Capítulo 1
Hacia el 2680 a. C.…
Una inquietud malsana empezaba a dominar los espíritus. Con la lengua seca como la estopa y los miembros molidos por la fatiga, los hombres esperaban. El aire había tomado la consistencia de la arena roja del desierto de los muertos y crujía entre los dientes. Desde hacía cuatro días, un viento tórrido y asfixiante soplaba con violencia desde las angustiosas extensiones del Amenti, horizonte occidental donde, por la noche, el disco de oro de Horus se teñía de púrpura y se metamorfoseaba, por un breve instante, en Atum el imperceptible, el que existe y no existe. Probablemente aquel viento sofocante no era otra cosa que el aliento de Set el Destructor. En los infernales torneos que bailaban a lo lejos se expresaban las contorsiones de los affrits, esos espíritus malignos que recorrían las soledades desoladas para extraviar a los viajeros.
Se esperaba con impaciencia la llegada de Hapi, la divinidad bienhechora. Pero tardaba mucho. Entonces, con la fatiga, la duda se instalaba en las mentes de todos. ¿No era el Amenti la tierra infernal donde sobrevivían los muertos, a imagen del dios sol Ra, que moría todas las noches y atravesaba las regiones oscuras para renacer a la vida por la mañana? Y si Apofis, la serpiente monstruosa, la criatura de Set el Rojo, conseguía aniquilar al dios solar…
Bajo el soplo ardiente e incesante de la implacable divinidad, la tierra se abría, se resquebrajaba, se agrietaba para fundirse poco a poco en el desierto mortal que la bordeaba a ambos lados del río. Las aguas pesadas y lentas del Nilo fluían y se adentraban, sombrías, por interminables lenguas de arena. En sus crestas resecas velaban, completamente inmóviles, altas criaturas sombrías de mandíbulas implacables: los hijos de Neit, la Madre de los dioses, imágenes vivientes del terrible Sobek, el dios cocodrilo.
Hasta las orillas mismas del río se agrietaban bajo el efecto de la tempestad. Una muerte taimada reptaba a lo largo de los canales secos. La naturaleza, ávida de un agua que se había vuelto escasa, economizaba para preservar la vida refugiada en las hierbas quemadas, en los espectros de los árboles cubiertos de polvo, cuyas hojas secas iban rompiéndose bajo la acción de los vientos áridos.
En campos y praderas, los campesinos agobiados andaban errantes como fantasmas. Por suerte las cosechas estaban recogidas, y Renenutet, la diosa serpiente que presidía las recolecciones, se había mostrado generosa. Con la garganta deshidratada, con los miembros agotados de fatiga y la piel ajada por la arena que arrastraba el jamsin, los hombres seguían trabajando para preparar la llegada de las aguas negras y limosas que fertilizarían los campos. Pero no podrían sembrar de nuevo hasta que aquellas aguas benéficas hubieran empezado a retirarse. A veces, un campesino, cuyo atuendo consistía en un rústico taparrabos de fibra de palma trenzada, fruncía los ojos, miraba hacia el sur y luego proseguía su faena elevando una plegaria muda a Hapi, dios del Nilo.
En la ribera occidental del río-dios se extendía la ciudad, Mennof-Ra, nueva capital de los Dos Reinos, bochornosa por el calor y sumida en una bruma móvil de arena y polvo. Detrás de las frágiles murallas de ladrillo todas las actividades habían bajado su ritmo.
Acurrucado en una pequeña sala de la morada del señor Meritrá, Auat, un escriba barrigudo, dejó su cálamo, se enjugó la frente y dirigió los ojos hacia el río, cuyas aguas verdes divisaba por la ventana. Según las estimaciones de los sacerdotes astrónomos, ya llevaba nueve días de retraso. Como todos los años, la llegada del benéfico dios sería anunciada por un viento ligero y fresco soplando desde el norte. Pero la tempestad se eternizaba… Una sorda angustia invadió a Auat. Era imposible. Los dioses nunca habían abandonado de aquel modo a sus hijos.
Luego prosiguió su minuciosa labor, que consistía en llevar al día los haberes del señor Meritrá, Sabio entre los Sabios, amigo único del rey, el dios viviente Jasejemúi. Auat se consideraba muy honrado por aquella función, a la que aplicaba todo su celo y todo su conocimiento de los Medu-néteres, los signos de escritura.
