Capítulo 30

 

Riley se acercó al Club de Campo Jardines de Magnolia y fue detenida en un pequeño edificio blanco en la entrada. Una barrera verde y blanca bloqueaba su camino, y un guardia de seguridad uniformado sosteniendo un portapapeles salió caminó del edificio y caminó hasta al lado del conductor de su carro.

Riley bajó la ventana.

“¿Tu nombre?”, el guardia preguntó bruscamente.

Riley no sabía nada del protocolo para entrar al club, pero Newbrough había dicho que les avisaría que ella vendría.

“Soy Riley Paige”, dijo. Luego tartamudeó, “Soy, eh, una invitada del Senador Newbrough”.

El guardia ojeó la lista y luego asintió con la cabeza.

“Adelante”, dijo.

La barrera se levantó y Riley entró.

El carril de entrada pasaba por los jardines del mismo nombre, extremadamente lujosos, coloridos y fragantes durante esta época del año. Finalmente se detuvo en un edificio de ladrillo con columnas blancas. A diferencia de los de la funeraria que había visitado recientemente, estas columnas eran reales. Riley se sentía como si se había tropezado con algún tipo de plantación sureña del siglo XIX.

Un aparcacoches se acercó a su carro, le dio una tarjeta y tomó sus llaves. Se llevó el carro para estacionarlo.

Riley estaba parada sola en frente a la gran entrada, sintiéndose tan fuera de lugar como se había sentido en la casa del Senador. Vestida con jeans casuales, se preguntó si incluso le permitirían entrar. ¿No había algún tipo de un código de vestimenta en lugares como este? Gracias a Dios que su chaqueta cubría su funda del hombro.

Un portero uniformado caminó a recibirla.

“¿Su nombre, señora?” preguntó.

“Riley Paige”, dijo, preguntándose si le pediría algún tipo de identificación.

El portero miró su lista. “Por aquí, señora”, dijo.

La escoltó por un largo pasillo y a un pequeño comedor privado. No tenía idea si darle una propina o no. Realmente no tenía ni idea de cuánto le pagan al hombre. ¿Podía ganar más que un agente del FBI? Pensó que era posible que ofrecerle una propia fuera más torpe que no darle una. Pensó que era mejor no arriesgarse.

“Gracias”, le dijo al hombre.

Él asintió, no mostrando ninguna señal de decepción, y se devolvió por donde había venido.

La sala era pequeña pero sin duda era el comedor más elegante que había visto. No tenía ventanas, pero el único cuadro en la pared era un óleo original de los jardines que había pasado afuera.

La mesa contaba con plata, una vajilla de porcelana, cristal y lino. Escogió una silla cubierta de felpa que miraba la puerta y se sentó. Quería ver el Senador Newbrough cuando llegara.

Si llega, ella pensó. No tenía ninguna razón para pensar que no llegaría. Pero esta situación parecía tan irreal, así que no sabía qué esperar.

Un camarero vestido de blanco entró y colocó una bandeja con quesos y una variedad de galletas en su mesa.

“¿Le gustaría algo para tomar, señora?” preguntó cortésmente.

“Sólo agua, gracias”, dijo Riley. El camarero salió y volvió dentro de segundos con una jarra de cristal con agua y dos vasos. Le sirvió agua y dejó la jarra y el otro vaso en la mesa.

Riley se tomó su agua. Tenía que admitirse a sí misma que disfrutaba de la sensación del vaso elegante en su mano. Sólo tenía que esperar uno o dos minutos antes de que el Senador llegara, viéndose igual de frío y severo como antes. Cerró la puerta detrás de él y se sentó en el lado opuesto de la mesa.

“Me alegro de que hayas venido, Agente Paige”, dijo. “Te traje algo”.

Sin más ceremonia, Newbrough colocó un cuaderno grueso y forrado en cuero sobre la mesa. Riley lo miró cautelosamente. Recordó la lista de enemigos que Newbrough le había dado cuando se conocieron. ¿Esto sería igualmente problemático?

“¿Qué es esto?” preguntó.

“El diario de mi hija”, dijo Newbrough. “Lo recogí en su casa después de que fue... encontrada. Lo tomé porque no quería que nadie lo viera. Eso sí, no sé qué dice. Nunca lo he leído. Pero estoy bastante segura que incluye cosas que no quiero que se vuelvan públicas”.

Riley no sabía qué decir. No tenía idea por qué podía querer que ella tuviera esto. Podía notar que Newbrough estaba sopesando lo que iba a decir a continuación cuidadosamente. Desde la primera vez que se reunió con él, había estado segura de que él había estado reteniendo información. Zumbaba con la esperanza de que ahora se lo dijera todo.

Finalmente dijo: “Mi hija estaba teniendo problemas con drogas durante el último año de su vida. Cocaína, heroína, éxtasis, todo tipo de drogas duras. Su marido la había encaminado en eso. Era una de las razones por la cuales fracasó su matrimonio. Su madre y yo teníamos la esperanza que lo superara cuando murió”.

