Capítulo 37
A unos pasos se abrían las fauces gigantescas de un enorme hipopótamo. Nervioso por la tormenta, sin duda, el animal había abandonado el lecho del río y se había aventurado por las tierras sumergidas. El campesino lo vio y se puso a bramar de terror. El hipopótamo avanzaba hacia él.
Echando una rápida ojeada alrededor, Djoser vio un tablón arrancado de la casa medio derrumbada. Lo cogió y saltó al lado del campesino. Antes de que el animal hubiese puesto los pies sobre la tierra firme, Djoser le asestó un violento golpe en la cabeza. La madera crujió, el monstruo retrocedió y lanzó un grito espantoso antes de desaparecer bajo las negras aguas. Djoser agarró al amante de los pájaros y lo atrajo hacia sí. Chapoteando en el barro, alcanzaron la última barca, sobre la que les esperaban los otros dos hombres. Embarcaron rápidamente y abandonaron el islote.
Pero el hipopótamo es un animal vengativo. Nada más empezar a alejarse de la orilla una enorme masa oscura avanzó hacia la barca. Fue el frágil esquife el que recibió el violento choque, pero los cuatro hombres cayeron al agua. Por suerte, el animal se alejó, satisfecho sin duda con su venganza. Un aullido de terror barrenó los oídos de Djoser. A su lado, el campesino al que había salvado se debatía en medio de los furiosos remolinos. Aparentemente, no sabía nadar. Se dirigió hacia él. Gracias a sobrehumanos esfuerzos, consiguió llegar a su altura y aferrarlo con fuerza. Pero la ola los arrastraba. El hombre, enloquecido, se agitaba en todas direcciones. A Djoser no le quedó otra solución que golpearlo violentamente en la cabeza para que permaneciese tranquilo. Luego, sosteniéndole, se dejó arrastrar por la corriente y se dirigió hacia tierra firme, apenas visible debido a las trombas de agua. Con la esperanza de que el hipopótamo no volviese, terminó llegando más arriba de la aldea. Agotado, subió a la orilla, arrastrando al campesino que seguía desvanecido.
De improviso, un violento dolor le trituró un tobillo. Soltó, por la sorpresa, a su compañero y, al resplandor de un relámpago, vislumbró una forma sinuosa que se deslizaba entre las altas hierbas. Una víbora. Lanzó un juramento y, haciendo caso omiso del dolor, cargó sobre sus hombros al campesino, que aún no se había recuperado de su desvanecimiento.
Cuando llegó a la aldea, los otros dos habían conseguido alcanzar la orilla. Senefru arremetía a gritos contra ellos:
—¡Perros malditos! ¡Habéis provocado la muerte del amo! ¡Recibiréis el castigo que os merecéis!
Blandía su bastón con gestos furiosos. Djoser depositó al campesino en el suelo y se acercó a él.
—¡En vez de gritar como un affrit, que preparen comida para esta gente!
—¡Señor! ¡Estás vivo!
—¡Corre!
Con la espalda inclinada, el intendente fue a cumplir la orden. Djoser hizo una seña a Semuré para que se acercase. Su tobillo le dolía de un modo espantoso.
—¡Me ha mordido una víbora! —rezongó.
—¡Por los dioses! ¡Deprisa, entra!
Sosteniéndole, Semuré lo llevó a su cuarto, seguido inmediatamente por Letis, enloquecida. Djoser desenvainó su puñal y lo puso encima de la llama de una lámpara de aceite. Examinó el mordisco, luego, apretando los dientes, cortó la carne con un golpe seco. Presionando luego sobre la herida, extrajo la máxima cantidad que pudo de sangre contaminada. Letis le preparó un emplasto a base de hierbas cicatrizantes. Mientras Semuré regresaba a su cuarto, la joven tomó asiento muy cerca del lecho.
De repente, Djoser sintió un estremecimiento que le provocó una violenta náusea. Soltó un juramento. A pesar de su rápida intervención, el veneno de la víbora se había extendido por su sangre. No podía enhebrar dos pensamientos coherentes.