De pronto, la silueta hierática del señor Meritrá apareció en la puerta, provocando un sobresalto a Auat. Traía en la mano su med, el bastón honorífico símbolo de su cargo. Además de su taparrabos de fina tela de lino blanco, llevaba una ligera pañoleta que le protegía de la arenisca del viento. Su jefe utilizaba una peluca larga que le caía sobre la nuca. Auat alzó la cabeza y sonrió al recién llegado, que le respondió de la misma manera.
—Pareces muy nervioso, amigo mío. ¿Qué atormenta tu corazón?
—La crecida se hace esperar, amo mío.
Meritrá movió la cabeza gravemente.
—Lo sé. Parece como si la tempestad no quisiera parar nunca. ¿Han llegado mis alumnos?
—El señor Djoser y la joven Tanis te esperan en el jardín.
Meritrá abandonó la estancia y se encontró en la terraza que rodeaba su morada, desde donde se percibía el conjunto de la ciudad. Observó durante un momento las siluetas de los obreros que bajaban en dirección de los canales, armados de palas de madera y de cestos. Hasta él llegaban sus cantos, sofocados por los zumbidos de la tormenta. El anciano se quitó con un gesto de fatiga los granos de arena que el vendaval había incrustado en la piel de su rostro, y luego se dirigió hacia su jardín, motivo de orgullo para él.
Fascinados desde siempre por la belleza de la naturaleza, los egipcios adoraban los árboles y las flores, y les gustaba adornar con ellos sus casas. Los personajes importantes tenían gran interés en adornar sus jardines para placer de la vista y el olfato.
Rodeado por un grueso muro de ladrillo que lo protegía un poco del viento seco y cálido, el jardín de Meritrá era lo bastante grande para acoger en su centro un estanque artificial alimentado por un canal procedente del Nilo. Por desgracia, el nivel de las aguas estaba muy bajo, y amenazaba con asfixiar a unos cuantos peces que vivían allí. Alrededor del estanque se alzaba toda suerte de árboles: palmeras, sicomoros, higueras, granados, tamarindos, acacias y perseas. Un soberbio sauce dejaba colgar su larga cabellera amarillenta sobre el estanque. En sus ramas se refugiaban distintas clases de pájaros: ibis, pichones, palomas. A lo largo de la pared de la casa trepaba una soberbia parra que daba grandes racimos de uvas azules, de las que obtenían un vino ligero.
Al fondo del jardín se alzaba un magnífico cedro, importado hacía muchísimo tiempo por el propio abuelo de Meritrá, en la época del rey Ni-Neter. El árbol dominaba la finca con su masa gloriosa, y parecía desafiar a la tempestad que inclinaba su fronda. Sentados sobre sus pies junto al tronco macizo del sauce, esperaban dos jóvenes, un chico y una chica. Detrás de ellos permanecía un nubio de piel oscura, el esclavo Yereb, que nunca se apartaba de su joven ama.
El muchacho se llamaba Djoser. Iba vestido con un doble taparrabos de fina tela blanca, ceñido por un cinturón, una de cuyas partes, alargada, caía por delante y tapaba las partes genitales. Por detrás llevaba fijada al taparrabos una cola de leopardo semejante a la que utilizaban los soldados reales. La robusta complexión del muchacho, cuyos nudosos y potentes muslos se movían bajo la piel dorada, desmentía sus catorce años. De mandíbula cuadrada y decidida, y de ojos negros, se beneficiaba ya de una incomparable destreza en el manejo de las armas, resultado del entrenamiento intensivo a que lo sometían los mejores maestros del general Merura, en la actualidad un anciano, pero a quien el padre de Djoser, Jasejemúi, debía su victoria sobre el usurpador Peribsen.
Comparada con el muchacho, la joven Tanis parecía muy frágil. Su única ropa consistía en un corto taparrabos, verde, sujeto a la cintura por un ceñidor de hebilla de cobre, del que estaba muy orgullosa. Hasta una época reciente, muchas veces no llevaba ropa alguna, como los demás niños. Un destello de ternura iluminó los ojos de Meritrá cuando se posaron en aquel rostro de finos rasgos, enmarcado por unos cabellos cortos de un negro de jade. Observó satisfecho, sobre el pecho desnudo de la niña, los dos senos incipientes.
