Capítulo 28
Después de haber atravesado el terrorífico desierto volcánico, la caravana se enfrentó a una llanura rocosa y accidentada sobre la que soplaba un leve viento procedente del norte. Su frescura bienhechora aplacó la penosa sensación de ahogo debida al calor tórrido que reinaba desde hacía unos días. Moshem fue al encuentro de Tanis.
—Vamos a tomar ese desfiladero rocoso que se ve allá abajo. Pero antes me gustaría enseñarte algo.
Instantes después, los dos se dirigían hacia la extremidad de la llanura. El paisaje era alucinante. La vegetación había desaparecido casi por completo, mientras la roca había asumido un color blanco brillante, resplandeciente bajo los rayos del sol de mediodía. A su alrededor había numerosos cañones arañados por la erosión de los vientos.
Moshem y Tanis alcanzaron un amplio saliente montañoso, desde donde se veía un fabuloso panorama. El adolescente no había mentido. Al pie del elevado farallón se extendía un mar extraño, con reflejos de turquesa, cuya otra ribera apenas se distinguía. Se alejaba hacia el sur y hacia el norte, bañado por la luz cegadora de Ra.
—Éste es el Mar Sagrado —comentó el joven—. Es tan salado que en él no vive nadie, ni pez ni planta submarina. Según la costumbre, hay que sumergirse en sus aguas para purificarse.
Fascinada, Tanis permaneció largo rato en la claridad maravillosa que emanaba de los lugares. Se le ocurrió una nueva idea. En su infancia, pensaba que el mundo se limitaba a Egipto, valle prodigioso regado por su río-dios, y a varios países lejanos sin demasiado interés. Pero desde que había abandonado su tierra natal, descubría que el mundo era mucho más vasto de lo que había imaginado, y que rebosaba de bellezas extraordinarias.
Un olor insólito flotaba en el aire, acre y mareante, que no se parecía en nada al del Gran Verde. A trechos se estiraban largas manchas resplandecientes, que según Moshem le dijo eran placas de sal. En el horizonte se adivinaban amplios charcos negruzcos a cuyo alrededor se afanaban diminutas siluetas humanas.
—Son yacimientos de betún —explicó el joven nómada—. Vamos a comprarlo a las tribus que los explotan. El betún sirve para calafatear los navíos, o para hacer que los recipientes se vuelvan estancos. También dicen que con él se pueden curar numerosas enfermedades.
Los caravaneros habían hecho un alto a las orillas del Mar Sagrado. Obedeciendo a una antigua tradición, se habían despojado de sus ropas para meterse en sus aguas excepcionalmente claras. Respetando esa costumbre, egipcios e hicsos hicieron lo mismo que los amorreos.
—Acompáñanos, oh Sahuré —dijo el gordo Mentucheb—. Un joven como tú no puede tener miedo al agua.
En semejante aprieto, Tanis dijo:
—Precisamente desde el naufragio no sé… no sé si tengo muchas ganas de bañarme. Hace unos días ya tragué suficiente agua.
La desnudez era completamente natural entre los egipcios. Los niños no llevaban su primer taparrabos hasta los ocho años. En cuanto a los adultos, les encantaba bañarse o que les diesen masajes desnudos. En Mennof-Ra, Tanis nunca le había dado importancia. Pero en esta ocasión, era diferente: debía mantener oculta su identidad. Ya le resultaba bastante difícil aislarse para el aseo matutino.
—Haces mal —respondió Mentucheb encogiéndose de hombros.
Sin embargo, Tanis comprobó que Mentucheb no se había quitado el taparrabos.
—Los amorreos son muy púdicos —explicó él—. Nunca se muestran desnudos en público. Estando en su territorio, debemos respetar sus costumbres. Si cambias de opinión, te aconsejo que hagas lo mismo.