—¡Estás enfermo, señor!
—No puedo respirar —consiguió decir.
Letis le puso la mano en la frente; estaba ardiendo. Una viva inquietud se apoderó de la joven. Conocía de sobra el poder del veneno de la serpiente. Pero el amo era vigoroso, y sin duda lucharía. Tenía que hacerlo.
—Quédate a mi lado —murmuró.
Su cuerpo padecía continuas convulsiones. Letis llamó a sus esclavas y les ordenó preparar remedios a base de plantas que aplacasen la fiebre.
Al día siguiente, la fiebre había subido. Letis mandó preparar un lecho en el cuarto a fin de velarlo. Durante varios días, permaneció a la cabecera de Djoser, luchando con él contra el veneno, apenas sin dormir. Como era incapaz de alimentarse por sí solo, Letis le ayudó a tragar caldos que ella misma le preparaba a base de leche, miel y pan, o de frutos triturados. La respiración del joven era lenta, penosa. Su piel brillada de sudor. Letis le obligaba regularmente a tragar cubiletes de agua para evitar la deshidratación.
En el exterior de la casa, las gentes de la hacienda esperaban ansiosos, pidiendo noticias del herido. Las mujeres prorrumpían en lamentos. Los dioses les habían dado un amo muy bueno, no podían querer llevárselo de aquella manera. Con el rostro serio, los hombres aguardaban. A veces Pianti y Semuré salían de la casa y les daban alguna información que pretendía tranquilizarlos. Pero sus caras preocupadas desmentían sus palabras. No tardaron los campesinos y los pastores en instalarse delante de la entrada, como para aportar la ayuda de sus palabras a los cuidados que le prodigaba la joven morena que se ocupaba del amo. Senefru, furioso, quiso echarlos, pero Semuré se lo impidió.
—Estas gentes aprecian al amo. No puedo decir lo mismo de ti.
—¡El trabajo está sin hacer! —replicó el otro.
—¿Qué trabajo? Los animales están resguardados, y bien cuidados. Gracias a su valor, no hemos perdido ninguno. En cuanto a las semillas, hay que esperar a que el río baje.
Las sensaciones de frío intenso alternaban con sofocantes oleadas de calor. El aire se negaba a penetrar en sus pulmones. Unos extraños fenómenos embotaban sus miembros. No sabía quién era, ni lo que hacía en aquel misterioso lugar, que ni siquiera reconocía. Un ansioso rostro de mujer flotaba por encima de su cara, pronunciando unas palabras incomprensibles. A veces, unas manos dulces le obligaban a tragar distintas mixturas o pociones.
Un día —¿o era una noche?— le pareció percibir la presencia diáfana de una mujer desaparecida, cuyo nombre rondaba por su memoria, asociada al recuerdo de cálidos abrazos. También ella sufría, también luchaba contra una hidra espantosa que trataba de aspirarles a los dos, al uno y a la otra, en la nada. Hubiera querido socorrerla, ayudarla. Pero no tenía fuerza, sólo la de gritar todo el amor que le unía a ella. Pero sus gritos no fueron otra cosa que lamentables sonidos sibilantes que escaparon entre sus labios.
A la cabecera del lecho, Letis secó su frente cubierta de sudor. Luego se dirigió a Pianti, que había ido a ayudarla.
—No deja de pronunciar ese nombre, señor.
—Tanis. Es el nombre de la mujer con la que iba a casarse. Pero ya murió.
—Tengo miedo. La fiebre se niega a salir de su cuerpo. Hace ya cinco días que delira así.
—La mordedura de una víbora es a menudo mortal. Pero la sangre del dios bueno Jasejemúi corre por sus venas. Vencerá al veneno.
—Ruego a los dioses para que tengas razón, señor.
Letis regresó junto al lecho. De repente, tropezó por el cansancio. Pianti sólo tuvo tiempo para cogerla.