A los doce años, Tanis acababa de entrar en la edad de la fecundidad. Había sido en casa de Meritrá donde había fluido su primera sangre, hacía apenas tres lunas. El suceso había sorprendido a la pequeña, que aún llevaba el pelo rasurado y la mecha infantil vuelta hacia la oreja derecha. Seguía con atención las enseñanzas del anciano. Durante el reciente derrame que la convertía en una mujer, su taparrabos se había manchado de pronto de un líquido color de rubí. Emocionado, Meritrá la había confiado a los cuidados de sus sirvientas, bajo la mirada inquieta de Djoser, a quien luego Meritrá explicó el ciclo mensual de las mujeres.
Así pues, Tanis había alcanzado la edad en que un hombre podía pretenderla por esposa. Sin embargo, salvo Djoser, nadie estaba interesado en ella. Sólo era una bastarda, como solía subrayarse con desprecio, y al Horus Jasejemúi no le gustaba demasiado que asistiese a las lecciones que Meritrá dispensaba a Djoser, su segundo hijo. Pero un intenso sentimiento unía a los dos niños. Por Tanis, Djoser no dudaba en arrostrar las iras de su divino padre. Desaprobaba el ostracismo que padecía la muchacha, y apreciaba mucho su presencia. Era obstinado, y había terminado saliéndose con la suya.
En este punto se había visto apoyado por Meritrá, que había hecho uso de su influencia y su diplomacia para explicar al rey que la niñita no le molestaba en modo alguno, e incitaba incluso a su hijo a estar más atento todavía. La erudición del anciano era tal que Jasejemúi había recurrido muchas veces a sus consejos. Por respeto hacia esa sabiduría, el rey había cedido al deseo de su hijo.
Meritrá se había felicitado por ello. A lo largo de su existencia, rara vez había encontrado el anciano preceptor una alumna más inteligente y más abierta. La niña rezumaba un carisma y un encanto innato al que no se podía permanecer insensible. Al desprecio, Tanis oponía la indiferencia. Le bastaba con estar al lado de Djoser. Su carácter feliz y entusiasta la llevaba a interesarse en todos los temas de forma apasionada. La luz de sus ojos oscuros cautivaba a todo el que se acercaba, y sólo los imbéciles ignoraban la seducción que de ella se desprendía. Djoser no necesitaba de aliento alguno para el estudio, pero la presencia de Tanis agudizaba su curiosidad natural, que encontraba un eco sorprendente en su pequeña compañera. Charlaban, intercambiaban ideas, se adentraban mutuamente por las vías de la comprensión. Para Meritrá, los dos jóvenes se beneficiaban de la benevolencia de Tot, el néter de cabeza de ibis, que favorece el conocimiento. Tanto uno como otra dominaban ahora la escritura jeroglífica, cuyos múltiples matices sabían interpretar.
Asimismo, se había preocupado de que ambos siguiesen las enseñanzas de los maestros artesanos, a cuyo lado habían descubierto los secretos de la cerámica, la ebanistería, el tejido y el arte de la talla de piedras. No compartía la opinión de los escribas, depositarios del saber, que, a su entender, tendían demasiado a confundir la erudición con la inteligencia, y que sólo mostraban desdén hacia los artesanos.
Meritrá había grabado en la mente de sus dos jóvenes discípulos una idea que escapaba a quienes él sólo consideraba como funcionarios apasionados, ciegos a cualquier sutileza.
«Saber —decía—, es servirse de la memoria para retener toda clase de nociones. Pero conocer significa asimilar, comprender con conciencia, hasta formar un sólo objeto con esas nociones; conocer es alimentar la mente un poco como alimentamos el cuerpo.»
Durante sus largos paseos les había enseñado a observar la naturaleza y escucharla. «Comprender sus secretos ayuda a comprender el poder de los néteres», explicaba Meritrá. De este modo Djoser y Tanis habían descubierto que los néteres no eran, como imaginaban las personas crédulas, dioses dominadores a los que había que obedecer de forma ciega, sino principios de energía invisible que hacían vivir y vibrar al universo. No exigían a los hombres que se sometiesen mansamente a su voluntad, pero sólo desvelaban sus secretos a quienes sabían comprenderlos.
