Capítulo 20

Asustada, Tanis retrocedió.

—Ya sé quién eres —continuó el muchacho—. Eres dama Tanis. Te vi en la fiesta de la diosa Hator. Pero tu pelo era entonces más largo.

Una repentina angustia embargó a la muchacha. Aquel niño iba a denunciarla. De cualquier modo no podía… eliminarle para que no hablase. Ni pensarlo siquiera. Pero sus dudas no tardaron en desvanecerse. El muchacho añadió:

—Tienes que esconderte. Un pescador nos ha avisado de que te habías escapado de palacio, porque querían obligarte a que te casases con el señor Nekufer.

—Es cierto —admitió ella—. Me he cortado el pelo y me he disfrazado de chico para engañarlos. Pero alguien me ha traicionado, y los guardias han matado a mi esclavo Yereb.

Al evocar este nombre, sus ojos se anegaron en lágrimas. Neri declaró:

—Yo odio al señor Nekufer. Es un malvado. Ha ofrecido una recompensa a los que te denuncien. Por eso tienes que desconfiar. ¿Quieres que te ayude a escapar?

—¡Sí! Pero no sé qué debo hacer. Necesitaría una embarcación para llegar a la desembocadura del Nilo.

El rostro del chiquillo se iluminó con una amplia sonrisa. Se sentó a su lado.

—Barcos sí que hay en el pueblo. Probablemente mi padre acepte darte uno. Estoy seguro de que querrá ayudarte. Tampoco él aprecia al señor Nekufer.

Un renuevo de esperanza invadió a Tanis. El pequeño continuó:

—¿Sabes lo que vamos a hacer? Vamos a esperar la hora de Atum, cuando el sol se acueste. Luego te llevaré a casa, y allí hablarás con mi padre. Puedes fiarte de él.

Con el crepúsculo, Neri guió a Tanis hasta el poblado, para dirigirse luego hacia una importante morada cuyos jardines se escalonaban hasta las orillas del Nilo. En la puerta de madera había un cartucho grabado donde Tanis leyó: «Amigo, entras en esta casa como alguien al que se alaba, y sales de ella como alguien a quien se ama.»

—Tu presencia en esta humilde morada alegra el corazón del servidor que aquí ves, dama Tanis. Sé bienvenida.

Corpulento y jovial, Bajen, el padre de Neri, inspiró inmediatamente confianza a la fugitiva. Cuando su hijo introdujo a la joven en la casa, había sentido estupor por un momento, al explicarle el chiquillo la historia. Acto seguido, el alcalde comprobó que nadie, salvo su familia, podía sorprenderles, y luego invitó a Tanis a compartir su comida.

Mientras unos sirvientes traían el pan y la cerveza tradicionales, acompañados de un ganso asado, galletas de miel y fruta, Bajen contó:

—Sabíamos que habías escapado de Mennof-Ra. Pero uno de mis amigos me ha dicho esta misma tarde que te habían devorado los cocodrilos.

—Conseguí refugiarme en la orilla antes de que me atrapasen.

—Gracias sean dadas a los dioses. Era mucha mi pena, porque conocía tu fama de bondad con las gentes del pueblo, y te había visto durante la fiesta de Hator. Cuando supimos que el rey te había separado del príncipe Djoser, no conseguimos comprender la razón de semejante injusticia.

Suspiró y añadió en tono triste:

—El Horus Jasejemúi nunca habría permitido eso. Pero ya está en el Campo de los Juncos.[16]

Permanecieron largo rato en silencio, luego Bajen prosiguió:

—No te habría reconocido con ese disfraz. Pero mi hijo no se ha equivocado.

—Neri es bueno y generoso, Bajen. Ha compartido su pan seco conmigo.

—Le he enseñado, como mi padre hizo conmigo, a ayudar a quien lo necesita. Sin embargo, corres peligro si te quedas aquí. ¿Qué piensas hacer?

—Querría llegar al puerto de Busiris, al este del Delta.

Bajen reflexionó.

—¿Busiris, dices? Puedo llevarte allí. Tengo mi propio navío. Debo dirigirme a Busiris para entregar ollas de barro y otros objetos fabricados por los habitantes del poblado. Mennof-Ra está más cerca, pero la gente de la capital paga peor desde la consagración del nuevo rey. Y Busiris es un puerto próspero, que comercia con los países del Levante. El trueque produce dos veces más en la costa que en Mennof-Ra.

Tanis sonrió con amargura.

—Los habitantes de la capital están abrumados por nuevos impuestos. Sanajt prepara la guerra.

—¿Contra quién? —dijo asombrado el alcalde—. No tenemos enemigos…

—Por desgracia, no lo sé. Sanajt pretende conquistar nuevos territorios.

Bajen suspiró:

—Es una locura. Razón de más para apresurar mi partida. Había pensado dirigirme a Busiris después de la crecida. Iré un poco antes, eso es todo. Mañana mismo ordenaré a los míos que carguen la falúa. Tú permanecerás escondida aquí. Zarparemos pasado mañana, con el alba. Sólo llevaré a mis amigos más fieles. Pero creo que sería preferible que siguieses utilizando tu disfraz masculino.

Tanis puso su mano en la del alcalde.

—Eres un hombre valiente. Pero quiero pagarte mi viaje. He traído algunos bienes conmigo.

El alcalde sacudió la cabeza.

—No puedo aceptar, dama Tanis. Allá adonde vas, necesitarás dinero. Tu viaje no me cuesta nada, porque de todas formas tenía que ir a Busiris.