—Deberías descansar, Letis. Casi no has dormido en todo este tiempo.
—¡Pero él me necesita! —dijo la joven con voz agotada.
Pianti sonrió.
—Le amas, ¿no es así?
—¡Oh, sí! No quiero que muera. Quiero que sea feliz. Pero sufre tanto… —Y volvió hacia él unos ojos nublados por las lágrimas—. ¿Por qué nunca acepta una mujer a su lado? Los otros amos honran a sus sirvientas. ¿Me encuentra fea?
—Creo que en su cabeza no habrá nunca más que una mujer, Letis —suspiró Pianti—. Tanis era su reflejo, su doble. Nunca podrá reemplazarla ninguna mujer. Debes aceptarlo.
—Pero ha muerto…
—Para él sigue viva.
Finalmente, la mañana del sexto día Djoser abrió los ojos, bañado por una nueva sensación de bienestar. Su cuerpo aún sentía un profundo cansancio, pero las pesadillas se habían desvanecido. Un aire fresco y ligero entraba en su pecho sin dificultad, llenando sus pulmones. Le pareció que la vida le inundaba de nuevo. Por la ventana abierta penetraba una gran cantidad de olores agradables: perfumes procedentes de la cercana panadería, aromas de flores del jardín, efluvios que llegaban desde el río, libres de los relentes nauseabundos de los primeros días de la crecida. No tardó en comprender que el nivel de las aguas empezaba a bajar.
De pronto sintió contra su costado una presencia cálida. Se incorporó y vio a Letis, acurrucada a su lado, en la posición fetal donde el sueño la había sorprendido, con la cabeza posada sobre el muslo de Djoser. Su túnica se había deslizado, dejando al descubierto unas piernas finas y doradas. Entre sus brazos cerrados, adivinaba las formas seductoras de sus senos firmes. Entonces, por primera vez desde hacía mucho tiempo, el deseo brotó en él. Se levantó y puso la mano sobre el pelo de la joven. Letis se despertó, guiñó los ojos y luego, tomando conciencia del lugar en que se encontraba, quiso levantarse. La retuvo por la muñeca y ella no continuó el movimiento. Una ola de calor la invadió por dentro. Sin decirle una palabra, Djoser la atrajo hacia él y le quitó dulcemente las ropas. Turbada, ella se acurrucó contra su cuerpo.
Cuando las manos de Djoser se posaron en Letis, la joven tembló para luego entregarse. Sus labios se unieron.
Mucho más tarde, cuando se recobró, Djoser se levantó desnudo y se volvió hacia ella.
—Has hecho prodigios, hermosa mía. Llama a los sirvientes, y que traigan algo de comer. Me muero de hambre.
Ella soltó una carcajada, se puso el vestido y salió para proclamar que el amo se había salvado.
La noticia de su resurrección corrió como un reguero de pólvora por toda la aldea. Todos abandonaron sus trabajos para ir a saludar al amo, que se vio obligado a salir para devolver el saludo.
Poco después Djoser visitó a los náufragos del islote. El hombre al que había socorrido se arrojó a sus pies.
—¡Tú me has salvado la vida, señor! Por eso te pertenece. Ojalá perdones a tu servidor por haber tenido que arriesgar la tuya.
—Es muy justo —le contestó Djoser—. Me gustaría que me hablases de tus pájaros.
Los ojos del hombre se iluminaron.
—¡Ah, señor! Aquí me toman por loco. Es cierto que abundan los pájaros. Se pueden coger fácilmente con redes, pero es más fácil tenerlos al alcance de la mano. Además, proporcionan huevos y plumas en gran cantidad. Mi padre los criaba antes que yo. Durante los duros años en que la hambruna azotó el país, gracias a ellos a nosotros nunca nos faltó alimento[26].
—¿Cómo te llamas?
—Ameni, señor.
—Me parece buena tu idea. Por eso te encargo la tarea de rehacer tu criadero de aves.
El hombre volvió a arrojarse a los pies de Djoser.