Sin embargo, a pesar de que, además de sus extrañas representaciones, habían percibido la verdadera naturaleza de los dioses, Djoser y Tanis aún no habían hecho un camino suficientemente lleno de experiencias para alcanzar lo que Meritrá denominaba el estado de Majerú, es decir el estado del iniciado tocado por la palabra de Ma’at, diosa de la armonía y la justicia. Eran demasiado jóvenes. «Además —había precisado Meritrá—, pocos hombres son capaces de alcanzar ese nivel de sabiduría.»
Un crudo viento zarandeó a Meritrá, que se envolvió en su larga pañoleta de lino. Escupió un poco de arena y avanzó hacia sus dos alumnos, que le recibieron con cariño. El muchacho preguntó:
—¡Oh Meritrá!, ¿crees que Hapi estará pronto de regreso?
—Así lo pienso, hijo mío. Ra no tardará en alcanzar la cima de su curva. Dentro de dos o tres días como mucho, el nivel de las aguas empezará a subir, y traerá la vida, como todos los años. Es inútil que te atormentes.
Intervino entonces la voz cristalina de Tanis.
—Pero cada día hace más calor. ¿No estará Set tratando de destruir a Hapi? Si consigue vencerle, ¿qué pasaría?
El anciano sonrió.
—Los dioses me han concedido ya más de setenta años de vida. Desde siempre, el dios del río nunca ha abandonado a sus hijos. Con cada nuevo año, he visto a las aguas henchirse, volverse negras e inundar el país de Kemit para insuflarle una vida nueva. ¿Por qué ahora no habría de ocurrir lo mismo?
—Este viento infernal dura desde hace varios días… —continuó la joven, con ansiedad—. Temo que el dios rojo haya vencido.
Utilizando la silla de pies esculpidos en forma de patas de buey que un servidor había llevado para él, Meritrá se sentó junto a sus dos jóvenes y se tomó tiempo para meditar sus palabras. Finalmente, declaró:
—¡Escúchame bien, Tanis! Set no tiene poder alguno frente a Hapi. Hapi no es el Nilo mismo. Es su espíritu, su poder, la crecida benéfica que aporta consigo sus aguas regeneradoras. Es a un mismo tiempo hombre y mujer: hombre cuando es el agua oscura que fertiliza la tierra, y mujer porque también es la misma tierra que fecunda. Con Hapi, el ciclo de la creación del mundo recomienza todos los años. Sus aguas son las de Nun, el océano del caos primordial, que cuando se retiran dejan tras ellas unas tierras generosas. Bajo las aguas, es el soplo formidable de Osiris, el dios resucitado, el que vuelve a dar vida a Egipto.
Su rostro apergaminado esbozó una sonrisa, y añadió:
—No, Set no tiene ningún poder frente a Hapi el hermafrodita. No os alarméis, las aguas negras volverán, hijos míos. Y con ellas volverá la vida.
Inquieto y escéptico, Djoser preguntó con leve agresividad:
—Pero ¿no es peligroso mantener en Mennof-Ra el culto del dios maldito? Su reino es el desierto. Y el desierto intenta engullirnos. Los sacerdotes aseguran que la crecida trae ya varios días de retraso. ¿No es la presencia de Set la que la impide volver?
—Ya ocurría lo mismo en la época de los primeros Horus, hijo mío, —replicó Meritrá—. La sequía precede siempre a la inundación. Esto forma parte del ciclo de la vida.
El muchacho movió la cabeza, no muy convencido.
Meritrá unió lentamente sus manos delante de su rostro y respiró hondo. Luego declaró con voz dulce:
—Djoser, no dejes que la arena del miedo y de la ignorancia ciegue los ojos de tu mente. Los néteres tienen muchas caras, según lo que los hombres disciernan en ellos. En Set nos imaginamos el dios salvaje de la guerra y de la violencia, el de la sequía y del desierto de los muertos. Pero… imagina una cáscara de huevo.
Djoser miró al anciano, sorprendido.
—¿Una cáscara de huevo?
—La cáscara es seca, tan seca como Set. Es una de sus manifestaciones. Sin embargo, protege la vida. Osiris, el dios fecundo, es el poder de vida que dormita en el interior de la cáscara. Pero sin ella no podría realizar su obra. Por lo tanto, también Set es indispensable para la vida, lo mismo que Osiris.
Djoser hizo un gesto de duda. Meritrá prosiguió con su voz serena:
—Set destruye para mejor engendrar la vida, Djoser. Es el complemento natural de Osiris y de Horus.