Newbrough hizo una pausa, mirando el diario.

“Al principio pensé que su muerte estaba conectada de alguna manera con todo eso”, dijo. “Su grupo de usuarios y traficantes era desagradable. No quería que esto saliera a la luz. Lo entiendes, estoy segura de eso”.

Riley no estaba segura de que lo entendía. Pero estaba sorprendida.

“Las drogas no tuvieron nada que ver con el asesinato de su hija”, dijo.

“Ya entendí eso”, dijo Newbrough. “Otra mujer fue encontrada muerta, ¿cierto? Y sin duda habrá más víctimas. Parece que estuve equivocado al pensar que esto tuvo algo que ver conmigo o con mi familia”.

Riley quedó atónita. ¿Con qué frecuencia este hombre increíblemente egoísta admitía que estaba equivocado en algo?

Le dio unas palmaditas al diario con la mano.

“Llévate esto. Puede tener alguna información para ayudarte con tu caso”.

“Ya no es mi caso, Senador”, dijo Riley, permitiendo que un rastro de su amargura saliera a flote. “Creo que ya sabe que fui despedida del FBI”.

“Ay, sí”, dijo Newbrough, inclinando la cabeza pensativamente. “Fue mi error. Bueno, no es nada que yo no pueda arreglar. Serás reincorporada. Dame un poco de tiempo. Mientras tanto, espero que puedas hacer uso de esto”.

Riley se sentía abrumada por el gesto. Respiró profundamente.

“Senador, creo que le debo una disculpa. La— la última vez que nos reunimos no estaba en mi mejor momento. Acababa de ir al funeral de una amiga, y estaba consternada. Dije cosas que no debí haber dicho”.

Newbrough asintió con la cabeza en aceptación silenciosa de sus disculpas. Era evidente que no iba a disculparse con ella, aunque sabía lo mucho que se lo merecía. Tenía que conformarse con su admisión de que había cometido un error. Por lo menos estaba tratando de hacer las paces. Eso importaba más que una disculpa, de todos modos.

Riley tomó el diario sin abrirlo.

“Hay sólo una cosa que me gustaría saber, Senador”, dijo. “¿Por qué está dándome esto a mí y no al Agente Walder?”

Los labios de Newbrough se torcieron en una pequeña sonrisa.

“Porque hay una cosa que he aprendido de ti, Agente Paige”, dijo. “No eres el perro faldero de nadie”.

Riley no podía responder. Este respeto repentino de un hombre que de lo contrario parecía solamente respetarse a sí mismo simplemente la dejó atontada.

“Ahora tal vez le gustaría almorzar”, dijo el Senador.

Riley lo pensó. Tan agradecida como se sentía con el cambio de actitud de Newbrough, todavía no se sentía muy cómoda con él. Seguía siendo un hombre frío, frágil y desagradable. Y, además, tenía trabajo por hacer.

“Si no le molesta, sería mejor que me vaya”, dijo. Señalando el diario, agregó, “Necesito comenzar a usar esto de inmediato. No hay tiempo que perder. Ah—y prometo no dejar que nada que encuentre aquí se haga público”.

“Aprecio eso”, dijo Newbrough.

Amablemente se levantó de su silla mientras Riley salió de la sala. Salió del edificio y le dio el boleto al aparcacoches. Mientras esperaba que buscara su carro, abrió el diario.

Al ojear las páginas, vio enseguida que Reba Frye había escrito bastante sobre su uso de drogas ilícitas. Riley también tuvo la impresión inmediata de que Reba Frye era una mujer muy absorta en sí misma que parecía estar obsesionada con resentimientos y disgustos insignificantes. Pero, después de todo, ¿no era ese el punto de un diario? Era un lugar donde uno tenía todo el derecho a estar absorto en sí mismo.

Además, pensó Riley, aunque Reba había sido tan narcisista como su padre, definitivamente no merecería ese terrible fin. Riley sintió un escalofrío al recordar las fotos que había visto del cadáver de la mujer.

Riley continuó hojeando el diario. Su carro se detuvo en el camino de grava, pero ella ignoró al aparcacoches, hipnotizada. Se quedó parada allí, con manos temblorosas, y leyó hasta el final, desesperada por cualquier mención del asesino, de algo, de cualquier pista. Pero se sintió hecha polvo al no encontrar ninguna.

Comenzó a bajar el libro pesado, sintiéndose destrozada. No podía soportar otro callejón sin salida.

Entonces, justo al bajarlo, un pequeño pedazo de papel, escondido entre dos páginas, comenzó a deslizarse del libro. Lo tomó y lo estudió, curiosa.

Al examinarlo, su corazón de repente latió con fuerza en su pecho.

En un estado total de shock, dejó caer el diario.

Estaba sosteniendo un recibo.

De una tienda de muñecas.