Cinco días más tarde, la falúa de Bajen llegaba a la desembocadura del brazo más oriental del Nilo, donde a Tanis le esperaba un espectáculo sorprendente. Más allá se extendía un río inmenso, cuya otra ribera ni siquiera se distinguía. Cuando la embarcación tocó la arena, saltó al agua y atónita observó el extraño fenómeno.

—Éste es el Gran Verde —le explicó Bajen, divertido ante su asombro—. Su agua es salada.

—¿Salada?

Los viajeros se lo habían dicho muchas veces. Pero Tanis no podía creerlo. Acompañada por Neri, avanzó hasta la orilla del mar, donde altas olas iban a estrellarse en la arena. Tanis metió las manos en el agua y la probó, para escupirla inmediatamente.

—¡Puaf! Tu padre tenía razón. Es salada.

El chiquillo se echó a reír a carcajadas. Sobre la arena trabajaba una muchedumbre afanosa alrededor de caballetes donde se secaban extraños peces. Tanis nunca los había visto iguales.

—Evidentemente —le explicó Neri—, provienen del Gran Verde.

Mientras sus marineros descargaban la falúa, Bajen se reunió con Tanis y Neri para hacer una visita a la ciudad, construida en madera y ladrillo. Aunque de tamaño más modesto que Mennof-Ra, reinaba en ella una actividad intensa, dividida entre la pesca y el comercio. Un olor singular y penetrante flotaba constantemente en el aire.

—El perfume de las algas y de las rocas —le aclaró Bajen.

Y dio rienda suelta a su alegría con una amplia sonrisa.

—Me gusta esta ciudad, dama Tanis. Está situada en el punto donde Hapi se une con el mar. Pienso que es ahí donde vive la Gran Diosa, Neit, la madre de todo lo que vive en el mundo, dioses y hombres. Tal vez hasta el mar sea su propio cuerpo.

—Entonces, según tú, este gran río sin orillas ¿sería… el Nun, de donde salió Neit?

—No lo creo. El Nun no contiene vida alguna. Pero después de haber creado el mundo, Neit se transformó en pez, y necesitaba un espacio amplísimo para vivir. Y eligió el mar sin límites, porque es de ahí de donde procede toda vida.

Tanis caviló sobre las palabras de Bajen. No estaba segura de que el alcalde tuviese razón, pero sus palabras vibraban con una extraña verdad. Preguntó:

—¿Cómo es que sabes todas estas cosas?

—Cuando era joven, fui instruido por los sacerdotes, en el templo.

Busiris se extendía por la orilla oriental de la desembocadura del Nilo. Sus casas de ladrillo estaban construidas en gran parte sobre una especie de meseta elevada. Abajo se levantaban unas casas sobre pilotes, habitadas por los pescadores. En la playa, más lejos, se divisaban barcos de tamaño mucho mayor que las falúas.

—Esos barcos llegan hasta Levante —le explicó Bajen.

—¿El país de Sumer? —preguntó Tanis.

—Sí, por supuesto.

—Es donde yo quiero ir.

Bajen no respondió sino tras una pausa.

—Es un viaje extremadamente peligroso para una mujer sola, dama Tanis.

—Pero ya no soy dama Tanis. Soy Sahuré, hijo de un rico comerciante.

—Es que el viaje será peligroso también para un joven.

Bajen se rascó la cabeza.

—No quiero preguntarte por qué deseas dirigirte allá. Debes de tener tus razones. Pero es peligroso.

Tanis dudó, para afirmar luego:

—Quiero encontrar a mi padre, Imhotep.

La cara de Bajen mostró preocupación.

—He empezado a sospecharlo cuando has hablado de Sumer.

—¿Sabías que estaba refugiado allí?

Bajen permaneció un momento en silencio, para luego declarar:

—Conocí mucho a tu padre.

—Pero… ¿cómo?

—Teníamos la misma edad. Trabajamos juntos en el templo de Mennof-Ra.

Una viva emoción se apoderó de Tanis.

—¿Tú?

—Tu madre, la princesa Merneit, y tu padre siguieron comunicándose a través de mí, después de que tu madre fuese obligada a casarse con el general Hora-Hay. Mi barco transportaba sus cartas.

—Pero entonces sabes dónde se encuentra ahora.

El rostro de Bajen se ensombreció.

—Por desgracia, desde hace más de cinco años nadie tiene noticias suyas. No sé si todavía se encuentra en Uruk, la capital del reino de Sumer.

Tanis cogió las manos del alcalde entre las suyas.

—Tengo que encontrarle, Bajen. Es necesario que vaya a Uruk.

Bajen se rascó de nuevo la cabeza, señal en él de profunda reflexión. Por último, dijo:

—Veré qué puedo hacer. De cualquier manera, no puedes quedarte aquí sin exponerte al peligro. Alguien podría terminar por reconocerte. Y además, quizá los dioses lo hayan decidido así… Pero es preciso que viajes como mercader.

Al día siguiente, Bajen fue a ver a Tanis al cuarto que la joven había alquilado en un albergue donde se encontraban los comerciantes de paso.

—Todo está arreglado, dama Tanis. Mi amigo Serifert, que me compra la mayor parte de mis mercancías, debe enviar un cargamento a Biblos. Es una ciudad conquistada por los egipcios hace dos siglos, en la orilla oriental del Gran Verde. Le he contado a Serifert que eras uno de mis sobrinos, y que deseabas ir a Oriente para hacer negocios. Acepta que vayas con su flete. El navío parte dentro de tres días. En Biblos podrás encontrar sin duda una caravana que te lleve a Sumer.

—Oh Bajen, ¿cómo agradecértelo?

Tres días más tarde, el barco fletado por Serifert abandonaba el puerto de Busiris.