmente desde que has rechazado a las hordas edomitas fuera de las fronteras. E incluso desde antes, cuando venciste a los bandidos de Kattará.

—Un conflicto así desgarrará los Dos Reinos. Muchos egipcios morirán para servir únicamente a mi gloria. ¿Quién soy yo para decidir que mis pretensiones al trono son legítimas?

—¡Eres el nuevo Horus! ¡Y debes admitirlo!

Djoser apretó los dientes. Era la primera vez que una disputa violenta lo enfrentaba a Tanis. Desde el anuncio de la muerte del rey, la rabia de la joven no menguaba. Si de ella hubiese dependido, los soldados ya se habrían puesto en marcha para combatir a las legiones del usurpador. Pero Djoser, atenazado por sus escrúpulos, dudaba.

—Yo soy un guerrero, Tanis. Puedo llevar a un ejército a la victoria. Pero no siento en mí la capacidad de dirigir este país.

—¿Crees que Nekufer es más digno que tú? Sólo le guía el atractivo del poder.

—Toda la corte se ha alineado con él.

Tanis suspiró. Ella sabía de sobra que Djoser estaba calificado para dirigir el Doble País. Pero él no se daba cuenta siquiera del ascendiente que ejercía sobre los suyos. Todos, desde sus capitanes hasta el más modesto de sus guerreros, estaban dispuestos a dar su vida por servirle. Pero él dudaba de sí mismo.

Tanis hizo un esfuerzo para recuperar la calma. No servía de nada agotarse en peleas sin sentido. Djoser debía tomar conciencia de la dimensión real de sus cualidades, y de la imperativa necesidad de enfrentarse al usurpador. Debía ayudarle a encontrar su camino. Le cogió de la mano y declaró:

—¿Por qué crees que nuestro maestro Meritrá hizo de ti su heredero? Quería que supieses administrar una hacienda, para prepararte a ese papel de rey. No olvides las palabras de tu propio padre, Jasejemúi, justo antes de irse hacia el reino de Osiris. ¿No te dijo que habría querido ver que tú le sucedías en lugar de Sanajt?

Djoser soltó su mano bruscamente.

—Eso sólo son palabras, Tanis.

Ella le miró de arriba abajo y añadió con tono sibilante:

—¡La verdad es que tienes miedo!

Furioso, la agarró por los hombros.

—Te prohíbo que me hables así, Tanis. En múltiples ocasiones he demostrado mi valor en el combate. Pero ¿de dónde te viene ese deseo de ver que me enfrento a Nekufer? ¿No será que te dejas arrastrar por tu deseo de convertirte en la primera dama de Egipto? ¿También a ti te cegaría la pasión?

Le miró estupefacta. Luego, rebelándose contra aquella acusación injusta, replicó con tono seco:

—¿Yo ambiciosa? ¿Me conoces tan mal, Djoser? Si la ambición me hubiese devorado, como dices, habría podido aceptar ser reina de Uruk, casándome con Gilgamesh, o de Kish, ofreciéndome a Aggar. Pero yo sólo deseo una cosa: permanecer a tu lado. Desde que salí de Egipto, mi único sueño era encontrarte. Mi única ambición era vivir a tu lado el tiempo que los dioses me concediesen, compartir tus alegrías y tus penas en tu hacienda de Kennehut, y darte más hijos. Hijos que por fin habríamos tenido juntos. Que seas rey o simple guerrero, me importa poco.

Su mirada brillante por las lágrimas hizo derretirse la cólera de Djoser. La soltó, enfadado consigo mismo. Su acusación no tenía fundamento, y lo sabía. Tanis irguió orgullosa la cabeza y se refugió junto a la ventana, dándole de forma ostensible la espalda. Por la abertura se veía el curso majestuoso del río inundado por la luz dorada del atardecer. Djoser la siguió. Consciente de haberle hecho daño, murmuró:

—¡Perdóname! No he querido herirte. Pero me niego a sacrificar a los míos para servir únicamente a mis pretensiones. Porque Semuré afirma que las tropas de Nekufer son de cinco a seis veces más numerosas que las nuestras.