—Tu servidor te da las gracias, señor. Tendrás las ocas más hermosas y los patos más bellos de los Dos Reinos.
—No sé si has hecho bien —rezongó Senefru cuando Djoser le ordenó que un escriba anotase el decreto que nombraba a Ameni director de aves de Kennehut. Aquí tenemos pájaros suficientes. Basta con tender las redes.
—Este hombre conoce su tarea —replicó el joven—. Y además, tiene razón. La crecida del Nilo no va a favorecer las cosechas. No quiero que mi gente se muera de hambre.
—¡Pero, señor, no son más que campesinos!
—¡Eso es suficiente! Me cansas, Senefru. Cumple mis órdenes, o buscaré un nuevo intendente.
El rostro de Senefru se descompuso, luego dio media vuelta enmascarando su despecho tras una expresión obsequiosa.
Pocos días más tarde, Ameni quiso enseñarle el corral que había preparado, y que ya había llenado de patos y ocas.
—Con tu permiso, señor, construiré otros para poner cisnes, grullas, pichones y palomas.
—Haz lo que te parezca bien. Tienes toda mi confianza. Y no permitas que Senefru te cause problemas.
Letis había tomado la costumbre de meterse en la cama de Djoser todas las noches, con gran alegría de los campesinos, encantados de que su amo hubiese recuperado por fin el gusto por las mujeres, indispensable para una buena salud.
Aprovecharon el tiempo libre para reconstruir las casas destruidas por las aguas. Los artesanos que fabricaban ladrillos con la arcilla procedente de las orillas del río trabajaban sin descanso, moldeando filas enteras que luego secaban al calor del sol, que había reaparecido.
El Nilo había empezado a decrecer. No tardó en regresar a su cauce, dejando a sus espaldas charcas y una tierra oscura y fangosa.
Las aguas habían desplazado los límites de los campos, y Djoser hubo de intervenir en varias ocasiones para resolver conflictos de lindes entre los campesinos. Su condición de amo del lugar le convertía en juez supremo de la aldea. Cuando todos esos problemas quedaron resueltos, organizó una fiesta para celebrar el fin de la inundación y el principio de la siembra. Mandó inmolar un cordero a la gloria de la diosa serpiente Renenutet, la divinidad de la tierra.
Y se pusieron al trabajo. Para empezar, era preciso destripar los terrones con la ayuda de azadas. Luego labraron los campos con arados tirados por yuntas de bueyes. Siguiendo la costumbre, las quijeras se colocaban sobre los cuernos de los animales, que un guía dirigía. Otro hombre apoyaba todo su peso sobre el instrumento repitiendo un canto obsesivo:
—¡Pesa sobre el arado! ¡Haz que pese tu mano!
Cuando los animales llegaban al final, gritaba:
—¡Media vuelta!
Y los animales empezaban a caminar en sentido contrario. El contacto con los campesinos le permitió saber a Djoser que lo que más querían y respetaban eran los bueyes y las vacas. Cada animal tenía un nombre. Les gustaba adornarlos con collares de flores.
Luego tuvo lugar la siembra propiamente dicha. Bajo la mirada inquisidora de unos escribas meticulosos, los campesinos iban a llenar sus sacos de granas, almacenadas en silos cónicos, y luego recorrían los campos cantando. Trabajaban con música: tañedores de flauta acompañaban a los labradores y sembradores para alegrarles con su música. A Djoser y a sus compañeros les gustaba unirse a los campesinos cuando hacían un alto. Mandaba que les llevasen jarras de cerveza fresca, panes y frutas, provocando los reproches de Senefru.
—¡Eres demasiado generoso con ellos, señor! Derrochar así todo este buen alimento…
—¡Deja de refunfuñar, viejo gruñón! —replicaba Djoser de buen humor—. Mi maestro Meritrá siempre se portó bien con sus servidores y sus esclavos. Pensaba con razón, que un hombre con la tripa llena y satisfecho con su suerte trabaja con más ganas. Tiene empeño en lograr que su amo quede satisfecho. Además, estimo que un hombre debe recibir una retribución justa por su trabajo. En las ciudades se suele despreciar estúpidamente a los campesinos. Y sin embargo, gracias a su trabajo podemos saciar nuestra hambre. Por eso, mientras yo sea el amo de la hacienda, esta gente recibirá el salario que merecen y tendrán derecho a ser tratados con respeto.