El muchacho bajó los ojos. No había contemplado las cosas desde ese punto de vista.
—Entonces ¿por qué es maldito?
El anciano suspiró.
—Los hombres no siempre saben interpretar el poder de los néteres. Temen a Set y levantan templos en su honor. Pero no le comprenden.
—¿Por qué?
—No debemos imaginar los néteres como si fueran personas. Es muy difícil comprenderlos. Nos los representamos como personajes, un hombre con cabeza de halcón para Horus, con cabeza de monstruo para Set, o un toro para Apis, para Ptah. Pero todo eso no son más que imágenes destinadas a las mentes simples. La realidad es mucho más compleja. Sólo los iniciados conocen el significado profundo de los dioses. Son poderes invisibles que se expresan de distintas maneras, y todas ellas se completan y armonizan según Ma’at. Por ejemplo, la verdadera naturaleza de Ma’at no es mala. Es la interpretación que de ella se hace lo que resulta nefasta. Porque muchas veces los hombres juzgan a través de la pantalla ciega de sus prejuicios.
—Entonces, en tu opinión, ¿hay que mantener el culto de Set en Egipto?
—Set es la muerte, pero también la resurrección. Es la otra cara de Horus. Y hemos de conservar esta imagen. Sin embargo, ¿quién lo sabe en la actualidad? Desde el reinado del usurpador Peribsen, no se ve en él otra cosa que el dios de las batallas y de la guerra. Y ese dios sí hay que alejarlo de Egipto.
—¿Por qué no lo hace mi padre?
—El usurpador Peribsen despertó una antigua creencia que encontró muchos adeptos entre la población. Cuando el general Merura, en nombre de Jasejemúi —Vida, Fuerza, Salud—, derrotó a los ejércitos de Peribsen, tu padre hubo de pactar con esa creencia para traer la paz. El rey restableció el culto de Horus, que su predecesor había suprimido, pero ha preferido conservar el culto de Set, y colocar a las dos divinidades en pie de igualdad. Por ese motivo se le llama Neterui-Inef, el que ha reconciliado a los dos dioses.
Djoser permaneció un momento en silencio, luego declaró:
—Creo que comprendo, oh Meritrá. Sin embargo… —Tuvo un momento de duda, pero continuó—: Sin embargo, tengo la impresión de que el espíritu de Set, el de la destrucción, va royéndonos poco a poco, y devora nuestra ciudad para que vuelva al desierto.
—¡Concreta tu idea! —pidió Meritrá.
—Mennof-Ra es la capital de las Dos Tierras. Sin embargo, en ella no se construye nada. La muralla que la protege está destruida en varios puntos. Los templos y las casas se derrumban un poco más todos los años cuando vuelve la sequía. ¿No es ése el trabajo de Set?
El anciano respondió con una sonrisa divertida:
—Eso es más bien fruto de la ausencia de trabajo de los hombres.
El muchacho se obstinó con vehemencia.
—Sin embargo Ptah es uno de los principales néteres de Egipto.
—Explícate.
—Ptah es el herrero, el dios creador. ¿Por qué no inspira ya a los habitantes de Mennof-Ra? ¿Le impide Set incitar a los pobladores a construir nuevas casas, nuevos palacios?
El anciano se tomó su tiempo para contestar.
—Tu observación es muy justa, hijo mío. Pero no se trata de Set. Los grandes señores de hoy se han dormido recordando sus victorias pasadas. Ya no construyen nada.
—Si yo estuviera en el lugar de mi padre, sería un constructor, como Ptah. Haría de esta ciudad una urbe magnífica, capaz de resistir los asaltos de Set. Una ciudad que causaría admiración a los viajeros que llegasen del otro lado de nuestras fronteras. Sería la ciudad más hermosa del mundo.
Meritrá suspiró:
—Pero nunca podrás hacer todo eso, oh Djoser. No olvides que sólo eres el segundo hijo del rey. No serás tú quien le suceda cuando él se reúna con los dioses.
Una vez más, el muchacho bajó la cabeza. Se sentía pillado en falta. Pero no quiso abandonar tan fácilmente. En el fondo de sí mismo una voz le gritaba que tenía razón. Y añadió:
—Sé que me destina al oficio de las armas. Pero veo… veo tantas cosas. Esta ciudad podría llegar a ser tan hermosa.