Tanis vaciló. Seguía llevando las vendas destinadas a comprimir su pecho. Pero el pretexto de la herida podía explicarlas, y no deseaba atraer la atención sobre su persona. Viendo que todos los nómadas y sus compañeros ya se habían metido en el agua, se quitó la capa y avanzó con precaución. Se zambulló enseguida. Atónita comprobó que su cuerpo apenas se hundía, como si el mar la rechazase. Escupió el trago de agua que había estado a punto de tragarse. Nunca había encontrado un agua tan salada. A su lado, Moshem se echó a reír. Divertida, Tanis se dejaba flotar, con el cuerpo semihundido. Era casi imposible nadar.
Observó de pronto que los hicsos y algunos amorreos se acercaban a ella. Una repentina descarga de adrenalina la invadió. Raf’Dhen se dirigió a ella. Moshem tradujo sus palabras:
—Quieren saber por qué llevas vendas.
—Una herida —respondió en tono evasivo.
Los otros se echaron a reír con una carcajada gutural.
—¡Agua del Mar Sagrado buena para herida! —insistió un joven amorreo en chapurreado egipcio—. Puedes quitarte.
—¡Dejadme en paz! —exclamó Tanis.
Las risas aumentaron. De pronto se lanzaron sobre ella en medio de un griterío jovial. Tanis se debatió con violencia, pero eran demasiados. Por más que llamó, no apareció nadie. La costumbre exigía abuchear a los jóvenes que se apartaban del grupo, y el aspecto hermafrodita de Tanis no les incitaba a la clemencia. Las manos agarraron las vendas y tiraron de ellas con fuerza. Un hicso le arrancó el taparrabos. Tras unos instantes de feroz lucha, en que sus agresores recibieron abundantes arañazos y mordiscos, la soltaron, atónitos. Llena de vergüenza y de rabia, Tanis se levantó ofreciendo su silueta desnuda a las miradas ávidas de los hicsos.
—¡Eres una mujer! —exclamó el joven beduino.
Tras un instante de vacilación, Ashar, Mentucheb y los demás se acercaron.
—¡Apartaos! —gritó Tanis, en el colmo de la cólera y la humillación.
Nerviosa, recuperó el taparrabos que flotaba sobre el agua, se lo pasó con gesto vivo alrededor de las caderas y subió hasta la orilla con lágrimas en los ojos. Ashar fue en su busca.
—¡Eres una mujer disfrazada de hombre! —exclamó con un gruñido—. Nuestra ley lo prohíbe.
Tanis respondió con acritud:
—¡Ah, sí! Y quizá esa ley autorice a tu gente a maltratarme. En mi país respetan a las mujeres.
—No se habla en ese tono al jefe de una tribu —exclamó él alzando la mano.
Pero no era suficiente para impresionar a Tanis, que clavó sus ojos en él y contestó:
—Tampoco se habla en ese tono a una princesa egipcia.
Ashar tuvo un momento de asombro. Había sospechado que aquel Sahuré ocultaba algún secreto, e incluso suponía que podía pertenecer al sexo opuesto. Pero ni por un instante hubiese imaginado que fuese noble.
—¿Una princesa egipcia?
Tanis dudó. ¿Debía revelar su verdadera identidad, o inventarse otra? Pero ahora se encontraba lejos de Egipto, y nadie la perseguía. Se decidió por decir la verdad.
—Soy la dama Tanis, hija de Merneit y del sabio Imhotep.
Atónito, Mentucheb intervino:
—¡La dama Tanis! Pero si habían anunciado que estabas muerta, devorada por los cocodrilos, después de haber intentado huir del señor Nekufer.
—Conseguí escapar de Nekufer.
—¿Quién es esta muchacha? —preguntó Ashar con insistencia, intrigado por el repentino respeto que le testimoniaban los egipcios.
—La dama Tanis es la concubina del señor Djoser, hermano del Horus Sanajt —respondió Ayún.
—Debía casarse conmigo —corrigió Tanis envolviéndose en su gran capa de cuero—. Pero Sanajt se opuso al matrimonio, a pesar de que había dado su palabra al rey Jasejemúi, su padre. Entonces, me marché de Egipto. Hoy quiero llegar a Uruk, porque allí es donde vive Imhotep.