Senefru se inclinaba refunfuñando. Con el tiempo, sus relaciones habían mejorado. Djoser apreciaba la calidad del trabajo de Senefru, a pesar de sus defectos. Escrupuloso hasta la obsesión, llevaba las cuentas de la hacienda con una transparencia digna de elogio, y el joven aprendió con él muchas cosas sobre la forma de llevar una propiedad tan importante.
La ganadería de Ameni iba creciendo, con una consecuencia insólita. Deseoso de ganarse la amistad de la concubina oficial del amo, le había regalado una cría de oca, en principio destinada a morir en forma de un delicioso asado. Pero Letis sintió cariño por el volátil, que la seguía a todas partes, tan afectuosa como un perro. Además, el animal montaba una guardia eficaz alrededor de su ama, expulsando a los intrusos que se le acercaban demasiado. Divertidos, los campesinos habían tomado la costumbre de verla recorrer la hacienda acompañada por su oca.
Inteligente y dulce, Letis había sabido imponerse como ama de casa, vigilando a los servidores que trabajaban en las cocinas, a los que se ocupaban de la casa, a las mujeres que tejían la ropa. Pero pasaba la mayor parte de su tiempo en compañía de Djoser. Su rostro risueño reflejaba las tumultuosas noches que compartían.
Una mañana, Letis le anunció que esas noches habían dado su fruto. Desconcertado, Djoser la miró estupefacto. Aún no se había imaginado en el papel de padre. Pero la noticia le alegró, e inmediatamente decidió organizar una fiesta para celebrar la próxima llegada de su hijo. Porque no tenía ninguna duda de que sería un varón.
Le habría gustado, desde luego, que su madre fuese Tanis. Letis nunca colmaría el vacío dejado por la desaparecida, pero se sentía vinculado a la joven, a su conversación, a su amabilidad. Siempre estaba de buen humor, se maravillaba ante el menor regalo que él le ofrecía. Su maternidad futura la volvía radiante.
—¿Viviremos siempre en Kennehut? —le preguntó ella un día.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Un viejo campesino me ha contado una leyenda. Afirma que, muy lejos hacia el sur, existe un lugar mágico donde el Nilo salta como un carnero entre dos montañas.
—Meritrá me habló de ese lugar, se trata de la primera catarata.
—En ese lugar existen dos islas. En la primera se alza un templo. Pero la segunda está desierta, y lo único que hay es un cerro misterioso. Según la leyenda, fue en ese lugar donde el terrible Set mandó enterrar la pierna izquierda del dios Osiris después de haberlo descuartizado.
—Es así. Su esposa Isis la encontró, lo mismo que las demás partes del cuerpo de su esposo. Lo reconstruyó, y le insufló vida de nuevo. Eso dice la leyenda.
—El anciano pretende que ese lugar es de una belleza maravillosa. ¡He soñado con ir allí, mi señor!
Djoser tuvo que echarse a reír ante el entusiasmo de la joven.
—¿Y por qué no? Pero sería más prudente esperar a que nuestro hijo haya nacido. La primera catarata está situada en la frontera del país de Kush.
A menudo, viajeros de toda condición, señores, ricos mercaderes, soldados o marineros, hacían un alto en Kennehut. Djoser los invitaba entonces a compartir su comida, y les ofrecía hospitalidad para pasar la noche. Gracias a ellos tenía información sobre lo que ocurría en Mennof-Ra, sobre el rey o sobre los otros nomos.
Así supo que nuevas partidas de bandidos se habían extendido por el Bajo Egipto, procedentes en esta ocasión de Oriente.