Meritrá le puso la mano sobre la cabeza.
—Mejor harías expulsando esas ideas de tu mente, hijo mío. Si se enterase, el Horus tal vez tuviera celos.
—Pero me quiere. ¡Me escuchará!
Meritrá movió la cabeza, pero no dijo nada. Sabía que los sentimientos del rey hacia su hijo menor eran poco calurosos. Catorce años antes, Nema’at-Api, la segunda esposa de Jasejemúi, había muerto al dar a luz a su hijo. Desde entonces, el rey, inconscientemente, hacía a Djoser responsable de la muerte de esa mujer a la que amaba de un modo especial. Se había alejado de su primera esposa, madre de su primogénito, Sanajt, y había despreciado a sus concubinas. En nombre de ese rencor nunca declarado, había dejado a un lado a Djoser, destinándole a la carrera militar. A pesar de ello, el muchacho quería seguir creyendo con todas sus fuerzas en el amor de su padre, incluso aunque no ignorase, en el fondo de su corazón, que el rey prefería a Sanajt, diez años mayor que Djoser. Y Sanajt detestaba a Djoser, y nunca desaprovechaba la ocasión para hacérselo notar. Pero la naturaleza generosa del joven príncipe se negaba a admitir que Jasejemúi fuera capaz de rechazarle del todo por haber destruido la vida de su madre. Ya sufría él demasiado por no haberla conocido. Djoser continuó:
—No deseo suceder a mi padre. Pero pienso que habría que reforzar las defensas de Mennof-Ra. Si los bandidos del Sinaí o los beduinos del Desierto de los Muertos nos atacasen en gran número, como ya ha ocurrido alguna vez en el pasado, no podríamos resistir sus ataques. El recinto que la protege está en ruinas, como muchas casas. Tis, la antigua capital del Alto Egipto, es más poderosa.
—Fue Peribsen quien decidió instalarse en Mennof-Ra, y no fue una mala elección, porque esta ciudad estaba situada en la frontera de los dos reinos, el del Norte y el del Sur. Así se afirmaba como su soberano.
—Pero no hizo nada para que se convirtiera en una capital. Sólo pensaba en la guerra. Mi padre, en cambio, podría desarrollar esta ciudad. En vez de hacerlo, los escribas se contentan con anotar por escrito todas las transacciones, e imponer unas tasas exorbitantes para que los nobles puedan vivir en la opulencia.
—Tú mismo formas parte de la nobleza, Djoser.
—Mi corazón sangra cuando veo a los campesinos y los artesanos sufrir de hambre. Y sin embargo son ellos los que proporcionan el alimento con que se atiborran los señores, son ellos los que fabrican los objetos magníficos, los muebles, los pilones y las estatuas que adornan sus palacios. No creo que eso sea muy justo. Ma’at no debe de estar muy contenta, oh Meritrá.
El anciano hizo un gesto de duda. No quería contradecir a su alumno, cuya opinión compartía en gran medida. Cuando decidió que su alumno compartiese la vida de los artesanos y los campesinos, no lo hizo sin segundas intenciones. Pero había cometido un error.
—Sigue, hijo mío.
—El rey es la encarnación de Ma’at, la verdad y la justicia. Su papel consiste en mantener el equilibrio entre el Bien y el Mal. Egipto es un imperio donde debe reinar la armonía. Todos los hombres pueden ocupar un puesto, en función de sus capacidades, para respetar ese equilibrio querido por los néteres. Pero debe permanecer libre y digno. Así se unen todos los espíritus, para formar uno solo, el de Kemit. ¡Has sido tú quien me ha enseñado todo esto, oh Meritrá!
El anciano guardó silencio. Tampoco él aprobaba la política realizada por Jasejemúi, espíritu débil y sometido a la influencia de los grandes terratenientes, que aprovechaban su posición para enriquecerse desvergonzadamente. Todo esto había empezado, de hecho, durante el reinado de Peribsen, que buscaba apoyarse en una aristocracia poderosa. Cuando recuperó el poder, Jasejemúi habría debido volver a los antiguos valores. Pero le había parecido muy práctico conservar las nuevas reglas impuestas por su predecesor. Desde ese momento, nadie veía más allá de su interés personal, y a pesar de los esfuerzos de algunos sabios, entre los que figuraba Meritrá, la fortuna de Egipto iba concentrándose poco a poco en las manos de grandes señores que la absorbían con avidez de sanguijuelas.