Y sacó el puñal de la funda, blandiéndolo ridículamente delante de ella.
—Y mataré a todo el que trate de impedírmelo.
Los egipcios ponían unas caras preocupadas. Con el tiempo, habían ido sintiendo aprecio por aquel compañero singular cuya sabiduría y valor les impresionaban, y cuya alegría de vivir estimaban. Desde luego, era delicado oponerse a la voluntad del rey, pero ninguno tenía ganas de traicionar a una mujer tan hermosa. Incluso si la corte la consideraba una bastarda, no dejaba de ser de sangre noble, y ellos sólo eran comerciantes. ¿Con qué derecho habrían podido exigirle que volviese a Egipto con ellos? Mentucheb estimó que era imprudente mezclarse en los asuntos de los grandes y declaró:
—No queremos hacerte ningún mal, dama Tanis. Quizá hubieras debido advertirnos…
—¿Por qué había de tener confianza en vosotros, cuando el mismo rey nos ha traicionado a Djoser, su propio hermano, y a mí?
—Pero ¿por qué razón te has disfrazado de hombre? —insistió Ashar, a quien este punto preocupaba.
—¡Para evitar problemas! Pero no era buena idea, viendo la forma en que se han comportado tus hombres.
—Desconocían tu naturaleza —respondió el anciano—. Es frecuente que los jóvenes jueguen entre ellos. No hay ningún mal en hacerlo. Ya ves adonde te ha llevado esta maldita superchería. En nuestro pueblo, una mujer que se maquilla de hombre debe ser ejecutada.
—Pero yo no pertenezco a tu tribu —replicó Tanis—. Y no pido otra cosa que abandonar este disfraz si me dejan tranquila.
Ashar movió la cabeza. Desde luego, todos aquellos extranjeros no traían otra cosa más que complicaciones. Decidió dejarles que arreglasen sus cuentas entre ellos.
—Que tus compañeros decidan tu suerte. Pero no quiero más escándalos en mi caravana. ¡Eres mujer, mujer debes seguir siendo, y quedarte en tu puesto!
—No olvides que soy de sangre noble, Ashar. Yo no soy una campesina o una esclava. Me quedaré en mi puesto, pero desde luego nadie ha de dictarme mi conducta.
Ashar sintió un repentino impulso de abofetearla. ¡Aquella muchacha descarada se atrevía a cuestionar su autoridad! Pero a los egipcios no les gustaría demasiado ese gesto, por lo que prefirió acabar la discusión y alejarse refunfuñando. Tanis se volvió hacia el hijo, que la miraba enfadado.
—Creía que eras mi amigo, Moshem.
—No sabía quién eras, noble princesa. Si nos hubieras honrado con tu confianza, nada de esto habría ocurrido. Debo decirte que tu actitud nos divertía mucho.
Tanis refunfuñó, pero hubo de admitir que Moshem no estaba del todo equivocado. Si realmente hubiera sido un hombre, su comportamiento habría provocado burlas.
—He sido un estúpido —añadió con tono lastimero el joven beduino—. Después de aquel extraño sueño, debí sospechar que escondías un secreto. Deseo que sigamos siendo amigos —insistió.
—Está bien —replicó Tanis con altanería.
Su rostro avergonzado barrió rápidamente su enfado, y se echó a reír. Después de todo, la aventura no tenía nada de dramático, y sin duda era mejor viajar bajo su verdadera identidad. Raf’Dhen no dejaba de mirarla, y Tanis se plantó delante de él.
—También a ti te había dado mi confianza.
Moshem tradujo la respuesta.
—Dice que siente mucha admiración por ti. Se excusa por su conducta y se ofrece para convertirse en tu servidor. Añade que nunca ha conocido una mujer tan hermosa como tú.
—Respóndele que no necesito ningún servidor y que, si se le vuelve a ocurrir levantar la mano sobre mí, manejo el puñal mucho mejor que el arco.
Y sin esperar respuesta, regresó hacia los egipcios, ignorando la sombría mirada que le lanzó el hicso.