Los enfados de Tanis eran tan repentinos y violentos como la tormenta, pero desaparecían con la misma rapidez. Su rencor se desvanecía ante la cara contrita de su compañero.

—Perdóname tú también —le respondió con una sonrisa—. Nunca he dudado de tu valor. Pero tienes razón, tengo una ambición: ofrecer a Egipto un rey digno de ese nombre, para que no se convierta en presa de unos cuantos señores sedientos de poder y de riquezas, que aplastarán a sus habitantes con sus injusticias. Los egipcios son hombres libres, Djoser, unidos por el espíritu de la Ma’at. Y Nekufer está inspirado por el dios rojo. Conducirá a Kemit a la guerra y a la destrucción. De ese infierno quiero yo librar a Egipto. Y tú eres el único capaz de hacerlo. Los dioses te han elegido para ese destino. No tienes derecho a esconderte.

—Pero ¿cómo vencer con un ejército tan débil?

—No estarás solo. Tienes partidarios en Mennof-Ra. Y dudo que todos los nomarcas sean favorables a Nekufer. Tendrías que asegurarte aliados.

Él respondió tras una pausa.

—Sí, quizá tengas razón. Debo reflexionar sobre todo esto.

Emocionada por su desconcierto, Tanis se acurrucó contra él.

—Escúchame, Djoser. Durante más de dos años, un demonio ha seguido mis pasos. Ya conoces las pruebas que he tenido que afrontar, pero conseguí superarlas. Por supuesto, tú me has ayudado. Sin embargo, sólo de mí misma he sacado la voluntad de vencer. De esas adversidades he salido magullada, pero también más fuerte. Hoy tú te encuentras ante una decisión difícil. Entonces, escucha atentamente las opiniones de todos. Pero deberás tomar tu decisión solo. Y debe salir de lo más profundo de tu alma.

Djoser le alzó la barbilla y la contempló con admiración. Un crepúsculo rojo abrasaba las colinas desérticas del oeste, que los últimos reflejos de Atum orlaban de estelas ensangrentadas. La luz resplandeciente cincelaba el perfil de la joven, volviéndola más hermosa que nunca. Se dio cuenta de que delante de él no tenía a la pequeña compañera que había compartido su infancia, sino a una mujer madurada por la experiencia, sólida y lúcida a la vez. Era digna de convertirse en reina de Egipto.

Tanis sonrió y añadió:

—Cualquiera que sea tu decisión, yo estaré a tu lado, hermano mío.

Y después de darle un beso se retiró. Djoser hizo ademán de retenerla, pero se contuvo.

Regresó a paso lento hacia la gran mesa de alabastro que le servía de escritorio. Los recuerdos de los dos últimos días luchaban en su cabeza. Cuando se había enterado de la elección de Nekufer, el viejo Jem-Hoptá se había indignado. No había ocultado su hostilidad hacia aquel a quien consideraba un usurpador. Inmediatamente había ofrecido a Djoser el apoyo de sus milicias.

Asimismo, todos sus guerreros, por mediación de sus capitanes, se habían declarado dispuestos combatir a su lado. Y también los sacerdotes de Yeb habían animado al joven a tomar las armas para hacer valer sus derechos.

Pero no le agradaba lanzar su ejército, agotado por una larga campaña, a una aventura tan arriesgada, en la que no tenía ninguna posibilidad de triunfar. ¿Tenía entonces derecho a sacrificar la vida de aquellos hombres que le habían demostrado una confianza total para tratar de conquistar un trono del que quizá no fuera digno? No sentía en su espíritu la presencia de la potencia divina que, en su opinión, debía poseer el soberano de las Dos Tierras.