El anciano preceptor había utilizado su posición para inculcar a su joven alumno los principios de los antiguos Horus, los que habían hecho de Egipto un doble reino poderoso y respetado. Pero aquel alumno nunca accedería al Trono de Luz. Finalmente, Meritrá declaró:
—Comprendo tus sentimientos, hijo mío. Sin embargo, hazme caso, lo más prudente es que los guardes para ti.
Djoser alzó los ojos hacia su maestro.
—¿Eso quiere decir que Isfet, diosa de la injusticia y del desorden, seguirá reinando en Egipto?
—Nadie conoce el futuro, Djoser. Pero tú no eres quién para juzgar las decisiones del Horus —respondió el anciano con cierto apuro—. No olvides que el Horus es de esencia divina.
Djoser suspiró:
—Lo sé, oh maestro.
Meritrá se levantó, y los dos jóvenes le imitaron. Los tres caminaron por el jardín barrido por los vientos cargados de arena, luego el anciano puso su mano sobre la cabeza de la niña y declaró dirigiéndose a Djoser:
—Acuérdate, hijo mío, de la historia del padre de Tanis. No era más que un joven noble de familia modesta, y se atrevió a amar a Merneit, una dama de alto linaje. Nunca se lo perdonaron. El Horus dio cauce a su cólera, a pesar de que esa joven era hija de su prima. Pero escuchadme bien los dos: ¡ése no era el único motivo! Aquel joven desbordaba imaginación y creatividad, y su entusiasmo le volvía ciego a la desconfianza del rey, provocada por la hostilidad de la corte. También él preconizaba el desarrollo de Mennof-Ra, la construcción de una gran muralla, la edificación de templos de una concepción totalmente nueva. Según quienes le conocieron, era un loco.
—Eso no es cierto, oh Meritrá —replicó la pequeña.
—Lo sé, hija mía. Tu padre no estaba loco, todo lo contrario. Era incluso, a pesar de su corta edad, un personaje extraordinario. Según sus palabras, había ideado un sistema que permitiría conocer de antemano cuáles serían las consecuencias de cada crecida. Había trabajado mucho con los artesanos, sobre todo los canteros, con quienes no dudaba en mezclarse con toda sencillez.
Meritrá sonrió.
—Se habría dicho que el espíritu de Tot habitaba en él. Le bastaba con observar el trabajo de un artesano para comprender al punto los secretos de su arte. Se interesaba apasionadamente por cualquier cosa, con la sed de aprender de un niño, pero también con la lucidez de un hombre inspirado por los dioses. Un ardor formidable vibraba en todo su ser, haciendo brillar un resplandor extraordinario en sus ojos. Merneit era joven y bella. Grandes señores deseaban convertirla en su primera esposa. Sin embargo, ella los ignoraba a todos, porque había sido seducida por el encanto irresistible de tu padre, Tanis. Por él se atrevió a enfrentarse a la cólera de su familia para vivir una aventura apasionada con aquel joven noble sin fortuna. De sus amores naciste tú, Tanis. Cuando supo que su hija estaba embarazada, tu abuelo, Nebré, pidió a Jasejemúi el castigo de los culpables. Tu madre fue ofrecida, como simple concubina, al viejo general Hora-Hay, que nunca le dio más hijos. Además, todos saben que prefiere muchachos jóvenes. En cuanto a tu padre, fue condenado al exilio, y Egipto perdió un hombre de gran valía. —El anciano añadió con un suspiro—: Es lo mismo que les puede ocurrir a los inconscientes que se enfrentan a la omnipotencia del rey.
Los dos jóvenes permanecieron en silencio, meditando las advertencias de su preceptor.
—Me habría gustado conocerle —dijo por fin Djoser—. Mi padre cometió desde luego un gran error desterrándole.
Tanis tomó la mano del anciano entre las suyas.
—Oh Meritrá, ¿sabes dónde está ahora?
Meritrá negó con la cabeza.
—Nadie lo sabe, hija mía. Se marchó antes de que tú nacieses, llevándose consigo sus secretos.
La niña agachó la cabeza. También a ella le hubiera gustado conocer a aquel padre admirable. Su nombre no se iba de su memoria.
Se llamaba Imhotep.