Sin embargo, el anciano maestro del templo de Jnum le había visitado aquella misma mañana y contado su extraño sueño de la noche anterior.

—Los dioses se han dirigido a mí, señor. En esa visión se me ha aparecido la imagen de un halcón sagrado, semejante a la de ese pájaro maravilloso que tú salvaste. Ese halcón es un signo, señor, el signo de Horus. Tú eres su doble, su alma, y su mente. Te designa con toda claridad para que seas el nuevo rey de Egipto y fundes una nueva dinastía.

Desconcertado, Djoser había eludido las afirmaciones del anciano.

Nunca se había sentido tan solo. Sus compañeros, desde los nobles hasta el más humilde de los soldados, se habían vuelto hacia él en su totalidad. Sólo esperaban una señal de Djoser para correr al combate. Pero, por primera vez, nadie estaba encima de él para indicarle la vía a seguir. Sin quererlo ni pretenderlo, se había convertido en la persona que ostentaba el poder, la decisión, en la persona de la que se esperaba todo.

—No estoy preparado —murmuró.

No lejos de donde se hallaba resonó una voz.

—¡Eso es lo que tú crees!

—¡Imhotep! —Contempló la alta silueta del padre de Tanis, que acababa de entrar en su aposento—. ¿Qué quieres decir? —preguntó.

—La duda te corroe el espíritu, hijo mío, lo veo. Crees ser indigno de convertirte en el nuevo rey de Egipto.

—¡Es cierto!

—¿Estás tan seguro?

—Las cosas habrían sido más fáciles si Sanajt me hubiese designado oficialmente para sucederle. Pero no lo ha hecho.

—La enfermedad no le dio tiempo a hacerlo —le corrigió Imhotep—. O se trata de una infame maniobra de Nekufer y de Fera.

Djoser no respondió de inmediato.

—¿Crees que me han elegido los dioses, Imhotep?

—Creo que debes luchar contra Nekufer y echarle del trono del que te ha despojado.

Djoser iba a replicar, pero Imhotep desechó sus objeciones con un gesto.

—¡Oh, no, hijo mío, ya conozco tus argumentos! No crees en tu legitimidad simplemente porque sólo eres el hermano de Sanajt. Y tienes razón. —Ante la mirada de asombro de Djoser, sonrió y continuó—: Nadie puede creerse rey simplemente por razones de vínculos familiares. Atendiendo a esa razón, Nekufer es tan digno como tú de convertirse en el nuevo rey de Egipto. Pero eso no demuestra nada. En realidad ese trono te corresponde por otros motivos. El hecho mismo de que te preocupes por tus soldados y por el destino de tu país habla en tu favor. No piensas en ti, sino en aquellos que, intuitivamente, sabes que están a tu cuidado. Los guerreros de tu ejército, por supuesto, pero también los de enfrente, a los que temes combatir porque también son egipcios. Nekufer no tiene ese escrúpulo. Sólo piensa en su triunfo, en su apetito de poder. Pero el poder exige una ausencia total de egoísmo y el sacrificio de su persona. Exige humildad y lucidez. Y esas cualidades tú las posees y harán de ti un gran monarca.

»El pueblo cree en ti. No admira al hermano del Horus difunto, sino al hombre que tú eres en lo más profundo de ti mismo, el que ha vencido a los kattarianos, el que ha defendido Mennof-Ra frente al invasor edomita, el que ha conseguido influir en la política de Sanajt gracias a su valor y a su generosidad, el que no vacila en lanzarse al agua para salvar a uno de sus campesinos amenazado por un hipopótamo.

»Tú sufres ante la idea de que un solo habitante de este país pueda perecer para servir a tu gloria. Pero debes decirte que ésa es una elección que cada uno de ellos ha hecho, porque, en su alma y en su conciencia, habrá decidido seguirte, y porque estará convencido de que encarnas aquello a lo que todos y cada uno aspiran. Estos hombres no darán su vida por tu persona, sino por Egipto tal como lo desean, y tal como tú lo representas.

—Pero yo sólo soy un hombre.

—Un hombre que concede tanta importancia al más humilde de sus súbditos como a él mismo. Y el hombre capaz de eso es digno de reinar. Y yo estoy dispuesto a prestarte el apoyo de mi fortuna para expulsar al usurpador.

—¿Harías eso?

Imhotep se encogió de hombros.

—No tengo otra salida. Sanajt tal vez me hubiera perdonado mi regreso del exilio. Nekufer me mandará ejecutar, igual que a Tanis, a menos quizá que ella acepte entregarse a él. Pero dudo que Tanis se decida por esa solución.

Los ojos de Djoser llamearon.

—¡Si ese perro la toca, lo mataré!

—Desde ahora es el verdadero rey de Egipto —respondió Imhotep con tono malicioso.

—¡No! —replicó Djoser.

—Tú mismo acabas de responder a tu pregunta. Debes luchar contra él, no para apoderarte del trono, sino para expulsar al usurpador que se ha instalado en él, como hizo tu padre antes de ti con Peribsen.

Djoser le miró largo rato.

—Pero ¿soy yo realmente el elegido de los dioses?

—Eso creo, hijo mío. Sólo tú puedes hacer realidad las hermosas ideas de que hemos hablado. ¿Crees acaso que Nekufer se preocupará de mandar construir nuevos templos, de levantar de nuevo las murallas que protegen las ciudades? Y sin embargo…

—¿Sin embargo?

—Sin embargo, no podrás actuar mientras no estés íntimamente convencido. Puestos ante una elección difícil, todos sentimos dudas, simplemente porque tenemos conciencia de nuestros propios límites. Las opiniones exteriores cuentan poco si no vibran en armonía con la convicción íntima de tu corazón. La respuesta ya está en ti. Sólo tú puedes descubrirla.

—Pero ¿cómo?

Los labios de Imhotep esbozaron una sonrisa divertida.

—No es fácil ver claro dentro de uno mismo. Cuando a uno le arrastran por las olas del Nilo, es preferible dejarse llevar por la corriente antes que luchar contra ella y agotar las propias fuerzas. Acaba uno por ahogarse. Son los acontecimientos los que te llevan a luchar contra Nekufer. Obedécelos y permanece atento a los signos que han de dirigirte los dioses…

Después de que Imhotep se marchase, Djoser meditó largamente sus palabras. Por su boca salía toda aquella sabiduría que antes había encontrado en Meritrá. Lamentó la ausencia de su anciano maestro. Pero éste habría tenido sin duda la misma reacción que Imhotep. Debía combatir contra el usurpador. Si realmente era el elegido de los dioses, éstos le otorgarían la victoria. Pero en caso contrario, saldría derrotado. Y junto con él serían condenados todos cuantos creían en él. Esto era lo que más le angustiaba.

Deseando permanecer solo, se tumbó sobre un lecho que los servidores habían instalado en su despacho. Apenas pudo encontrar el sueño. ¿Cómo podía esperar vencer a un ejército cinco veces superior al suyo? Imágenes terroríficas le atormentaban, en las que Tanis, en el colmo de la desesperación, se mataba antes que caer en manos de Nekufer. Veía a sus guerreros derrumbarse bajo las flechas despiadadas de las tropas del usurpador, y cada uno de sus disparos parecía penetrar en su carne. Hasta su amigo Imhotep era ejecutado ante la mirada cruel de un Nekufer triunfante.

«La respuesta ya está en ti», había dicho su amigo. Durante mucho tiempo trató de descubrir el misterio de esas enigmáticas palabras, sin éxito. La angustia que lo atenazaba le impedía zambullirse con lucidez dentro de sí mismo. Y acabó por sumirse en un sueño entrecortado por pesadillas.